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Contratapa|Domingo, 5 de diciembre de 2004
EN BUSCA DEL POETA PERDIDO

Pessoa, el evasivo multiple

El año próximo se cumplirán ochenta años de la muerte del más grande poeta portugués contemporáneo y uno de los mayores de su tiempo. Al recorrer Lisboa, es imposible no rastrear las huellas de su paso. Como siempre, Fernando Pessoa está más en todas partes que en alguna en particular.

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“... si están tus cosas
pero tú no estás”
Afiches, de Homero Expósito

Por Juan Sasturain
Desde Lisboa
Por razones casi obvias, solemos asociar a Pessoa con Kavafis. Dos de los más grandes poetas europeos del primer tercio del siglo veinte, hermanos en la soledad y el desamparo, escribieron una obra por mucho tiempo secreta y absolutamente personal en una lengua periférica respecto de las dominantes como vehículo lírico –Kavafis, en griego; Pessoa, en portugués– y, sobre todo, desde ciudades emblemáticas, absolutamente suyas, mezcla de prisión, confín y encrucijada, marca de fábrica: Alejandría y Lisboa son las ciudades de Kavafis y Pessoa. Después de haber descubierto la ciudad en los versos, uno los busca a ellos por las calles de la ciudad.
En el caso del autor de Itaca y Esperando a los bárbaros, el mito de la ciudad y el poeta ha sido cultivado con talento y dedicación ejemplar por dos soberbios narradores ingleses que sucesivamente quedaron anclados por años en aquel puerto cada vez más desdibujado, sin faro, sin Antonio y sin carácter. Forster, el de El pasaje a la India, escribió una excesiva guía de Alejandría que incluía a Kavafis casi como monumento móvil y Lawrence Durrell, un memorable cuarteto de Alejandría al que sus versos ponían música, glosaban el ir y venir de Justine y compañía como un murmullo de fondo.
El empedernido Antonio Tabucchi ha intentado –y logrado en gran parte– lo mismo con Pessoa. Al narrador italiano le gusta Portugal, ama la vieja y decadente Lisboa y por eso –antes o después– se enamoró inevitablemente de la poesía y de la figura del poeta, se obsesionó con lo que describió como “un baúl lleno de gente”. Con ficciones y ensayos, el autor de Sostiene Pereira ha contribuido como nadie fuera de Portugal y de la lengua portuguesa a la asociación entre el poeta y cierto clima, el indefinible alma de la ciudad. Una ciudad con carácter, que es el de Pessoa, precisamente: fortísimo y a la vez diseminado hasta la disolución.

Casas vacías
Porque, parafraseando a Quevedo, si buscas a Pessoa en Lisboa, como “a Roma en Roma”, no la hallarás fácil, viajero: al menos, no en sus moradas extremas y puntuales. Donde nació en 1888, en el cuarto piso del número 4 de la calle Largo de San Carlos, frente a la plaza y el teatro, en pleno barrio céntrico del Chiado, está la casa, claro –nada se pierde en Lisboa, que no haya sido presa de terremoto o incendio– y se puede comparar lo que uno ve con la foto del libro evocativo y no falta nada con la plaza seca, las ventanas y el asomado campanario de la Iglesia de los Mártires. Sin embargo, el edificio, que durante mucho tiempo fue público, es hoy una inabordable agencia de seguros y la placa que lo recuerda está alta, fría, difícil de alcanzar. Allí se crió el chico cuya infancia se vería interrumpida bruscamente por la muerte del padre, el nuevo casamiento de la madre y la partida a Durban, Sudáfrica.
Por una calle lateral, tangente, pasa el tranvía 28 –amarillo, rojo, cortito, poca distancia entre ejes, una maravilla– y, con él, cuesta arriba se puede ir hacia Campo de Ourique, que no es lejos pero parece, más allá del cementerio británico y más acá del de Prazeres, a la calle Coelho da Rocha 16, donde el poeta vivió los últimos quince años y murió en 1935. Allí está la Fundación Casa Fernando Pessoa –el pretendido museo, el espacio elegido para el homenaje–, pero más allá de media docena de objetos personales, la completa biblioteca de consulta y el bien diseñado repertorio de remeras y lapicitos de diferente precio para recordar que uno estuvo allí, Pessoa una vez más se esfuma.
Esa anónima casa de tres plantas de la calle Coelho da Rocha 16, y no sólo “o primeiro andar direito” donde Pessoa vivió con su madre y su hermana y tras el regreso de Sudáfrica del resto de la familia en 1919, ha sido vaciada como un huevo: quedó la cáscara. Adentro –el municipio la compró en ruinas para hacer el museo–, se ha diseñado un espacio riguroso y aséptico decorado por dentro y por fuera, en las paredes y el piso, por la grafía propia de Pessoa y la de sus diversos heterónimos: la firma, los poemas y las cartas astrales respectivas de Caeiro, Reis y De Campos dibujadas contra el blanco. En el primer piso, la cómoda en que míticamente el 8 de marzo de 1914 Alberto Caeiro escribió de un tirón los poemas de El cuidador de rebaños, la máquina de escribir vieja, negra y cuadradita y la biblioteca personal –1200 volúmenes anotados de puño y letra por Pessoa– ni siquiera juntan polvo, encajonados tras cautas barreras de vidrio. En el segundo, a un lado de la excelente biblioteca de consulta –todo lo que se editó de y sobre Pessoa en cualquier idioma–, asoman algunas de las cosas que uno quiere ver, las contadas reliquias: el documento de identidad, las calificaciones en el colegio de Durban, los tiernos anteojitos de soltero, una libreta con escritura minúscula, el lápiz, algún encendedor, poco más. Como Pessoa publicó tan poco, están las primeras ediciones del patriótico y tardío Mensagem, la colección completa –fue muy breve– de la revista Orpheus que hizo tanto ruido en el ’14, y sólo una foto, borrosa, decepcionante, del mítico baúl –“lleno de gente” como diría Tabucchi– en que dejó esas 25.426 páginas originales, su legado inagotable...
“Como todo o individuo de grande mobilidade mental, tenho un amor orgànico e fatal à fixaçao. Abomino a vida nova e o lugar desconhecido”, escribió en un fragmento no fechado. Tal vez por eso debe haber reprobado tardía y sordamente el destino final de sus restos, que parecen fuera de lugar en el Monasterio de los Jerónimos, un contexto ajeno a Lisboa y tan bello como monumental. Allí lo trasladaron desde el cementerio barrial en Prazeres al cumplirse medio siglo de su muerte. Mudanza postrera, innecesaria, gesto excesivo de encastre en una Gloria que no era la suya.

