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Contratapa|Jueves, 20 de octubre de 2005

Arte de enviajecer

Por Juan Sasturain
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Entre los sectores sociales que pueden hacerlo, la compulsión contemporánea a moverse –ir a algún lado, salir–, es del mismo orden enfermo que la fiebre por comunicarse: hablar con alguien, llamar. No se trata, por supuesto, de descalificar necesidades justamente satisfechas de cambio de aire ni de objetar el soberano gusto por el intercambio verbal, sino de quebrar un par de lanzas y de esquíes contra la mistificación del turismo y pegar un par de bufidos contra el verso del imperio celular.
Lo que está en cuestión –en superficie– es el sentido de inducir el consumo creciente de bellos medios devenidos tontos fines: “tener que salir” sin saber adónde; y necesitar hablar sin antes tener qué decirle a quién. Eso es lo aparente. Lo más sutil tiene que ver con la tramposa falacia que se propone respecto del empleo del tiempo, porque moverse cada vez más rápido y cada vez más lejos y comunicarse cada vez más seguido y cada vez más fácil parecen ser un modo de ganar tiempo. Mejor no preguntar a quién o a qué se lo ganamos. Es decir: cuando “ganamos tiempo”, ¿quién pierde?
Colguemos el celular, que ya nos tiene hartos, y veamos cómo es eso de viajar. En principio, no se necesita ser Einstein o apenas haber malentendido sus especulaciones espacio+temporales –tren fantasma o expreso imaginario mediantes– para saber o sentir que se puede viajar estando quieto, que se llega más joven a Martinica de lo que uno era cuando salió de Balvanera. Es sabido también que los días en el balneario Reta duran 36 horas y apenas llegan a las veinte en Chicago. Y cualquiera puede verificar que se tarda más en ir que en volver del primer viaje en avión. No se necesita ser el Johnny Carter de Cortázar para saber que en el trayecto de la línea D entre Carranza y Olleros es posible enamorarse, casarse, separarse y quedar resentido. Los Tres Chiflados se tomaban un taxi en Nueva York y se bajaban sacándose el polvo y la arenita al pie de las Pirámides, pero es preciso tomar un helicóptero para llegar de Esmeralda y Perón a Córdoba y Junín si no se quiere llegar al otro día.
La cuestión pasa entonces por la relación espacio-tiempo. Así, soslayando la idea de turista y rescatando al viajero según la famosa distinción del viejo Bowles, viajar no es sólo recorrer cierto espacio en determinado tiempo o, a la inversa, usar el tiempo para trasladarse de un lugar a otro, sino barajar dos dimensiones y hacer un solitario a cuatro manos con dos mazos.
Pero no siempre las manos vienen, vinieron igual. Uno, como cualquiera, tiene años y un poco se ha movido. Antes, con toda la vaguedad de la referencia personal del adverbio de tiempo, viajar –“conocer” es la palabra presuntuosa– significaba priorizar el uso y la ocupación del espacio: más lugares y más lejos, llenar el tiempo de espacios. Ahora, con toda la inasibilidad del presente, la idea es otra: conocer es priorizar la conciencia del fluir, llenar los espacios de tiempo, desacelerarlos, más precisamente.
Yo llamaría enviajecer a ese arte u oficio que intentamos, esbozo de manipulación defensiva que pretende sustituir la compulsión, esa carrera contrarreloj llena de contratiempos –demoras y aceleraciones– por la conciencia siempre presente de los contraespacios –esas zonas muertas–.
Por eso –como se usa hacer para usarnos en viaje– si nos dieran a elegir premios por millas a premios por años, nos gustaría que nos den años por años y no más millas por millas. Más ser que estar. Queremos vivir cada día abiertos y absortos como si fuera el primero, no apurados como si fuera el último.

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