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Contratapa|Lunes, 6 de noviembre de 2006

Frontera

Por David Viñas
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De Pancho Villa me acordé y de sus cruces beligerantes a través del límite entre México y Estados Unidos. Semejante imagen previsiblemente me la provocó la decisión de Bush de construir una muralla para resolver el problema de “los indocumentados latinos” (que así los llaman por esos lados). La figura del revolucionario popular, además del caballo abalanzado frente a las puertas de Chihuahua, venía acompañada de una banda de sonido: los versos más insolentes de “La Adelita” entre algún párrafo de John Reed o varios capítulos sobresaltados de “El águila y la serpiente”.

“Un bandolero era ése”, me corea una voz desde la derecha. Otra voz benévola, socarrona, replica desde el cateto opuesto: “Pero bien que los alarmó a Wilson y al general Pershing al cruzar la frontera por donde se le frunció”.

Durante los años de nuestra última dictadura militar anduve trabajando por California; y no eran voces aisladas las que se escuchaban hablando de la frontera; mis alumnos –y eso explica mi presencia por esa zona– eran todos hijos de mexicanos. Los Angeles y Sacramento, San Diego y San Francisco eran, y son, un pasado de coros inquietantes en una toponimia que va enhebrando las antiguas misiones franciscanas asomadas al Pacífico.

“¿Qué? ¿Ahora hasta a Hollywood lo reivindican los mexicanos?” De nuevo se me insinúa la voz que habla con propiedad.

Como en un ping pong rebotan del otro lado: “Pero, mi querido, si hace por lo menos un siglo que la cosa pasa por Arizona y Nuevo México hasta desembocar en Texas”.

Crovatto, el antiguo anarco californiano, me señaló los costados de la carretera: en todos los surcos los chicanos se agachan y se alzan como siguiendo el subibaja de las extractoras de petróleo:

“Se sabe de memoria. Todos lo saben –y me acercó mucho la cara casi echándome el aliento–: de la mierda y de los surcos se ocupan los mexicanos.”

Después nuestro anarco carpintero agregó con un gesto bruscamente envejecido, que los gringos los necesitan, que ni poniéndose guantes de amianto hacen esas faenas. “Se sabe, se sabe –reflexionó hundiéndose un dedo en la boca–: Nuevo México –dijo–, Texas, los franceses, Juárez... –aludió sin nostalgia–.” Y fue dibujando un triángulo en el aire: “La base es la frontera; de Tijuana hasta más allá de Monterrey, hasta el gran Golfo, avanzan todos los días. Sus mujeres van pariendo mientras las gringas ya no aguantan andar con la panza hinchada. A los grandes lagos llegan. Van siendo más que los negros. Los grandes lagos”, repitió Crovatto sin señalar hacia el Norte.

–¿Y por Canadá?

–Ya se instalaron más allá de Chicago.

Crovatto recogió una naranja del suelo; intentó morderla, pero se frunció hundiéndose un pulgar en la boca: “El paladar”, explicó señalándose los labios. Después se sentó en uno de los surcos, se quitó los borceguíes y se fue acariciando los dedos de su único pie sano:

–¿Usted lo admira? –y me palmeó el hombro.

–¿A quién?

–¿Cómo a quién? A Villa.

Adopté un tono profesoral que me inquietó:

–Me gusta la foto en que está sentado en el sillón presidencial –dije.

–¿Al lado de Emiliano?

–Ahá.

Crovatto contempló la línea de la frontera; tenía un aire soñador: una patrulla en su yip iba hasta una casilla roja, giraba lentamente, y enderezaba hasta una tranquera. Una y otra vez. “Un autito de juguete”, calculé.

–Los gringos gays cruzan por Tijuana –murmuró Crovatto–. ¿Lo sabía?

–Uno me invitó a ir con ellos –le advertí–. Del otro lado compran café mexicano, medialunas, escuchan alguna banda de mariachis...

–Turismo –sentenció Crovatto y se contempló el pulgar de su pie desnudo. Marcó un largo silencio; parecía desalentado.

–Porteñoide –me dijo de pronto.

–Diga.

Crovatto se había puesto de pie y se frotaba las manos:

–¿Se animaría a cruzar la frontera a lo Pancho Villa?

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