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Contratapa|Domingo, 27 de noviembre de 2005

De la burguesía al empresariado

Por José Pablo Feinmann
Durante un tiempo, que fue otro, se soñó con una burguesía nacional. El concepto reflejaba el papel de la burguesía en los países centrales, los de un desarrollo clásico de la economía. La burguesía es nacional porque produce para el mercado interno. Al hacerlo necesita que ese mercado tenga un poder adquisitivo necesario como para tornarlo un mercado de consumo. Hay, así, una relación vital entre la producción y el consumo. No hay producción sin consumo. No hay consumo sin producción. Marx, en su Discurso sobre el librecambio, decía que el proteccionismo era un modo de lograr el surgimiento y desarrollo de la gran industria. Los países capitalistas centrales fueron primero proteccionistas y luego abogaron por el librecambio para imponerlo en las colonias o semicolonias, con lo que impedían su desarrollo industrial.
Pero entre nosotros se le concedió a la burguesía nacional un lugar relevante en un proyecto de autonomía. El razonamiento se armaba así (esto fue propio del peronismo de los setenta y de la izquierda nacional): al ser la contradicción principal del país dependiente la de imperialismo o nación la burguesía que producía para el mercado interno estaba en el campo del pueblo por tener “intereses opuestos a los del imperialismo”. En suma, la burguesía nacional era agredida por los productos imperiales que venían a disputarle el mercado interno con las ventajas propias del desarrollo. Se recurría al ejemplo del primer peronismo y a la figura mítica de Miguel Miranda, ministro de Economía de Perón. Ese primer peronismo –siguiendo el proceso de sustitución de importaciones– da un dinamismo inédito a la industria liviana. Perón lo hacía para dar trabajo a los migrantes internos que llegaban a Buenos Aires en busca, precisamente, de eso. La industria pesada no requiere mucha mano de obra. La liviana sí. Luego habrá de surgir la Confederación General Económica y en ella se nucleará esta burguesía que produce para el mercado interno y vive de él. Quien aparece entonces ya como protagonista de ese empeño es José Ber Gelbard, un burgués admirador de la Revolución Rusa. Años después –cuando regresa Perón–, Gelbard es su ministro de Economía, ya que Perón busca el desarrollo de una burguesía nacional y el de una clase obrera y media consumidora. Este proyecto se frustra por excesivas y hasta macabras razones, entre ellas el asesinato de Rucci a cargo de la ceguera de Montoneros. Muere ahí el último intento de burguesía nacional. Con la dictadura se consolida el empresariado nacional. Que es otra cosa.
Durante estos días se reunieron en Mar del Plata los empresarios nacionales. Su relación con el mercado interno es escasa. Producen para exportar y poco les importa el crecimiento económico de un mercado consumidor nacional. Es más: si hay consumo habrá inflación, algo que siempre les preocupa. Este empresariado se abroquela en un organismo que han creado y que en los sesenta se llamaba Instituto para el Desarrollo de Ejecutivos en la Argentina. La palabra ejecutivo estaba de moda en esa época. María Elena Walsh les había dedicado una canción irónica: “Ay qué vivos son los ejecutivos, qué vivos que son (...) Tienen la sartén por el mango y el mango también”. Pero IDEA cambió la E de ejecutivos por la E de empresarios. Quedo así: Instituto para el Desarrollo de Empresarios en la Argentina. No hubo ni hay ministro de Economía que no pasara por ahí para rendir cuentas. También, durante la dictadura, fueron amablemente invitados militares de modales fieros y exterminadores como el general Viola, quien disertó en 1977 sobre “La lucha contra la subversión”. Los empresarios escucharon en silencio, aprobaron y aplaudieron.
