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Contratapa|Lunes, 21 de agosto de 2006

De Brecht a Schumacher

Por Juan Sasturain
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Dicen las encuestas que los alemanes de hoy casi no conocen a Bertolt Brecht. Ya nadie lo lee, sus obras casi no se representan en Alemania, algunos recuerdan haberlo leído en el colegio hace años y dicen que era un poco “deprimente”. Seguramente algo exageran –las encuestas, digo– pero en general debe ser así nomás. Porque es indudable que Brecht es un tipo incómodo; tanto para tenerlo enfrente como para suponer que se lo tiene al lado. Sobre todo en estos tiempos alisados a fuerza de mercado y alineamiento ideológico compulsivos. Además, su ninguneo no sólo sucede en Alemania: hace tiempo ya que Brecht no está de moda, no es cita y mención de referencia. Y lo fue, largamente, al menos hasta los setenta con todo; después, menos. La caída del Muro y del eufemístico “socialismo real” terminaron de hacer el trabajo.

En la revisión alevosamente interesada de aquel proceso, Brecht quedó pegado y con razón al stalinismo del indigesto régimen de la RDA –vivió en Berlín Este desde 1948 hasta su muerte, hace exactamente en estos días medio siglo– y no sólo eso: se ha hecho un lugar común denigrarlo como persona a partir de temas puntuales, sensibilidades propias de este tiempo. Sin ir más lejos, la alevosa utilización de sus ocasionales mujeres, que fueron varias, simultáneas y funcionales –se dice– a su capricho y necesidad intelectual. Un desalmado, dicen: un terrible hijo de puta, este Brecht.

Y puede que algo o bastante de eso haya, claro que sí. Pero matizado. No es como para adherir a panfletos repulsivos y torpes como el que le dedica en su capítulo de Intellectuals el miserable de Paul Johnson, pero sí cabe conceder que el hombre pasó por la vida dejando, entre otras cosas, el tendal de faldas. Debe haber sido insoportable. Pero es que lo fue en todos los órdenes: Brecht es absolutamente revulsivo pero sin la mínima concesión nihilista; su pragmatismo antirromántico limita con el cinismo, ya que es capaz de desarmar con aparente frialdad los más hermosos castillos sentimentales e ideológicos. Se dedicó a poner las cosas, siempre, en otro plano de análisis que el habitual. Precisamente, lo que deslumbra de Brecht es su capacidad increíble de ver los problemas desde un ángulo siempre diferente, distanciado, irónico, con la perspectiva que le daba una lucidez que trascendía largamente la ortodoxia marxista, las leyes de la dialéctica, las razones de Estado, las políticas del partido y cualquier otro catecismo propio de los regímenes y de las burocracias a los que adhería y que formalmente lo “representaban”. En fin: es alguien que dejó cuanto encontró, todo patas para arriba. Sólo tipos como Benjamin o Barthes –y no los escribas funcionales de derecha e izquierda– han descripto con la adecuada perspicacia su originalidad de pensamiento, palabra y obra.

A esta altura acaso haya llegado la hora de reivindicar, sin pudores y asumiendo sus contradicciones, algunos aspectos de su obra soslayados, opacados por los esplendores de la dramaturgia y el brillo de la teoría. Brecht fue, por un lado, un poeta extraordinario que utilizó las formas populares, subiendo a Villon al escenario del cabaret, juntando a los poetas chinos con la lucha de clases. Por otro, fue un cultor ejemplar del relato breve, del apólogo moral, esa especie de breviario de un marxista zen que son las Historias del señor Keuner. Así, aunque nadie pusiera en los escenarios del mundo Madre Coraje o Galileo Galilei, siempre quedaría la posibilidad de leer las reflexiones del señor K “Sobre los sistemas” o “El derecho a la debilidad”. Y ni hablar –para los que se lo saltearon en este aspecto– de la sutileza casi oriental de sus últimos, críticos poemas. Por ejemplo, en La solución, dice con imperturbable ironía: “Tras el alzamiento del 17 de junio / el secretario de la Unión de Escritores / mandó repartir panfletos en la avenida Stalin / en los que se leía que el pueblo / había perdido la confianza del gobierno / y que sólo redoblandoel trabajo / podría reconquistarla. ¿Pero no sería / más simple que el gobierno / disolviera al pueblo / y que eligiera otro?”. Y en el famoso El cambio de rueda: “Estoy sentado al borde de la carretera, / y el conductor cambia la rueda. / No me gusta el lugar de donde vengo. / No me gusta el lugar a donde voy. / ¿Por qué miro entonces el cambio de rueda / con impaciencia?”

Versos que hoy no podría firmar ni entender –entre otros famosos alemanes de estos unidireccionales, velocísimos tiempos– el incombustible Michael Schumacher.

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