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Contratapa|Miércoles, 2 de agosto de 2006
MEDIO ORIENTE

Un tema complicado

Por Noé Jitrik
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Empezar una reflexión sobre el conflicto árabe-israelí con una frase de Macedonio Fernández puede parecer un sarcasmo o, al menos, una ironía. Pero tiene sentido si se la lee con atención: “Lo más importante de todo es el saber Gobernar Poco, pues no hay que perder la esperanza de que alguna vez Nadie Gobierne”.

Quiere decir, nada menos, que el gobernar mucho es cosa de “alguien” y, en consecuencia, si eso no es importante, pues lo importante es el “nadie Gobierne”, es también cosa de muchos y esos muchos configuran el Estado. De modo que en esta lectura el mal es el Estado y, al mismo tiempo, siendo realistas (¿lo era Macedonio?), es imprescindible.

Pero ni tan mal ni tan bien ni tan imprescindible: sólo tiene el peso de lo real cuyo sentido, en teoría, es procurar el bien de esos muchos, o sea de los individuos. ¿Lo logra? En muchas ocasiones el Estado, hacia adentro, aplasta al o a los individuos; en otras, hacia afuera, entiende que los otros Estados son un mal absoluto cuyo objetivo es destruirlo. A veces las dos cosas se reúnen: para sostenerse y defenderse debe, por un lado, aplastar a los individuos cuyo bien deben procurar y, por el otro, aplastar a otros Estados respecto de los cuales teme las agresiones o sea que las inventa para consolidarse.

Y si éstas son razones, que Hegel no aceptaría, se podría clasificar a los Estados en más o menos mal para adentro, o sea cuán protectores sean de los sujetos, o más o menos mal para afuera, o sea cuán agresivos puedan llegar a ser. Depende, desde luego, de los fundamentos de su constitución y eso hace las diferencias, relativas por supuesto, ya que ni su imprescindibilidad ni su maldad, y a veces su bondad, alteran su índole, de la cual se puede esperar cualquier cosa; la historia lo muestra con generosidad.

Así, por ejemplo, una cosa es si el Estado resulta de una asociación de hombres libres, vinculados solamente por un común deseo de que lo que se haga pueda ser generalizado con el menor daño posible tanto para los de dentro como para los de fuera, y otra muy diferente, si su fundamento es un presupuesto de identidad, de raza o de religión, lo que se conoce como fundamentalismo, para sostener el cual, bien pueden los individuos ser sacrificados o los otros Estados destruidos. Por esa razón, es previsible que todos los Estados de origen fundamentalista actúen de manera similar, opriman a quienes adentro no compartan ese fundamento y combatan sin piedad a los que, afuera, apelan a un origen basado en otro fundamentalismo.

Es lo que está ocurriendo, creo, en Medio Oriente, aunque pareciera que un solo Estado está involucrado, el de Israel, mientras que enfrente sólo hay un cúmulo de reivindicaciones que pareciera que deben tender a constituir un Estado, no a otra cosa. A menos que lo que está ocurriendo, me resisto a creerlo, sea un elemental enfrentamiento a-ideológico, sólo religioso, o racial, o étnico de tal magnitud que todo “otro” es visto no como alguien con quien hay que llegar a un acuerdo sino como un enemigo a destruir, de acuerdo con las leyes que determinan la existencia de los Estados. O a menos que, y también me resisto a creerlo, se trate sólo de un megaconflicto de naturaleza económica según la cual uno de esos Estados defiende una causa perversa, a saber la posesión de poderosas fuentes energéticas por otro Estado, que lo protege; y el otro, o lo que llegaría a ser un Estado, está empeñado en una causa altruista, desinteresada o, en el mejor de los casos, de defensa nacionalista de bienes propios.

Por esa razón, lamentarse de que tan luego los judíos, que tanto han sufrido a lo largo de la historia, lleven a cabo operaciones militares de gran crueldad es un producto de una vulgar mala conciencia y en consecuencia una falsedad: quien ejecuta tales operaciones no son “los judíos” sino un Estado que actúa con una lógica de Estado y no una comunidad que, teóricamente, debería estar destinada al bien supremo dados los fundamentos que les dan identidad; los judíos, como los islámicos y otros especímenes, son sólo seres humanos cuyas razones para actuar son tan sublimes como miserables, todos sin excepción: lo peor y lo mejor en un solo envase humano. Invocar, por lo tanto, la excepcionalidad tanto de árabes como de israelíes es hacer racismo al revés, es fomentar un sentimiento tremendamente difundido acerca de modos de ser que los habrían hecho eliminables desde las ópticas más repugnantes que ha conocido la humanidad. En otras palabras, exigirles comportamientos especiales fuera de una lógica de Estado, de bien común y de convivencia, es demasiado, en un conflicto de excepcionalidad contra excepcionalidad nadie puede ceder y, sin embargo, ceder es lo que corresponde.

En suma, no es por árabes que los palestinos atacan a Israel sino por su voluntad de constituirse en un Estado capaz de enfrentarse al Estado de Israel; no es por otra razón que se han resistido, muchos de ellos, a admitir la existencia misma del Estado de Israel y se empeñan en atacarlo aunque no logren todavía destruirlo. No es por judíos que los israelíes atacan a Hezbolá o a Hamas sino porque no encuentran otro medio de conjurar el miedo a un Estado posible que atacarlos con todo lo que tienen. Frente a cada situación concreta podrían actuar de otro modo pero no lo hacen, la imaginación es sustituida por el furor así como les falla a los Hezbolá o Hamas si es que éstos quieren obtener la constitución de Estados racionales que puedan tener relaciones sensatas con los demás, incluido Israel.

Pero en numerosos observadores de esos cruentos enfrentamientos predomina la técnica de la toma de partido; o creen ciegamente que Israel actúa bien y que los árabes son sólo un obstáculo y no que forman parte del conflicto ni que sean víctimas de él, lamentables –niños, ancianos, mujeres, civiles, hospitales, caminos– en el mejor de los casos, o creen que Israel actúa mal porque ha renunciado a la memoria de un sufrimiento ancestral y debe, frente a un ataque, por suicida o por misil, admitir su culpa, desgarrarse las vestiduras, “comprender” y poner la otra mejilla puesto que su religión los obliga a ser piadosos. ¿Se le exige lo mismo al Islam? Así el conflicto no tiene salida, no es distribuyendo adhesiones que se la encontrará; es increíble pero sucede: ciertos fundamentalismos son vistos con benevolencia y otros no, aunque sus comportamientos y fines, por más antagónicos que se presenten, sean equivalentes y paralelos.

En conclusión, no parece que hubiera otra salida que ceder, cada parte, y soportar la idea de que se trata de Estados, en un caso de sobrevivencia, en el otro de constitución. Mientras no se llegue a ese punto y no aparezcan en el horizonte recíprocas concesiones proseguirá el terrible espectáculo de poblaciones destruidas, de incontables muertos y heridos de ambas partes. Y, lo peor, quedará deteriorado por mucho tiempo el futuro, se habrá de “perder la esperanza de que alguna vez Nadie Gobierne”. O, si los respectivos dioses así lo quieren, no quedará nadie para gobernar.

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