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Contratapa|Viernes, 12 de mayo de 2006

De precoces prodigios pródigos

Por Juan Sasturain
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Cuando juega, el notable y pendejísimo Lionel Messi juega cada vez mejor, se la banca, nos hace soñar. Pero no basta con que haga tan bien lo que hace en la cancha de fútbol, disfrute y nos haga disfrutar. Los agoreros/profetas habituales necesitan inventarle un estrellato a plazo fijo, lo incorporan innecesariamente a un ranking apresurado, le ponen objetivos para poder reclamárselos después como obligaciones. Así son estas enfermas, repugnantes costumbres actuales.

Entre tanta franela hispanoargentina, calumnia pirata y bocinazo periodístico generalizado, no pudo faltar, aprovechando repercusiones, la nota en el barrio de Rosario donde nació, se crió y aprendió a jugar al fútbol este petiso diferente. El momento ideal fue tras aquel memorable partido Barcelona-Chelsea jugado en Londres, previo a la molesta lesión que lo hostiga todavía, esté acá o allá. En la nota evocativa hablaron parientes y vecinos unánimemente orgullosos y prendidos a la tele, se recordaron hazañas y precoces habilidades, y en algún momento el cronista no pudo evitar calificar al nene como “hijo pródigo” del barrio y la ciudad.

Del mismo modo, y hace unos meses también, al fin de la pasada temporada, después de ganarle a Federer la interminable final del Master de Shanghai, David Nalbandian cobró un cheque, se probó un auto, besó a la novia y a la mamá –seguramente todo sucedió en otro orden– y después volvió a la Argentina. Terminó viajando a Unquillo, el pueblo cordobés donde nació, se crió y aprendió a jugar al tenis (ahí sí, seguramente que en ese orden). Lo recibieron con previsible cariño y entusiasmo, fue una fiesta, y no faltó el cronista que, con la misma buena intención y ligereza, calificara al rubio David de “hijo pródigo” de la ciudad. Incluso hubo quienes lo asociaron en esa misma bíblica condición con Lino Enea Spilimbergo y Gerardo López –un pintorazo, un tenor fronterizo– que, según parece, también alguna vez nacieron allí, alguna vez se fueron y alguna vez volvieron famosos. Porque a eso –se supone– hace referencia la prodigalidad que comparte con el hábil petiso del Barcelona.

Y me parece que no es así.

Como se sabe o debería saberse, la del hijo pródigo es una de las parábolas más hermosas que utilizó Jesús durante su predicación. Un padre rico tiene dos hijos. Uno de ellos permanece junto a él durante años y lo ayuda en su negocio, lo acompaña en su trabajo, mientras el otro se va de la casa, despilfarra el dinero, tira manteca al techo durante años. Cuando al cabo de mucho tiempo el que se fue regresa –tangueramente– pobre y vencido, el padre lo abraza feliz, hace una gran fiesta y lo colma de regalos. Es ahí cuando el hijo que había permanecido junto a él, entre desconcertado y furioso, se lo reprocha. Entonces el padre reivindica, por encima de toda otra consideración, la alegría de la recuperación de aquel cabeza fresca a quien creía perdido.

Así, como un Padre amantísimo –explica Jesús– reacciona el Dios del Nuevo Testamento; ésa es la escandalosa novedad del perdón que trae su Hijo. Como en la parábola de la oveja descarriada, con el pastor que deja el rebaño entero de las obedientes para ir tras esa única atorranta que se le perdió, la idea del perdón agrede al supuesto buen sentido, revoluciona la lógica de la reciprocidad y la contraprestación de algún modo interesada. Si amar es no tener que pedir perdón, como dijo algunos milenios después el morboso Erich Segal, no hay amor mayor que el de Quien perdona siempre, por más bardero que sea el destinatario.

Porque el título de “Parábola del hijo pródigo” –una denominación posterior, como todas, puesta por los castizos traductores– no menta el regreso sino la actitud inicial del que se fue... “Pródigo”, en buen castellano, quiere decir “generoso” o, más aún, “desprendido”, incluso “despilfarrador”. Es decir que el hijo es “pródigo” por el hecho de no haber cuidado el patrimonio paterno, de haber sido imprevisor. Si se fue ovino o se quedó en la casa, no es algo que tenga que ver con su prodigalidad... De ahí que sea una soberana burrada calificar de “hijo pródigo” a cualquiera que haya nacido en un lugar por lo general no calificado y tras triunfar lejos de allí, regrese a casa y sea recibido, ya famoso, con los brazos abiertos.

Lo que debe pasar es que en algún lugar y momento se comenzaron a entreverar los “prodigios” (raros fenómenos) con los “precoces” (de pleno desarrollo temprano) que necesariamente se iban lejos buscando dónde desarrollarse y alguna vez volvían a casa. Y, como es el caso de Messi, de Nalbandian, no eran “pródigos” habitualmente. Por el contrario: vuelven a casa no a que los perdonen después de reventar bienes y años sino a repartir besos y recibir aplausos, incluso a invertir unos buenos mangos en la zona. En la cultura popular, el único personaje que con pleno derecho responde a la categoría de “hijo prodigo” es el protagonista de un famoso tango de Cobián y Cadícamo: “La casita de mis viejos”. Más allá del despropósito del “viejo criado”, la letra que cualquier lector puede tararear para sí mientras lee estas líneas cuenta en primera persona una variante tanguera de la parábola evangélica. La que tras las “locuras juveniles” lo perdona –se aclara: “en esta vida”– es la madre, esa Vieja que, como se sabe, es el único Dios sobre la tierra. Chan chan.

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