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Contratapa|Viernes, 13 de octubre de 2006

La sonrisa interminable

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
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UNO Durante muchos años –creo que desde los inicios de su presidencia hasta casi el final de su vida– el mensuario norteamericano Esquire solía publicar, una y otra vez, sin motivo alguno, una foto de Richard Nixon partiéndose a carcajadas acompañada de la insistente pregunta a modo de título/epígrafe: “¿Por qué se ríe este hombre?” El chiste era uno de esos chistes que funcionaba por insistencia y repetición pero, también, porque planteaba un interrogante cuya respuesta era obvia. Y, por lo tanto, graciosa. Richard Nixon se reía de todos los norteamericanos y de buena parte de los habitantes del resto del mundo.

Y es que las motivaciones que accionan los engranajes de una risotada suelen ser, por lo general, obvias. Mucho más difícil resulta discernir las razones o la falta de razón detrás de una sonrisa. Lo que nos conduce, una vez más, por los pasillos del Louvre, a ese célebre cuadrito colgado de esa pared, sitiado por japoneses y por adictos a códigos que les revelen lo que siempre supieron: que hay gente dispuesta a creerse cualquier cosa y que se lo creen con la más embobada da las sonrisas.

DOS En su libro The Face, Daniel McNeill se refiere al misterio de las sonrisas. McNeill precisa que la imprecisión de la sonrisa aparece en nuestros rostros casi desde el día en que nacemos y que resulta nuestro rasgo más inmediatamente identificable incluso desde distancias considerables. Así, vemos antes una sonrisa que una nariz grande o unos ojos azules; y nuestras primeras sonrisas son las más misteriosas de todas porque resulta imposible saber a qué se deben. Recién entre la quinta semana y el cuarto mes de vida –según McNeill– la sonrisa se vuelve “social” y se convierte en un instrumento indispensable tanto en las relaciones humanas como en las novelas de Tolstoi, probablemente el más talentoso escritor de sonrisas en toda la historia de la literatura.

Y se supone que una sonrisa es muestra de buena voluntad pero pocas cosas más ambiguas o traicioneras que una sonrisa. Porque –el estudioso Paul Ekman ha contabilizado dieciocho tipos de sonrisas con numerosas variaciones y subclases– hay sonrisas despectivas y sonrisas avergonzadas y sonrisas falsas y sonrisas torcidas como la de Elvis y, volviendo a lo del principio, está la maldita sonrisa de la maldita Gioconda que, probablemente, sea la sonrisa más discutida y acerca de la que más teorías e hipótesis se han propuesto. Y nada hace pensar que esto –esta necesidad de imaginar sobre lo inimaginable– vaya a cesar alguna vez porque, seguro, no hay pasatiempo más divertido que la exploración de esta sonrisa regalada a la que todos, aunque no sean visibles en el cuadro, le miran los dientes.

TRES En la que tal vez sea su mejor canción –“Visions of Johanna”–, Bob Dylan arriesga que “Mona Lisa debe tener los blues de la autopista, te das cuenta por el modo en que sonríe”. Cole Porter enumera a su sonrisa como una de las grandes cosas del universo en “You’re the Top”. Nat “King” Cole la tradujo a una de las mejores baladas dulzonas jamás cantadas y abundan las mutaciones de la dama con firmas de Dalí, Duchamp, Warhol y que pase el que sigue hasta llegar a los Muppets o los Simpsons. Aquí y ahora, pocos discuten el hecho de que La Gioconda sea la pintura más famosa del mundo tal vez porque es una de las pinturas de las que menos se sabe. ¿Era una mujer? ¿Era un hombre? ¿Era una versión femenizada de Leonardo o se trata de Caterina, madre del artista? ¿Le dicen La Gioconda porque el modelo fue Lisa Gherardini, la esposa del mercader Francesco del Giocondo o porque gioconda es una forma de decir “jocosa”? ¿O en realidad es Isabella de Aragón, duquesa de Milán? ¿Está completa o es el fragmento recortado de un lienzo mayor? ¿Le agregaron el fondo a posteriori? ¿Contrató Leonardo a cómicos que alegraran a la noble mujer mientras posaba largas horas? ¿Quién sabe? ¿Importa saberlo?

CUATRO Y días atrás leí en un diario –noticia a toda página– el siguiente titular: Mona Lisa desvela su secreto: Un estudio revela que “La Gioconda”, de Leonardo Da Vinci, se encontraba en período de lactancia. Y ahí, en El País, en un artículo firmado por Ian Austen, se nos informa que “el análisis científico más importante realizado en los últimos 50 años al cuadro ha descubierto algunos secretos inesperados”. Y a continuación se nos cuenta que Bruno Mottin –conservador del departamento del Centro de Investigación y Restauración de los Museos de Francia– ha llegado a la conclusión, a partir de una casi invisible “gran túnica de gasa transparente que se puede ver, en parte, a la derecha del cuadro” es posible asegurar que la dama retratada se encontraba embarazada o en período de lactancia. Según Mottin, “este ropaje transparente, casi invisible pero que es posible distinguirlo si se sabe lo que se busca, lo llevaban las mujeres que esperaban o estaban a punto de tener un hijo”. Mottin también precisa que cabe asegurar que “las nuevas imágenes captadas demuestran que, en cierto momento, sus manos estuvieron apretadas y no en posición relajada y que era como si fuese a levantarse de la silla”. El mismo artículo nos anuncia que el desarrollo de nuevas tecnologías no hará otra cosa que arrancarle nuevas y sorprendentes revelaciones a un cuadro que –explica David Rosand, historiador de la Columbia University– “nunca se ha limpiado y está sorprendentemente sucio”. Así que ya saben: pronto sabremos para qué se quiso levantar la Mona Lisa, qué comió esa noche y dónde solía ir de vacaciones de acuerdo con la pigmentación oleaginosa de su bronceado.

En lo personal –tengo entendido que hasta hay una especie de anti-Nobel que todos los años se otorga a la investigación científica más absurda e innecesaria–, lo que a mí no deja de sorprenderme es semejante pasión y curiosidad a la hora de querer dilucidar lo que no hace falta, lo que no agrega nada, lo que aportará ninguna explicación al asunto porque difícil que gente capacitada y muy racional pueda comprender lo que se esconde tras los velos transparentes o no de esa manifestación noble de lo que –-por poco común– no es otra cosa que una aberración singular, a la falta de mejor nombre, hemos dado en llamar genio.

Puestos a buscar explicaciones, la verdad que a mí me interesa saber por qué grita el cuadro de Edvard Munch. Aunque, claro, la respuesta es mucho más obvia y sencilla: El grito grita cada vez que nos paramos frente a él. Motivos no le faltan.

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