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Contratapa|Lunes, 4 de septiembre de 2006
HISTORIAS CON GALOCHAS

Canuto I, el gran tenedor

Por Juan Sasturain
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Es sabido que los exagerados galochas, pobladores intermitentes de las fuentes del Orinoco, fueron siempre una tribu –si cabe la calificación–- abierta a las innovaciones. En su opúsculo Acumulación y despilfarro entre los galochas: las reformas de Canuto I, el gran tenedor, el profesor Augusto Mercapide, máxima y única autoridad reconocida en la cultura de este pueblo singular, desarrolla la idea de que puede describirse la evolución socioeconómica de los galochas a partir de la aparición sucesiva y la combinación en uso y abuso de tres utensilios básicos –cuchillo, cuchara y tenedor– cuyo significado va mucho más allá de la mera función instrumental en el acto de comer.

Saltándose limpiamente a Levi-Strauss y Melanie Klein con la garrocha de una brillante intuición jamás corroborada por certeza alguna, el profesor Mercapide describe tres períodos o momentos en la cultura galocha: el tiempo del cuchillo o de los cazadores, el de la cuchara o de las liquidadoras y –finalmente– el del tenedor o de los acumuladores.

Es lógico que cuando los galochas aún constituían una tribu de simples cazadores, el que poseía un mejor cuchillo cazaba mejor, cortaba primero, se quedaba con el pedazo más grande e intimidaba en consecuencia al resto. Durante esa época hubo jefes legendarios como Filoso el Expeditivo, que hicieron del uso y abuso del utensilio la clave de su supremacía. En esa época estaban los que tenían cuchillo y los que no lo tenían; así de simple. Fueron tiempos bárbaros.

Las necesarias migraciones, aunque más no fuera estacionales, obligaron a desarrollar tecnologías de traslado, con lo que los inventores y poseedores de vasijas –para el agua, sobre todo– alcanzaron un status si no equivalente al menos competidor respecto de los munidos de cuchillo. De ahí surgen clases diferenciadas y complementarias, sobre todo desde que del concepto de vasija se deriva, a partir del desarrollo en escala menor de la función colectora, el segundo utensilio: la cuchara.

Con la aparición de la cuchara, los roles y funciones se estabilizan. La asimilación de los utensilios a símbolos de género –hombres con cuchillo, mujeres con cuchara– se hizo evidente a partir de allí. Cazadores/proveedores de caza y liquidadoras (sic)/proveedoras de líquido, ambos necesarios y recíprocos consumidores también, como sostiene Mercapide, se alternaron en el gobierno tribal.

Así, la irrupción de las formas más primitivas de la agricultura y los ocasionales períodos de sequía otorgaron supremacía a las liquidadoras. En ese sentido, es célebre el riguroso reinado de Gárgara II, conocida como “La Gotera” por su inflexibilidad en la administración de los líquidos. A la inversa, la bonanza del clima, con lluvias y mucha caza, coincide con la hegemonía de los cazadores. Como dos polos alternantes y equilibrados –-una cupla, en términos físicos–, cuchillo y cuchara convivieron y se alternaron armónicamente de mano en mano durante prolongados períodos. Hasta que apareció el tenedor.

Cuenta una leyenda que el profesor Mercapide recoge en el voluminoso tercer tomo de Las mil y una siestas. Cuentos, tradiciones y mentiras galochas que el invento o descubrimiento del tercer utensilio fue mérito o casualidad que favoreció a un oscuro galocha, Canuto, un haragán históricamente conocido él mismo como “el tenedor”.

Hay dos teorías sobre el origen: el tenedor como suma de (puntas de) cuchillos o el tenedor como rotura de cuchara, resultado no deseado de un utensilio astillado. En un caso por exceso; en el otro, por defecto, es tradición galocha que el tenedor apareció por primera vez en manos del astuto Canuto y nada fue igual desde entonces.

Primero, porque el nuevo utensilio generó una nueva función: retener, fijar, sujetar, y segundo porque el tenedor del tenedor –poseedor al cuadrado– adquirió una celebridad y popularidad crecientes que llevaron a sobredimensionar su importancia. Así, aunque en apariencia el novísimo útil sólo cumplía una tarea complementaria respecto de la del cuchillo, la paulatina e irrefrenable vocación acopiadora del proverbial Canuto hizo del tenedor (un momento, una función transitoria vinculada al consumo inmediato) un estado semipermanente. “De tenedor a retenedor sólo hay una sílaba y un paso –dice un casi indignado Mercapide– que Canuto I, una vez devenido jefe, no vaciló en dar.”

No es necesario ser demasiado perspicaz para advertir que el gobierno de los tenedores convertidos rápidamente en acumuladores (de la caza, de los cultivos, de los líquidos) produjo una poderosa clase no productiva de culo pesado y costumbres soberbias. Encastrados como intermediarios necesarios entre cazadores/liquidadores y consumidores, los tenedores se convirtieron, con Canuto I, en árbitros y beneficiarios privilegiados del sistema. Una auténtica pesadilla de agobio para el resto. No podía perdurar.

Así, el reinado del Gran Tenedor terminó bruscamente: hartos de que los intermediarios encanutaran –de ahí viene el verbo– los bienes de todos como si fueran suyos, los saludables galochas amenazaron a Canuto I con pasarlo a cuchillo, hervirlo y tomarse el caldo (con cuchara, claro).

No fue necesario. El Gran Tenedor también había acumulado, durante su reinado, ingentes dosis de casi cínico buen sentido. Se tomó el buque Orinoco arriba y –según la leyenda que recoge Mercapide– puso una fábrica de tenedores de la que los felices galochas nunca tuvieron noticias.

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