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Contratapa|Martes, 9 de mayo de 2006

Suma y restos

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
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UNO El pasado viernes 21 de abril, unos desconocidos saltaron las verjas del cementerio de Peralada –al norte de Barcelona–, violaron un nicho donde descansaban hasta entonces en paz los restos mortales de una mujer, sacaron el ataúd, lo abrieron, tomaron varios de los huesos allí contenidos, los pasaron a una olla con agua hirviendo sobre un fuego que improvisaron ahí nomás, se prepararon un caldito y se lo bebieron. La policía dijo no descartar ninguna hipótesis sobre el caso, cuyas motivaciones podrían ser las de “una gamberrada”, una venganza, un rito satánico o una acción obligada por los dictados de algún juego de rol. En cualquier caso, ya saben: otra vez sopa.

DOS Días más tarde se confirmaba el hallazgo –en el egipcio Valle de los Reyes, cerca de donde se encontró el sepulcro de Tutankamón– de lo que parecía ser un taller de momificación de unos 3 mil años de antigüedad. Ahí adentro y ahí abajo –sitio catalogado como KV 63, o King’s Valley 63–, sarcófagos vacíos y jarras con natrón. Zahi Hawass –director del Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto– explicó que el taller seguramente se había dedicado al tratamiento de cuerpos “de primera”. Es decir: de nobles o de faraónicos. “No hay momias”, dijo el egiptólogo Abdel Halim Nur el Din, de paso por Barcelona. Y agregó: “Pero no deja de ser un descubrimiento de gran importancia”.

TRES Donde sí hay momia es en el Museo de Allard, Montbrison, Francia. La descubrieron los periodistas de La Vanguardia y es la momia de un español momificado por los franceses en 1825. Uno de los 1600 españoles que fueron recluidos en este pueblo del Loire luego de la napoleónica Guerra de la Independencia. La hipótesis es que el hombre –tal vez un catalán– decidió quedarse en Montbrison concluidas las hostilidades y trabajar, al igual que muchos otros prisioneros españoles, como obrero subcontratado al gobierno por el aristócrata local Jean-Baptiste d’Allard en la construcción del museo del lugar. Se piensa que el “Español de Montbrison” ofició como herrero, murió en un accidente de obra y que su disección fue ordenada por D’Allard y ejecutada en París por el taxidermista Edouard Dupont, a sueldo del gran museo de Jardín des Plantes. Por aquella época era embalsamado también el “Negro de Banyoles”, exhibido durante décadas en las vitrinas del Museo Darder antes de ser devuelto a Africa y enterrado en octubre del 2000 –en el parque de Tsholofelo, en Gaborone, Botsuana–, en lo que se definió como “una tan sentida como extravagante ceremonia”. Enseguida comenzaron a aparecer trozos del “Negro de Banyoles” en París o en Madrid, como si su cuerpo por tanto tiempo exhibicionista se negara a desaparecer bajo tierra. El supuesto atractivo de la momia de Banyoles se comprende haciendo un esfuerzo políticamente incorrecto y pensando que, por entonces, la efigie de un negro podía resultarle “didáctica” a los provincianos. Por qué un herrero español fue “naturalizado” –terminología que se aplicaba al acto de embalsamar en un preparado de arsénico y sales de mercurio– por orden de un noble es más difícil de explicar, y sólo se entiende al repasar los numerosos “gabinetes de curiosidades” con que los ricos entretenían a sus visitas ilustres. Pequeños museos privados conteniendo maravillas y aberraciones de la naturaleza. D’Allard era uno de éstos y así subió a un pedestal a este español sin nombre vestido con traje y delantal, y así perdió una pequeña fortuna al adquirir una gran ballena disecada que resultó ser de cartón.

CUATRO Lo que me lleva a la cabeza del escritor Philip K. Dick. La cabeza robótica de Dick diseñada por David Hanson, fundador de Hanson Robotics. Hanson se metió en la robótica inspirado por las novelas androides de Dick y decidió invertir 25 mil dólares para honrar a su inspirador. El pasado diciembre, Hanson fue invitado por Google para realizar una demostración de la cabeza de Dick en las oficinas centrales de la compañía en Silicon Valley. Hanson se olvidó la cabeza –perdió la cabeza de Dick– en el avión, dentro del compartimento para equipaje de mano, y, cuando se dio cuenta, llamó a la aerolínea donde se le informó que la cabeza de Dick estaba guardada en una caja de seguridad. Pero no. Cuando llegó Hanson a recogerla, la cabeza había desaparecido y nadie conoce su paradero hasta la fecha. Todo esto fue informa- do por la revista Wired y colgado en su blog (elforastero.blogalia.com) por mi amigo Miguel Esquirol, quien ha convocado al concurso ¿Dónde está la cabeza de Philip K. Dick, Dr. Hanson? Más detalles e información aquí: http://whereisdickshead.blogspot. Una cosa está muy clara: Dick estaría encantado con todo esto.

CINCO Y, claro, por ahí andan los animales disecados de Damien Hirst y los cuerpos humanos donados a ese artista austríaco para ser “esculturizados” con cartelito de Do not touch / No tocar. Y por qué fue que me puse a pensar y contar y sumar todo esto, todos estas momias unplugged y electrónicas. Tal vez porque nací en un país ceniciento, siempre en los huesos y adicto al tráfico de reliquias y osamentas. O tal vez todo esto tenga que ver con haber estado expuesto, a lo largo del fin de semana, a la última temporada completa en DVD de esa gran serie/novela americana que es Six Feet Under. Ya saben: los velorios, entierros, embalsamamientos y cremaciones de la funeraria familia Fisher. Uno de los contenidos extra incluidos en el último de los discos no sólo constituye una gran idea, sino que resulta más que interesante: un documental sobre el impacto del programa en la sociedad en el que son entrevistados varios dueños de empresas de pompas fúnebres. Allí, hombres y mujeres del gremio señalan las bondades de Six Feet Under, destacan su documentación y apuntan, lateralmente, algo interesante: nuestra idea de la muerte ha evolucionado más que nuestra idea de la vida. Es decir: cada vez le dedicamos más tiempo al futuro de nuestros restos. Por lo que todo parece indicar que del polvo venimos, pero cada vez son menos los que quieren volver al polvo. Y a muchos ni siquiera se les pregunta cuál es su última voluntad a respetar porque al final –después del final, caldo o momia o transistores– lo que acaba imponiéndose es el deseo de los mismos vivos de siempre.

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