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Contratapa|Viernes, 7 de enero de 2005

La ética del intelectual

Por Eduardo Pavlovsky

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Durante la revolución de 1905, en Rusia la represión desatada por Nicolás II contra el pueblo ruso, feroz y despiadada, costó alrededor de 60.000 víctimas.
La inteligencia literaria también intentó representar un papel dirigente y responsable. “Tenemos que servir al pueblo –advirtió Gorky a un amigo escritor que había dado la espalda a la política–. La sangre del pueblo ha sido derramada, la sangre de los trabajadores. En todas partes el régimen está matando cínicamente a la mejor gente y tú sigues sólo preocupado por tus escritos y publicaciones.” Más célebre es su carta a León Tolstoi después de haber sido liberado Gorky de la fortaleza de San Pedro y San Pablo, donde estuvo detenido durante ocho meses.
El 5 de marzo escribió: “En estos terribles tiempos en que la sangre fluye sobre el suelo de su país y cuando centenares y millares de personas decentes y honestas están muriendo por el derecho a vivir como seres humanos, en lugar de como ganado, usted –cuya palabra es escuchada en todo el mundo– encuentra posible repetir una vez más la idea fundamental que hay detrás de su filosofía: la perfección moral de los individuos es el significado y la finalidad de la vida para todo el pueblo. Pero piense solamente si es posible que un hombre se ocupe de perfeccionar moralmente su carácter en una época en que se dispara en las calles a los hombres y mujeres de su pueblo”.
Edward Said, en su libro Representaciones del intelectual, sugiere que –independientemente de la singularidad artística o científica de sus obras– hay momentos cruciales en la vida de un país donde el intelectual tiene como función fundamental la critica de la sociedad que le ha tocado vivir. La verdadera función del intelectual es la crítica, dice Edward Said, ese extraordinario intelectual palestino.
En ese sentido, el ejemplo paradigmático de intelectual comprometido es Juan Gelman. Poeta extraordinario que ejerce una función crítica permanente del momento histórico social que le tocó vivir. La denuncia es formidable siempre por su coherencia ideológica y por su documentación.
“La sociedad que costea que haya hombres que vivan pensando exige que piensen también para ella” (Castilla del Pino, psiquiatra español durante el franquismo).
Esta es una polémica que se debería abrir entre nosotros, los intelectuales de hoy. A veces temo que se nos interiorice como obvio y natural que la mitad de nuestro país vive en condiciones indignas, casi subhumanas.
¿En qué nos “involucra” o nos “afecta” esta lamentable monstruosidad? ¿Nuestra palabra no puede perder significado? ¿O, por el contrario, nuestra función crítica reflexiva puede contribuir a construir un mundo más justo? Tal vez necesitaremos un poco más de odio. Tal vez el odio, en la obra de León Ferrari, fue el motor de la denuncia de la gran impostura de la jerarquía eclesiástica.
El odio de Gorky frente a la indiferencia política de Tolstoi, frente a la matanza de seres humanos que sólo querían vivir con dignidad, y no simplemente como ganado. No deja de ser siempre un problema ético. La ética del intelectual, diría Edward Said.

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