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Contratapa|Jueves, 12 de mayo de 2005

De la guerra fría II

Por Juan Gelman
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Juntos presenciaron, en compañía de más de 50 jefes de Estado y de gobierno, el desfile del Ejército Rojo que en la Plaza Roja de Moscú celebraba el 60º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. Bush y Putin, serios, parecían unidos en la memoria de la derrota del nazifascismo, la barbarie mayor del siglo XX. Parecían nomás. Es paradójico que la conmemoración del término de esa guerra arrastre sordos ruidos del avance de otra, fría por ahora. El presidente norteamericano no fue blando con el ruso durante su gira por Letonia, los Países Bajos, Rusia y Georgia. Agitando siempre la bandera de la democracia y la libertad en todo el planeta, W. criticó sin tapujos al que los “halcones gallina” califican de “el mayor país no democrático del mundo”.
En Riga, la capital letona, hizo Bush su primera parada. Allí subrayó el cerco que EE.UU. construye en torno de Rusia alentando y apoyando “revoluciones” de diverso color, que ya instalaron gobiernos proyanquis en Georgia, Ucrania y Kirguistán. “Todas las naciones limítrofes con Rusia se beneficiarán de la propagación de los valores democráticos, y Rusia también. Las democracias estables y prósperas son buenas vecinas que a nadie amenazan.” No se entiende bien, entonces, por qué diez años después de la implosión del “socialismo real” existe todavía la OTAN, creada para contener al comunismo en Europa, y menos por qué persigue incorporar en sus filas a las ex repúblicas soviéticas que salen de la órbita del Kremlin. Esto entrañaría la eventual presencia de tropas de la OTAN a minutos del territorio ruso.
Las provocaciones directas contra Putin no cesan. La secretaria de Estado norteamericana Condoleezza Rice criticó en Moscú al mandatario ruso porque detenta demasiado poder personal y reprime a los opositores. Olvidó que el Departamento que ella misma dirige señaló en un informe reciente que la policía de “la revolución de las rosas” que gobierna Georgia continúa “torturando, golpeando y propinando otros malos tratos a los detenidos”, que persiste “el problema de las detenciones y los arrestos arbitrarios”, que “el sistema judicial sigue careciendo de verdadera independencia”, que las fuerzas de seguridad “dispersaron violentamente manifestaciones pacíficas”, que las autoridades “toleran la discriminación y el acoso contra ciertas minorías religiosas”, que “aumenta la autocensura de los periodistas” (“Country Reports on Human Rights Practices - 2004”, Bureau of Democracy, Human Rights and Labor, U.S. Department of State, 28-2-05). Pero Georgia es hoy un país amigo.
El martes pasado, W. elogió al país caucásico como “faro de la libertad para la región y el mundo”. Olvidó que Mijail Saakashvili, líder del movimiento “rosa” –financiado con generosidad por organismos no gubernamentales norteamericanos que reciben fondos gubernamentales norteamericanos–, llegó a la presidencia de Georgia con más del 96 por ciento de los votos emitidos en las elecciones del 2004, un record habitual en la ex Unión Soviética, imposible en un país democrático. Bush olvidó además las conclusiones de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa acerca de las reformas constitucionales introducidas por el gobierno “rosa”: “Otorgan al presidente demasiados poderes sobre la debilitada oposición parlamentaria, una sociedad civil embrionaria y los primeros y débiles intentos de autogobierno local. El organismo europeo ha percibido igualmente que no aseguran un sistema judicial independiente y eficaz, introducen la autocensura en los medios georgianos e imponen límites injustificados a la independencia de (la región autónoma de) Adzharia”. Pero Saakashvili es un amigo y la amistad olvida muchas cosas.
Es notorio que el Departamento de Estado financia en Rusia a grupos opositores a Putin y que no desdeña destinar fondos al llamado Partido Nacional Bolchevique y a otros grupúsculos igualmente fascistas, o al Centro de Apoyo a las ONGs que recibe buenos dólares de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés). W. no lo oculta: minutos antes de asistir al desfile de la Plaza Roja, recibió en su hotel a periodistas y representantes de grupos opositores de clara alineación pro Washington, a quienes manifestó su apoyo e instó a “trabajar por más democracia en Rusia” (The Guardian, 105-05). Putin no es precisamente un ángel, pero cómo tomaría la Casa Blanca que el ruso se reuniera en Washington con dirigentes demócratas para explicarles qué hacer con el gobierno Bush.
Georgia, como Ucrania y los países bálticos, todas ex repúblicas soviéticas y todas aspirantes a integrar la OTAN, es una importante avanzada del cerco antirruso. Claro que antes de que se instalen ahí bases militares norteamericanas Moscú debería clausurar las suyas, algo no tan fácil de lograr como la retirada de las tropas sirias del Líbano. Bush se abstuvo de mencionar el tema durante su visita, pero Saakashvili insiste en la demanda y ansía el apoyo de la Casa Blanca para satisfacerla. Otros ruidos sordos se escuchan en el Cáucaso. En el recientemente “liberado” Kirguistán, las nuevas autoridades confiscan tierras, compañías y propiedades de la población rusa, a manera de una limpieza étnica que provoca su éxodo masivo (Reuters Foundation, 19-4-05). En Riga, W. incitó abiertamente al “cambio de régimen” en Belarús, a cuyo gobierno calificó de “la última dictadura de Europa”. Continúa la cruzada de exportación de democracia, un producto noble sujeto a no pocas falsificaciones.
Moscú está sumida en graves problemas económicos y no constituye un peligro para la seguridad de EE.UU. Interesa a Putin combatir a los grupos terroristas internos –chechenos y otros– afines a Al Qaida, un interés que Washington no comparte porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. La demonización de Rusia persigue fines menos santos que su democratización: forma parte de la estrategia destinada a asegurar el dominio norteamericano de los ingentes recursos petroleros de la cuenca del mar Caspio y otras zonas de Asia Central. Sólo cabe esperar que ese designio no convierta en caliente la guerra fría II que la Casa Blanca insiste en promover.

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