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Contratapa|Martes, 15 de febrero de 2005

La matanza de San Valentín

Por Leonardo Moledo
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Ayer fue el día de San Valentín, y el día de San Valentín siempre evoca recuerdos encantadores y tiernos: el 14 de febrero de 1929, mientras presumiblemente las parejas se besaban e intercambiaban cartas de amor –y puede ser que hasta regalos–, los hombres de Al Capone masacraron a los integrantes de la pandilla rival de los O’Banion.
La cosa fue así: en el año 1919, como ahora los cigarrillos o los musulmanes, el alcohol estaba en el primer rango de las obsesiones norteamericanas y era el máximo peligro que afrontaban o creían afrontar. Así, con la misma saña con que ahora persiguen el tabaco o bombardean Irak, decidieron perseguir todo lo que fuera etílico, y para ello se decretó la prohibición del consumo de alcohol en todo el territorio de los Estados Unidos, como si fuera una nación coherentemente islámica. La Ley Seca entró en vigencia el 16 de enero de 1920.
Como los apóstoles de la prohibición habían previsto, hubo paz en las tabernas. Sin embargo (y esto no se les había ocurrido), hubo bastante trajín en los cementerios: el consumo de alcohol no disminuyó, sino que se hizo de manera ilegal y, en consecuencia, las guerras entre pandillas que disputaban los territorios de distribución clandestina de bebidas alcohólicas, con su secuela de crímenes y asesinatos, se fueron a las nubes.
Ahora bien: la mafia más importante de Chicago era conducida por Johnny Torrio, que contrató como lugarteniente a un joven venido de Nueva York, discípulo de Louie el Zurdo y Gyp el Sanguinario en la temible “Pandilla de los Cinco Puntos” de Nueva York (un ejército de delincuentes y asesinos “tan insignificantes o espléndidos como los guerreros de Troya y Junín”, según decía Borges). Se llamaba Alphonse Capone y era un muchacho emprendedor, que se instaló en Chicago como comerciante de muebles de segunda mano (o al menos eso decía en su tarjeta de visita). En menos de tres años había logrado desplazar a su jefe, controlar casi todo el tráfico de alcohol clandestino en Chicago, y armar una fuerza de setecientos hombres decididos a juguetear con sus fusiles de caño recortado y sus ametralladoras Thompson ante cualquier intento de competencia. Sus ganancias eran fabulosas, había logrado instalar su propio alcalde, tenía en sus manos a policías y jueces, y había instalado su cuartel general en el hotel Hawthorne.
Pero los imperios, sean de tierra, aire, agua, fuego o alcohol necesitan siempre sangre, y así, los grupos rivales de Al, como los Genna y los Aiello, fueron eliminados por el expeditivo método de las matanzas en serie.
Sin embargo, el principal problema eran los O’Banion, que llegaron a poner en serio peligro el poder de Capone, y para los cuales hizo falta un poco de delicada imaginación. El jefe de los O’Banion, Dion, era un tipo bastante raro, que ejercía como mafioso de noche y de día se dedicaba a su verdadera pasión: la floricultura (lo cual muestra, de paso, que no todo el mundo puede realizarse haciendo lo que realmente le interesa y que seguir una vocación siempre es un problema complicado). Así pues, Dion O’Banion tenía una florería donde atendía personalmente a los clientes, con los cuales se embarcaba en largas charlas sobre orquídeas (su especialidad), llevando sobre su cuerpo tres armas de fuego. Una mañana, se detuvo frente al negocio un coche del que bajaron tres hombres; uno de ellos lo saludó cordialmente dándole la mano y luego la retuvo, mientras sus dos compañeros lo rociaban no con el agua que O’Banion usaba para sus flores, sino con una lluvia de balas (en El Padrino I hay una escena parecida). En el entierro, que presenció el espectáculo de veintiséis automóviles cargados de flores, se destacaba un cesto floral con la inscripción: “De Al”. ¿No es conmovedor? Y ahora viene la historia de San Valentín. Porque resulta que, aunque su jefe estaba muerto, los O’Banion no estaban, ni mucho menos, derrotados: en una ocasión barrieron el hotel de Al Capone y los edificios próximos con ráfagas de ametralladoras (lo hicieron a plena luz del día, después de haber disparado balas de fogueo para dispersar a los transeúntes y no herir a ningún “inocente”); un tirador se bajó de los automóviles y disparó cien balas dentro del despacho de Capone, que se salvó tirándose al piso en el restaurante del hotel.
Y la guerra siguió: el 14 de febrero de 1929, día de San Valentín, siete de los O’Banion estaban sentados en un garaje esperando un cargamento, cuando se detuvo en la puerta un lujoso automóvil del cual descendieron tres policías y dos hombres de civil. Los “policías” entraron al garaje, desarmaron a los O’Banion, y les ordenaron ponerse de espaldas, apoyando las manos contra la pared. Estos, que por cierto no tenían problemas con la policía, con la cual estaban en general arreglados, cumplieron la orden. Entonces, los dos hombres de civil los ametrallaron a quemarropa. Y a continuación, los “policías” “arrestaron” a los dos asesinos y se los “llevaron” en el mismo auto en el que los cinco habían venido. ¿No era ingenioso? Cualquier transeúnte sólo habría presenciado un decoroso arresto por los agentes del orden. Y esa fue la “matanza de San Valentín”, que aparece en una escena de la película Una Eva y dos Adanes (1959, dirigida por Billy Wilder, con Marilyn Monroe, Tony Curtis y Jack Lemmon). Es difícil saber qué tiernos regalos de San Valentín les hicieron esa noche a sus novias, amantes o esposas, los muchachos de Al Capone, pero lo que sí es seguro es que los de O’Banion no les hicieron ninguno.

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