Calles llenas
Las fotos más famosas de Pessoa –famosas porque son pocas, además– lo muestran no en casa sino en lugares públicos: caminando calle abajo por la Rua Garrett con extraño apuro, de sombrero, gafitas, moño y sobretodo, y empinándose un vinito en el estaño amigo. Y hay varias de cafés. Son ejemplares y representativas. Desde el bellísimo elevador de hierro de Santa Justa se lo puede rastrear sin error en la Lisboa actual por el entramado de calles, escenario de sus movimientos. Es sabido que Pessoa se movió infinitamente por la ciudad sin irse jamás –no conoció el resto de Europa, nunca fue a París– y que su vida, aparte de las dos casas de la infancia y del final, fue un continuo vagar domiciliario, de cuarto en cuarto, de pensión en pensión. Siempre con el baúl, claro. No es difícil reconstruir entonces la rutina de sus días de años: las horas de burócrata, de escribiente, traductor y redactor de cartas comerciales en distintas oficinas céntricas de la zona de Baixa y el Rossio; la tertulia literaria y política posterior en los cafés rumorosos –está la estatua de bronce acodada a una mesita en la terraza de La Brasileira con la que todos nos fotografiamos– y el regreso al cuarto estrecho de cada día, la soledad personal y a la escritura poblada de voces múltiples.
Lo que no es posible encontrar ni en las casas ni en el museo está en las íntimas calles de una bellísima ciudad castigada, pero en apariencia aún irreductible a las torpezas de la modernización.

El baúl
nunca saturado
El mito Pessoa tiene rasgos muy fuertes y reconocibles: trabajos oscuros, domicilios fugaces, amores casi virtuales y equívoca relación con la fama literaria: escribe y no publica casi, es uno y se expresa por otros que también es. Rutinario compulsivo, Pessoa conjura el impulso a la disgregación con gestos de enclave. “Es posible que la creación de los heterónimos haya sido la solución de un esquizofrénico; tal vez fuera un juego”, ha escrito Marcelo Cohen –autor de las más ajustadas versiones de sus poemas y de la mejor introducción a su poesía–. “Lo cierto es que a partir de 1914 Pessoa perdió el miedo a volverse loco. Si la sensación de que no se pertenecía, de que tanto él como el mundo eran ‘sueños pensados’ estuvo a punto de anularlo, mediante los heterónimos consiguió hacerse real.” Por suerte para todos.
Como un rompecabezas al que le faltan piezas o –mejor– como una caja en la que se mezclan las piezas de rompecabezas diferentes que cabe primero clasificar, la enigmática propuesta de Pessoa, su forma de conjugar vida y escritura llevan hasta el extremo de la mayor lucidez la idea de que la literatura se define por la riqueza y hondura de sus preguntas, no por sus aparentes respuestas. Así, desplegó como nadie algunas cuestiones inagotables –como su baúl sin fondo– y lo hizo corriendo todos los riesgos. Cohen lo ha escrito con extrema precisión: “Pessoa significa persona; en la Grecia antigua, persona era la máscara que el actor se ponía para interpretar a un personaje y dar resonancia a la voz. Hay que sobrellevar el destino de ese nombre mientras se piensa que la personalidad es una falacia torturante o una convención vacía; cuando se tiene la convicción de que es preciso conocerse, pero desconocerse apabulla. Acechado por la locura, marcado por la muerte temprana del padre, la aparición de un usurpador, el exilio inmediato del lugar y la lengua natales, alcohólico y cancerbero del fantasma de la homosexualidad, tradicionalista que languidecía por la ciudad moderna, Pessoa hizo de la contradicción una vía.”
El espíritu conmovido que dejó su lúcida desolación apuntada en El libro del desasosiego no tuvo ni buscó descanso. El viajero que sube y baja las siete colinas de Lisboa tras sus pasos, tampoco. Saludablemente.

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