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Contratapa|Miércoles, 20 de julio de 2005

Un país en serio

Por Leonardo Moledo
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La Argentina no funciona, dijo el hombre, sentado en una mesa del café Rose’s, junto a la ventana. “Ese es nuestro drama, nuestra tragedia colectiva. Todo se falsifica. Así nunca tendremos un país en serio. Y si no, escuchen esta historia.”
“El anuncio era verdaderamente atractivo: el hombre más gordo del mundo tragaba pájaros vivos y se elevaba en el aire, impulsado por el aleteo de los pájaros en su estómago. Otro hombre se sacaba los dedos y los dientes y se los volvía a poner. La mujer-delfín dialogaba con un hombre-caballo y luego los dos volaban. ¿Quién no hubiera ido a ver semejante colección de maravillas? ¿Quién se habría resistido?, ¿quién no hubiera recorrido doscientos kilómetros de fatigoso desierto, enfrentando la furia de los idólatras y los comedores de carne humana para acudir a la región maravillosa que por la modesta entrada de veinticinco pesos ofrecía un espectáculo más poderoso que la imaginación?
“Pues fue un completo fiasco, una verdadera estafa, una mentira que no recomiendo a nadie.
“Esperen que les cuente. Nadie puede negar que el lugar era atractivo: aparecía bruscamente, detrás de una pequeña cadena montañosa, donde el desierto se interrumpía de pronto, y comenzaba una vegetación exuberante, casi tropical, mezclada con altísimos árboles que se cruzaban formando un arco inmenso, a través de la cual se accedía a una enorme playa de estacionamiento, abarrotada de automóviles y allí empezaban las dificultades. La cola para entrar era enorme, y debí esperar casi una hora (el eterno desprecio argentino por el tiempo de los demás). Es cierto que para matizar la espera servían refrescos de fruta y helados de tereré y que una corriente de aire acondicionado mitigaba el calor hasta hacerlo desaparecer, pero de la hora de espera imposible salvarse. Sin embargo, eso no fue nada. Las dificultades serias, reales, empezaron una vez adentro.
“En realidad, nada de lo prometido era verdad ni se cumplió, aunque pretendieron distraer al contingente con paseos por jardines que colgaban de una muralla, y mostrándonos una estatua de doscientos metros de altura, desde cuyo extremo superior podían avistarse cóndores y la cordillera de los Andes.
–Todo muy lindo –le dije al guía–. Pero ¿y el programa que anuncian?
–Tenga un poco de paciencia –contestó–. Recién está terminando el espectáculo anterior.
–¿Ustedes nunca oyeron la palabra puntualidad? –pregunté–. Ya se atrasaron doce minutos. –En estas ocasiones me gusta ser preciso.
“El pobre tipo empezó a farfullar una excusa, pero en ese momento se abrieron las puertas, y el contingente (éramos unos cien) entró a un salón abovedado, que se repartía en galerías. Allí comenzó el gran chasco.
“El hombre que se sacaba los dedos y los dientes no hacía tal; simplemente se arrancaba los brazos, que pasaban entre el público, que podía palparlos a voluntad para comprobar que no eran artificiales (una mujer se desmayó al tocar el brazo), y después de que todos los revisaran, se los volvía a poner, pero los dedos permanecían siempre en su lugar. Y en cuanto a los dientes, se quedaron en la boca todo el tiempo.
“Todo empeoró con el número de la mujer delfín y el hombre caballo: la mujer delfín era simplemente una sirena, sin ningún aditamento que hiciera pensar en un delfín, y el hombre caballo no era más que un centauro, un centauro literal, con el agregado de un par de alas raquíticas. ¿Entonces por qué le ponen hombre-caballo, me quieren decir ustedes? ¡Si era apenas un centauro!
“Vamos a ver si con esas alitas podés levantar vuelo”, pensé (con algo de mala leche, debo confesarlo, pero estaba furioso ante el engaño) y encima con esa “mujer delfín” a cuestas. Pero nada de vuelo. Resultó que ¡se habían declarado en huelga!, y se pusieron a leer una proclama, en la que exigían agua más salada para la sirena, y la afiliación al sindicato de animales mitológicos, que el dueño del parque les negaba, con nutridas citas de Trotski y Scalabrini Ortiz. La sirena se puso a llorar y las lágrimas (como todos sabemos las sirenas lloran perlas) rodaron por el piso, y quienes las pisaban resbalaban y se caían (y algunos aprovechaban para guardárselas en el bolsillo). Yo no podía creer lo que estaba oyendo y me di vuelta para compartir mi indignación con el resto, pero ¿quieren creerlo? Mis compañeros miraban el espectáculo con la boca abierta, y escuchaban la proclama del centauro como si fuera la cosa más extraña del mundo.
“Sin embargo, el colmo fue lo que ocurrió con el hombre que tragaba los pájaros. Tragó, efectivamente, los pájaros y empezó a elevarse del suelo. Y resulta que ahí estaba la trampa: según el libreto, debía volar hasta lo alto de un árbol, pero se cayó estrepitosamente y vomitó todos los pájaros, que revolotearon a su alrededor y se pusieron a cantar el aria “Madamina, il catalogo è questo”, de Don Giovanni (aunque en el programa figuraba “La ci darem la mano”). Pero nadie dijo ni mu. Yo era el único cuya indignación aumentaba. ¿Y qué quieren de un país donde la gente no sólo no protesta, sino que ni siquiera se indigna? Bueno, decidí cortar por lo sano, fui a la boletería, les armé un escándalo y exigí que me devolvieran la entrada. ¿Y ustedes piensan que me devolvieron los 25 pesos?
“Sí. Pero en monedas de un peso. ¿Se dan cuenta? ¿Y quién me paga la nafta que gasté para llegar hasta allí? Me quejé a Defensa del Consumidor, pero no me creyeron... ¡dijeron que exageraba! ¿Vieron que nada funciona? Esto en Europa no pasa. ¿Así se pretende atraer al turismo?”
Entonces intervino otro tipo, con pinta de extranjero, que estaba en una mesa del fondo: “¡Es verdad! ¡Yo no vuelvo más a este país! No tuve la espantosa experiencia del señor, pero me robaron una billetera y a mi mujer la descuartizaron, la violaron y la secuestraron, en ese orden!”.
El hombre se dio vuelta hacia él, furioso: “¿Y quién los necesita a ustedes? ¿Ustedes comprenden acaso la reacción de gente oprimida por la pobreza y la marginalidad a la que ustedes la someten? ¿Por qué no hacen turismo en sus países, llenos de ciudades y de ruinas que se caen de viejas?”.
Y luego al resto del café: “¡Voy a escribirle una carta al Presidente quejándome! ¿Pero piensan que me va a prestar atención? ¡Nunca vamos a ser un país en serio!”
Y el silencio se hizo en el café Rose’s.

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