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Contratapa|Jueves, 4 de agosto de 2005

Dahl: madera noruega

Por Juan Sasturain
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En estos días, padres e hijos irán a ver –con los dedos y los ojos enchastrados de chocolate– la última de Tim Burton con Johnny Depp. Ojalá que sea tan buena como uno desea: siempre la hemos pasado bien con ellos. Al final, con los rápidos créditos de Charlie y la fábrica de chocolate, se sumarán demasiados nombres responsables de la story y aparecerá alguien que firme el guión. Sin embargo, de ese puñado de escribas hay un solo nombre que el espectador/lector agradecido debería, en principio, retener: el de Roald Dahl, autor de la novela original de 1964, un clásico de los relatos para pibes y un texto –como todos los suyos– tan revulsivo como bien escrito.
A ese flaco y lungo Dahl lo conocí (lo leí) sin saber quién era hace exactamente cincuenta años y le debo el descubrimiento de la literatura. No los cuentos para chicos: la literatura a secas. Como para no estar agradecido. La historia es simple, ejemplar al menos para mí. En mi casa no había muchos libros pero se comparaba Leoplán, un magazine que incluía notas de interés general, novelas y relatos en su mayoría policiales. Ahí, leí un cuento extraordinario. Yo tenía apenas diez años y me impresionó muchísimo. Se llamaba “La apuesta” y era la historia de un muchacho que tiene un encendedor supuestamente infalible, que no falla jamás. La acción transcurre –supongo, cito de memoria– en un balneario, en verano. De pronto aparece un viejito de aspecto inofensivo que le dice: “¿No falla nunca? ¿Quiere hacer una apuesta?” El muchacho está con la novia, agrandado, y asiente. Entonces el otro señala con el mentón y dice: “¿Ve ese auto de allí? –un Cadillac impresionante–. Bueno, yo le apuesto ese auto a que usted no logra prenderlo diez veces seguidas”. El muchacho, entusiasmado, le dice que sí, que cómo no y pregunta: “¿Contra qué?” Y el viejito le dice: “Muy simple: mientras hace funcionar el encendedor con una mano, le sujetamos la otra mano abierta sobre la mesa. Yo, con una cuchilla: cada vez que falle el encendedor es un dedo menos... o el auto”. Terrible, fantástico.
La novia del pibe le dice que no lo haga, pero igual van... Suben a la habitación del viejito en el hotel, donde van a jugar la apuesta, y empiezan: Uno... click; dos... click; tres... click... Hasta que en un momento dado, cuando están en medio del desafío, entra una mujer y lo interrumpe gritando: “¡Basta! ¡Otra vez! –le dice al viejito, sorprendido en falta–. ¡Cuántas veces te lo tengo que decir!” Entonces, mientras desarman todo, la mujer les explica a los jóvenes cuánto había discutido con el viejito por ese tema, hasta lograr de alguna forma neutralizar ese vicio perverso que él tenía.
“¿Y le costó mucho?”, pregunta el muchacho.
“¿Que si me costó?”, les responde la mujer. “Me llevó años. Tuve que dejarlo en la ruina, ganarle todo lo que tenía, hasta el Cadillac...” Y mientras explica ellos descubren sus manos: les faltan la mayoría de los dedos.
Me dejó impresionado, lo recordé siempre, me reveló lo que podía ser el poder de sugestión de un relato perfecto que copiaron/usaron Stephen King y Tarantino a su turno. Eso era la literatura. Claro que a esa edad las historias no tienen autor –y no importa– pero sí quedan grabadas, inolvidables.
Sólo muchos años después, a mediados de los ochenta, el sapiente Rodrigo Tarruella me habló de Roald Dahl. Me dijo que incluso Cortázar lo había mirado de reojo, que Hitchcock le había adaptado varios cuentos para su serie de la tele, que era un grande. Así, encontré Relatos de lo inesperado en una edición de Vergara –lo primero que circuló en castellano, antes de que los compactos de Anagrama lo difundieran para adultos y Alfaguara hiciera lo mismo con los textos para chicos– y ahí reencontré la historia del encendedor, la cuchilla y el viejito. Ese cuento justamente memorable es en realidad “El hombre del sur” (The man from the South) y se publicó originalmente en septiembre de 1948 en la revista norteamericana Colliers con el título de Collector’s Item -–también se lo conoció como The smoker– y formó parte de la colección de relatos Someone like you (1954), con el que Dahl ganó el Premio Edgar al mejor libro de misterio del año. Ahí está también –entre otras maravillas– la historia de la pata de cordero congelada con que la mujer del policía mata de un golpe feroz al marido y posteriormente da de cenar a sus compañeros que vienen a investigar esa noche el robo con asesinato... Hitchcock la filmó, Almodóvar la citó subrayada en Qué he hecho yo para merecer esto.
Pero hay más: revolviendo, encontré un día el número de Leoplán y reconocí la ilustración original, probablemente sacada del Colliers. La revista es de octubre del ’55 y todo indica que la elección y traducción es de Rodolfo Walsh, que por entonces además de escribir sus cuentos y notas, elegía y traducía relatos para la revista: Russell, Bradbury, Bierce, Anthony Boucher... y armaba su memorable Antología del cuento extraño, del año siguiente.
Con el tiempo, Roald Dahl (1916-1990) se convirtió en autor de cabecera de mi hija –Matilda, Las brujas, Charlie y la fábrica tan mentada ahora, James y el durazno gigante– y en lugar de regocijo para mí. Supe de su vida –galés hijo de noruegos: narrador de la estirpe vikinga de los que le gustaron siempre a Borges–, de su penuria por los sádicos colegios ingleses que cuenta magistralmente en Boy, de su juventud en Africa, de su paso por la RAF durante la guerra –con derribo en el desierto incluido, a lo Saint Exupéry–, de su descubrimiento de la condición de escritor nato tras charlar con Forester, el de La reina africana. Sólo me dejó un regusto amargo que se casara con la bellísima Patricia Neal, de la que el viejo Dashiell Hammett estaba tardía y desesperanzadamente enamorado. Pero todo no se puede.
El interminable Roald Dahl –que me dio sin saberlo, ni él ni yo, la literatura– era un narrador hecho de buena madera, madera noruega.

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