Ahora, en Mar del Plata, los empresarios, que se sintieron agredidos por Kirchner cuando el señor K denunció los aumentos en los supermercados, recibieron a Lavagna. Lavagna se manejó bien y los dejó calmos. Si esto es bueno o no para el país es arduo de saber. Dada la peculiaridad de los empresarios, no ha de ser bueno para el país si lo es para ellos. Simple: el empresariado “nacional” piensa en sí mismo, en su rentabilidad y en su crecimiento. El crecimiento de este empresariado no es el del país sino el de sus márgenes de ganancia y sus posibilidades de exportación y reinversión. La soñada y muerta burguesía nacional debía (idealmente) producir para paliar e impedir el hambre de los ciudadanos. Ahora, reducido hasta la inanición el mercado interno, los empresarios producen para los que tienen y exportan para los poderosos de afuera. Sus precios no tienen relación con la posibilidad adquisitiva de los habitantes de la Argentina sino con sus propios costos de producción y sus márgenes de ganancia. Si se han fijado un 58% de ganancia en un producto no bajarán de ahí por nada y, ante cualquier rumor de leve brisa o ventarrón inflacionario, aumentarán sus precios con el célebre “por las dudas”. Los costos del empresario argentino se elaboran como los de cualquier otro país más el ingrediente nacional del “por si acaso”. “Por si acaso añadamos un 15 por ciento más”.
Anduvo por Mar del Plata el infatigable Mariano Grondona. Fue, todavía, más duro que el más duro de los empresarios. Les dijo que estaban amenazados por un hiperpresidencialismo. Una frase que se repite mucho. Que Kirchner es personalista, hiperpresidencialista, en suma, autoritario. Con De la Rúa se quejaban de su incapacidad para gobernar. A Kirchner le reprochan su excesiva gobernabilidad. Algo debe estar haciendo bien K para que Grondona y la izquierda paleolítica coincidan en condenarlo. Lo que ha hecho bien fue enojarse con los supermercadistas. Parece que se han olvidado los tiempos en que en los supermercados a uno le arrancaban los productos de las manos para remarcarlos. Los empresarios los recuerdan y volverán a hacerlo no bien cualquier ventarrón inflacionario erosione sus sagrados márgenes de ganancia. Grondona –que es transparente en su dilatada malignidad– les dio un consejo final: les dijo que su responsabilidad social “es crecer y no hacer caridad”. Veamos estos dos conceptos: crecimiento y caridad. El empresariado tiene como meta suprema crecer. Miente cuando dice que su crecimiento es el del país. El crecimiento de un país es el de toda su gente. Un país es justo cuando alimenta a todos sus hijos. Es posible aceptar desigualdades. Concedamos: no todos pueden ganar lo mismo. Pero nadie puede morirse hambre. No es posible que la riqueza sea cada mayor para menos y cada vez menor para más. Se insiste en la teoría del derrame. Que es suicida. El derrame no llega nunca y si alguna vez llega será tarde. ¿Confió Francia en el derrame para sus “inmigrantes indeseados”?
El lenguaraz de los empresarios dijo bien: caridad. Esto es, para ellos, el derrame. El poder de un gobierno realmente popular en este país sería obligar al empresariado a ceder parte de su producción para alimentar a los excluidos, los marginados, los pobres de toda pobreza, los hambreados. ¿En nombre de qué? Del país y de ellos mismos. Si no, cuando venga el ventarrón irracional del derrame de los hambrientos, del Otro negado para el que se niega hasta la caridad, será tarde. Pero esto no lo van a entender. Hay un viejo chiste sobre una vieja señora de la oligarquía que aseguraba: “Si viene el comunismo me voy a la estancia”. Nuestros empresarios saben dónde irse si la inflación llega al desborde parisino. Tienen innumerables paraísos artificiales. Además, ¿alguien imagina el destino de un gobierno que tome una medida como la que acabo de enunciar? De un gobierno en serio, que tiene que actuar seria y dramáticamente contra la espesa realidad de este país, no de un dirigente piquetero que pide todo porque sabe que no va a llegar a nada en términos de poder real. Ese gobierno sería acusado de intervencionista, violador de la propiedad privada (todo capital es privado), de entorpecer el crecimiento de las empresas, de socialización y hasta anarquización de la economía y, en fin, de terrorismo económico, con lo cual se terminaría pidiendo la intervención del gobierno de George Bush quien, sí, intervendría y hasta podría decir, para enviar sus marines, que Osama bin Laden se oculta en, pongamos, Berazategui. Todo esto lo saben los empresarios. De aquí que en las góndolas los precios suban. Y subirán en tanto ellos tengan la sartén por el mango y el mango también. Lo que no tienen es un país. Pero el capitalismo (y hoy más que nunca) no lo necesita.

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