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Contratapa|Lunes, 12 de septiembre de 2005

Una guillotina no hace verano

Por Juan Sasturain
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Hablemos de cosas desagradables. Cuando se fusila o al menos cuando se fusilaba, antes, en esos amaneceres de película en blanco y negro –piensen en Paths of Glory, la de Kubrick con Kirk Douglas, ambientada en la Primera Guerra Mundial– dicen que uno o más o casi todos los tiradores tenían el arma cargada con balas de fogueo. Era una manera oblicua de que les quedara la posibilidad, a todos y a cada uno de los encargados de la ejecución, de pensar que “él” no había sido quien lo mató, que ese cadáver ensangrentado no era suyo. Un modo de aliviar la carga que significa cumplir con el mandato que se sabe repugnante, sacarles el cuerpo y la mano ejecutora a la pena de muerte, ese trabajo sucio.
Claro que no siempre pudo, supo o quiso ser así. No hablemos de las ejecuciones embozadas, los crímenes a mansalva y a oscuras que cultivaron sistemáticamente el secreto de causas, víctimas y victimarios puntuales. Vayamos al extremo opuesto, a la personalización y publicidad absoluta del oprobio. Las perversas costumbres de la Justicia hicieron por siglos del hecho de la ejecución un acto público y personalizado: un hombre y sólo uno mataba a otro, tiraba de la cuerda o soltaba la cuchilla. En este caso, también se protegía al ejecutor de cierta carga, pero a la inversa del procedimiento de las balas de fogueo: se ocultaba su rostro. Si la Justicia era ciega, el verdugo no tenía rostro, era todos y no era ninguno. Sin embargo era, secretamente, Alguien. Y siempre era el mismo.
Así, es probable que nadie o casi nadie sepa hoy entre nosotros –ni haya sabido antes– quién fue Anatole Deibler. Tenía 76 años y era apenas un viejito solitario cuando murió de madrugada en una estación del Metro, en París, el 2 de febrero de 1939. Y su oscura muerte fue algo más que una noticia necrológica convencional porque desveló una condición si no secreta, al menos semioculta, seguramente ominosa: Anatole Deibler era, se divulgó entonces, nada menos que el verdugo de Francia, hijo y nieto de verdugos de Francia. Destino, oficio, maldición y oscuro privilegio.
Tan único y necesario para el Estado como el Rey en su momento, el histórico verdugo encarna, soporta en sí, los sentimientos colectivos de fascinación y rechazo ante la muerte y su manipulación. Un lugar así no se alcanza por vocación o por concurso sino por herencia, mandato o maldición. Oculto soberano, el verdugo ejerce un poder del que no puede jactarse ni ostentar. Como escribió el por entonces joven y brillante Roger Caillois, en su Sociología del verdugo, impresionado por la cobertura minuciosa y proliferante que el hecho, la muerte de Anatole Deibler, tuvo en la prensa de su país: “Este hombre había hecho rodar las cabezas de cuatrocientos de sus semejantes y, cada vez, la curiosidad se había orientado hacia el ejecutado, nunca hacia el ejecutor”. Es decir: el verdugo no tenía nombre, era todos, era el Estado, no tenía cara –la siniestra capucha de los chistes negros de Gila–, no era nadie como no son nadie los “cuatro tiradores” innominados de los fusilamientos sumarios. Pero algo más, apunta el que sería amigo y protegido de la Ocampo: “Era como si una interdicción misteriosa y omnipotente prohibiera evocar al maldito; como si un obstáculo secreto y eficaz impidiera hasta pensar en hacerlo”.
Caillois acierta cuando señala las peculiaridades del personaje. Aquel íntimo ejecutor personal –el asesino legal, empleado a sueldo del Estado– no hablaba ni era objeto de manifiesta atención, se le volvía literalmente la cara y, como el condenado –su par, su complemento necesario–, sólo existía a partir y en función de su muerte, que sólo al alcanzarlo lo legitimaba, le daba identidad, le quitaba la capucha.
La horca, la guillotina –procedimientos personalizados con alevosía– fueron y se creyeron necesariamente públicos y ejemplares, repetían sus funciones únicas con lleno total y sólo escamoteaban la identidad delrecurrente partenaire, el diestro verdugo, poseedor de un siniestro saber, sin escuela ni pedagogía aceptable: el arte de ultimar.
Pero eso ya fue, es historia. Ya la guillotina no es espectáculo. La ceremonia dramática que podía juntar en un mismo escenario a aquel trágico Wooldridge que mentaba Oscar Wilde y al oscuro Deibler –el que subía para morir porque había matado lo que amaba y el que subía sólo porque mataba para vivir– se ha perdido para siempre. Las plazas se usan para otras cosas, los actores ocasionales ya no creen demasiado en la dignidad de esos trágicos papeles y sólo quedan los espectadores que, se sabe, se mudaron a Internet. Texas, el que fuera feudo del necrófilo George Bush, es el estado norteamericano que ejecuta más reos que cualquiera de los otros 37 en donde rige la pena de muerte. Y no sólo eso: el gobierno texano abrió hace unos años un cuestionado sitio en la Web en el que ofrece la información sobre los hombres y mujeres muertos en este estado en las últimas décadas y –Dios se ocupa de las grandes cosas, el demonio está en los detalles, dijo alguien– pormenorizada data sobre los métodos utilizados para las ejecuciones.
No es necesario ponerse la capucha para hacer click.

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