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Contratapa|Sábado, 12 de febrero de 2005

La muerte de un fabulador

Por Ariel Dorfman*

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La primera vez que hablé con Arthur Miller fue en un congreso de escritores en Nueva York a fines de 1981 y la conversación duró menos que un minuto. El no tenía la menor idea de quién era yo y se sorprendió cuando me acerqué a su larga y suspicaz figura después del panel en que acababa de participar –sobre el compromiso del escritor en la era de Reagan, creo que era– y le propuse, así, a boca de jarro, que debía ir a Chile, que era importantísimo que visitara ese país pese a la dictadura.
Detrás de sus lentes gruesos, los ojos de ese genio del teatro me estaban midiendo cuidadosamente.
“And why should I?” (¿Y eso, por qué debo hacerlo?) –preguntó después de un largo escrutinio.
Y yo, que había soñado con ese momento, que durante años me había estremecido con su extraordinaria imaginación escénica, yo, que hubiese querido haberme pasado horas preguntándole sobre cada uno de sus personajes y el uso increíble y entrecruzado del tiempo en sus obras teatrales, yo, que me moría por decirle que La muerte de un viajante me había cambiado la existencia, no atiné a decirle sino esto:
Because it will be good for you. (Porque le va a hacer bien.)
Una respuesta arrogante. Me quedaban unos diez segundos de conversación y tal vez pensé que era la mejor manera de que mis palabras insólitas le quedaran por lo menos grabadas en la memoria, apostando a que habría algún futuro encuentro en que podría explicarle esta invitación a un país al que los intelectuales y artistas del mundo no querían ni asomar la nariz.
Y fue así. Tres años más tarde volví a verlo, de nuevo en Nueva York, y en esta ocasión para reunir fondos para un hospital en Nicaragua que llevaría el nombre del recientemente fallecido Julio Cortázar. Y como ahora éramos copartícipes y nos pudimos reunir antes y después del evento, fue posible reiterar la invitación y advertir que quienes nos oponíamos al régimen del general Pinochet pensábamos que era esencial no seguir creando un boicot cultural a Chile, que su visita fortalecería a las fuerzas democráticas, que él podía decir en Santiago cosas transgresivas que estaban prohibidas a los artistas y jóvenes chilenos.
Escuchó con cuidado y me indicó que ya tenía un viaje preparado –a Turquía–, con Harold Pinter, y que por ahora eso tenía que bastar. Pero que nos mantuviéramos en contacto.
Y, en efecto, varios años más tarde, con William Styron y Rose Styron, Miller finalmente hizo ese viaje a Chile, y a su retorno me comentó que había sido todo lo que yo había pronosticado. Le había hecho bien llegar a un país donde su teatro y sus opiniones latían muy adentro de la vida de los hombres y mujeres, un país donde la gente estaba dispuesta a morir por el derecho a expresarse, un país donde cada palabra importaba, donde el teatro era tan vital que se lo vigilaba, se lo perseguía, servía de convocatoria permanente para una comunidad desamparada.
Y tampoco en esa ocasión pudimos hablar de su teatro, me quedé con las ganas de hacer las preguntas que tampoco le había formulado en nuestro primer encuentro. Y así fue, en los años que siguieron cuando coincidíamos de vez en cuando en torno a temas políticos y derechos humanos.
Hasta que finalmente, en 1995, pude pasar una semana entera con él en Salzburgo, cuando fuimos ambos invitados, junto con el escritor sudafricano André Brink, para juntarnos con unos sesenta becarios del mundo entero que venían a conversar con nosotros sobre teatro. Sí, sobre teatro. Y entonces sí, en las noches, pude preguntar por Willy Loman y por p y aquello que se veía desde el puente y las brujas de la intolerancia en Salem, y pude confesarle cómo su viajante me había sacudido mis opciones estéticas, me había mostrado cómo era posible romper todas las leyes del espacio y el tiempo en el escenario dramático. Pude acercarme algo más, y conocer de cerca su sentido del humor tan particular y su intransable ética y la inmensa compasión con que condenaba y amaba a sus personajes y a sus semejantes.
Después de ese encuentro, lo vi algunas veces más, generalmente por casualidad, en alguna calle de Nueva York o alguna manifestación contra la censura. Pero notaba que se veía cada vez más enfermo y sólo lo llamaba si hacía falta alguna firma suya. La última vez fue hace un año y tantos atrás, para pedirle ayuda en torno a la nuera de Juan Gelman. Y, claro, dijo que sí.
Pensándolo bien, eso resume –si los resúmenes sirven para algo– aquella vida gigantesca. Fue un hombre generoso. Generoso con sus demonios y su tiempo, generoso con su fama y su belleza, generoso con los que necesitaban su ayuda y los que en todo del siglo pasado precisaron un teatro que no tuvo miedo de mostrarnos las múltiples caras de nuestra devastación y nuestra esperanza.

* Escritor chileno. Su último libro es Memorias del desierto.

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