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Contratapa|Martes, 1 de noviembre de 2005

Tener coronita

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
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UNO Hay raros momentos sincrónicos. Casualidades que no lo son tanto, piezas que encajan unas con otras y que, de tener perfectamente afinado un sexto sentido que está ahí durmiendo –y que de tanto en tanto entreabre los ojos– nos ayudaría a comprender mucho mejor todo lo que nos rodea y nos acorrala, y lo que nos pasó y pasa y pasará. Supongo que se trata de aquel gen que Nostradamus –quien, por las dudas, lo profetizó todo– tenía siempre alerta. Ese breve relámpago que, de tanto en tanto, nos permite adivinar cuestiones intrascendentes, como cuál será la siguiente canción en la radio o la próxima voz en el teléfono mientras, perverso, nos esconde información más útil como no aceptes ese trabajo, no te cases con esa persona, no abras esa puerta que ya no podrás cerrar.

DOS Todo esto para decir que cerca de la medianoche del pasado domingo yo estaba mirando con un ojo mi televisor donde se emitía La princesita (esa preciosa película de Alfonso Cuarón basada en el todavía más precioso libro de Frances Hodgson Burnett); con el otro ojo intentaba una vez más la imposibilidad de ordenar mi biblioteca (y desde las alturas caía mi contundente ejemplar de The Royal Family de William T. Vollmann); mientras con ambos oídos escuchaba el formidable segundo disco de una banda con nombre de archiduque (Franz Ferdinand y su You Could Have It So Much Better). Sumarle a esto que llovía (flashes retro de la mojada boda principesca de casi un año y medio atrás) y entonces me dije: “La princesa de Asturias está pariendo”. Pensado y dicho y hecho, y cambié de canal y ahí estaban todos los periodistas bajo el chaparrón con la clínica madrileña Ruber al fondo y la confirmación de que Letizia y sus contracciones ya estaban ahí adentro mientras dos tipos del servicio de seguridad entraban con un moisés y otros tantos bajaban de una camioneta una larga alfombra roja enrollada y lista para desenrollarse. Y está claro que mis poderes adivinatorios no son gran cosa porque –lo confieso– la cosa venía cantada desde días atrás y comenzaba a comerse con voracidad pac-man otros titulares en los noticieros: gripe aviaria, polémica por el Estatut catalán, bombas por aquí y por allá, Bush en problemas, Real Madrid y Barça, las agotadoras escaramuzas entre Zapatero y la tríada de monaguillos legionarios del PP compuesta por Rajoy & Acebes y Zaplana, la sequía y los huracanes, las huelgas de pescadores y camioneros... Todo eso iba desapareciendo despacio, sin prisa pero también sin pausa, y así...

TRES ... “el lunes temprano bastó un vistazo al informativo de la mañana para saber que ya todo había sido consumado y que nosotros comenzábamos a ser consumidos. Ahí, en la pantalla, un locutor enumeraba en off –mientras desfilaban retratos y fotos– los nombres y fachas y fechas de los jefes de Estado español desde los tiempos de los reyes católicos hasta ahora mismo cerrando, entre signos de interrogación, con un ¿Felipe VI? seguido por una ¿Leonor I? “Fue nena”, pensé entonces mientras ponía el agua para el café y buscaba el recorte de una encuesta donde se afirmaba que al 59,2 por ciento de los españoles le daba igual el sexo del bebé palaciego, mientras que un 30,3 quería un niño y apenas un 10 por ciento prefería una niña.
Y, claro, enseguida el Síndrome del Día de la Marmota: porque toda novedad de la Casa Real Española pareciera requerir de una compulsiva y febril y drástica y total adicción rewind. Me explico: no alcanza con decir que Leonor nació luego de 37 semanas de embarazo, que el parto fue por cesárea, que duró 3 horas y media, que mide esto y que pesa aquello. No; ocurre que el amor de los españoles por su familia real (dos de cada tres españoles no tienen ninguna duda de que la monarquía tiene el trabajo garantizado por todo el siglo XXI y que no hay necesidad alguna de vida republicana) es directamente proporcional al sadismo que ponen en práctica los ingleses para con la suya. Así que hay que demostrarles cariño; ¿y qué se les puede regalar a los habitantes del Palacio de la Zarzuela que ya no tengan? Fácil. Lo más valioso, lo que no tiene precio: tiempo. Mucho. Acumulativo. Por lo que, a la hora de informar del nacimiento de un nuevo miembro, se impone remontarse al principio del cuento, al Había una vez... del asunto. O como mínimo hasta el nacimiento de Juan Carlos I. Y así volver a pasar por su boda con Sofía, el alumbramiento de Felipe, las bodas de las infantas y los nacimientos de sus muchos vástagos, los replays de la noticia de que la chica de las noticias Letizia había sido la elegida, los preparativos para el enlace, la tormenta sobre Madrid la mañana de los esponsales y el comunicado de que la princesa de Asturias estaba embarazada (durante una carrera de Fernando Alonso), y el “susto” de días atrás, y los mensajes de la Casa Real, y la cesárea de hace unas horas, y el anuncio de que se llamará Leonor. Y volver a empezar. Y uno como Bill Murray condenado a vivirlo y revivirlo una y otra vez, preguntándonos cuándo se interrumpirá el loop, respondiéndonos que hay loop para rato; porque todo volverá a comenzar con la salida de la clínica y la foto de familia y el bautismo y así hasta el nacimiento del próximo infante o infanta (serán por encima de dos y por debajo de cinco, según lo que anunciaron) y larga vida a todos ellos. Y largos noticieros.

CUATRO Sumarle a todo esto, claro, el tema de fondo, que tiene que ver con una nueva modificación a la Carta Magna de esta monarquía constitucional y que tiene que ver con la garantía de igualdad de derechos –más allá del sexo– en la sucesión al trono. Un 81,4 por ciento de los españoles la apoyan, un 8,5 está en contra y un 10,1 por ciento prefiere pensar en asuntos del tipo cómo llegar a fin de mes o cómo pagar la hipoteca del piso. Pero más temprano que tarde también ellos sucumbirán al encantamiento. Y opinarán y sintonizarán los hoy súbitamente empalagosos y reverenciales programas de prensa rosa –por lo general teñidos del rojo escarlata de la sangre derramada a golpe de cheque a cambio de chisme– que sólo se dedicarán a repetir nimios detalles hasta el hartazgo y la satisfacción de los televidentes. Y así hasta que la realidad vuelva a reclamarle tiempo y terreno a lo real.
Mientras tanto y hasta entonces, la vida es uno de esos cuentos de hadas que nunca entendí muy bien por qué no se llaman cuentos de princesas.

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