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Contratapa|Domingo, 12 de noviembre de 2006

Sophie Scholl

Por José Pablo Feinmann
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Sophie Scholl hizo algo que la casi totalidad del pueblo alemán no hizo. Enfrentó al régimen de Hitler. Había miles –o más que miles– de razones para no hacerlo, ella lo hizo. Esto desciende sobre todos como una sombra, como una niebla que cubre las conciencias y señala dolorosamente. ¿Por qué no hice yo lo que Sophie Scholl hizo? Aunque serán muy pocos los que se pregunten algo así. La mayoría tiene su respuesta a la mano: era imposible. Era morir. Era demencial. Yo tenía hijos, una mujer. Pocos se atreverán a más: tenía miedo. O a más: fui un cobarde. O mentirán: no sabía nada. O dirán la verdad: estaba de acuerdo con lo que pasaba. Hitler nos había sacado de la humillación del Tratado de Versalles, frenaría a los soviéticos listos a arrojarse sobre Alemania y castigaría a los judíos de las finanzas, que se devoraban a la patria y hambreaban a nuestro pueblo. Pero Sophie sigue ahí, incómoda: ella pudo; los otros alemanes, no. Incluso la secretaria de Hitler ofrece una confesión sincera. Traudl Junge, que tiene aproximadamente la edad de Sophie cuando entra a servir a Hitler, se exculpa a causa de su juventud. De pronto, dice: “Pero Sophie Scholl tenía mi misma edad y se atrevió a enfrentar a Hitler”.

Estos apuntes tienen el disparador de una película alemana estrenada entre nosotros durante los días que corren. Los alemanes empiezan –desde el cine, ahora: lo han hecho desde otros ámbitos– a revisar la historia más trágica de su país. Parte de esa revisión es este film sobre Sophie Scholl. Está bien hecho, y tiene dos intérpretes poderosos: el interrogador de la Gestapo (Alexander Held, actor que utiliza un minimalismo admirable) y la muy premiada (y merecidamente) Julia Jentsch. Qué hermosa se va viendo Sophie a medida que transcurre el film. Recoge su pelo hacia la izquierda y lo sujeta con una hebilla de modo que su frente y sobre todo sus ojos quedan expuestos y exhiben su determinación, su inteligencia y su fe. Sophie tiene algo poderoso de su lado: cree, aun en sus momentos más terminales, en el Dios de su fe. Le reza y hasta llega a decirle que Su voz no llega a ella, pero sabe que él habrá de tomarla en sus brazos si pasa lo peor, es decir, lo que pasa. Tal vez ese Dios le da la serenidad que muestra en el interrogatorio. Este film se basa en una obra de teatro que –inteligentemente– imagina el interrogatorio a que Sophie Scholl es sometida por un oficial de la Gestapo, de sombrero, sobretodo oscuro y mirada torva, áspera, que habrá de ir tomando distintos, casi imperceptibles matices durante el interrogatorio, dado que ese hombre tiene un hijo de la edad de Sophie al que logró sofocar sus rebeldías, al que logró mandar al frente del Este, en Stalingrado, y al que seguramente no volverá a ver. La porfiada Sophie, cuya porfía se basa en convicciones irreductibles, niega punto por punto lo que Robert Mohr, el sagaz, a veces descontrolado pero nunca violento, interrogador nazi, le pregunta. Sophie fue descubierta, junto a su hermano, arrojando esa mañana panfletos contra la guerra y contra el régimen de Hitler en la Universidad. “No –dice Sophie–. Los panfletos estaban en el borde del pasillo alto, el que da al patio, yo sólo los empujé para hacer una travesura”. Esta “travesura” es la que Mohr tiene que desarmar y transformar en alta traición. Sophie sigue negando. Todas las pruebas la condenan. Mohr trae la valija vacía en que habían llevado los panfletos. La coloca sobre el escritorio. Coloca encima los panfletos. Encajan perfectamente: es ahí donde tienen que haber estado, donde Sophie tiene que haberlos tenido antes de arrojarlos al aire para sacudir las conciencias de los otros estudiantes. “Una casualidad”, dice Sophie. Sus facciones no se alteran. Miente con una serenidad admirable. ¿Miente? Se establece aquí un juego paradójico. Mentirle a un régimen de terror es decir la verdad. Sophie miente para salvar su vida. Si no miente, la matan. Como la verdad es la vida, ella, aunque mienta, dice la verdadera verdad. No la que busca Mohr. En esa tensión que crece a medida que el tiempo pasa, Mohr, que sabe que Sophie es culpable y que sólo llevará algún tiempo más quebrarla, empieza a admirar, íntimamente, a su interrogada. ¿Qué pasa con esa chica, por qué no se entrega, por qué no dice la verdad que él, Mohr, necesita? En ningún momento aparece la posibilidad de la tortura. (Otra suerte que le habría tocado a Sophie en la ESMA: la habrían torturado antes de preguntarle algo. Era así como trabajaban: con más crueldad que los nazis.) Mohr sabe ir acumulando sus pruebas. Las pruebas, además, son demasiadas. Tantas, que al fin Sophie las reconoce. “Fui yo –dice–, y estoy orgullosa de haberlo hecho.”

El costo es altísimo, pero son muy pocos los que atraviesan un régimen de terror y pueden todavía sostener su orgullo. Sophie permanece entonces como un agujero en nuestras conciencias.

Hay que acumular cemento para taparlo. Todo, es cierto, ayuda. Las sociedades no pueden vivir en estado de culpa. Alemania se levantó sepultando el horror. O atribuyéndoselo a la “camarilla de Hitler”. Al “Partido Nacionalsocialista”. Y, con mayor frecuencia, sólo a Hitler: un único demonizado, millones de cadáveres y una nación inocente. No ha sido otro el verdadero “milagro alemán”. Sería indispensable que puntualizáramos esto: hubo un “milagro alemán” en el plano económico por el otro “milagro alemán”, el que fundamentó al primero: el milagro del olvido, de la pronta elaboración de la culpa, de la integración de los jerarcas nazis a las grandes empresas, de la ausencia de juicios alemanes a sus propios verdugos. El “milagro alemán” fue el milagro de poder olvidar, de sepultar el horror, de silenciar las conciencias. Si hasta el más grande filósofo de la nación, Heidegger, militante del partido, no se dignó a decir una palabra. Silencio sobre el pasado y desarrollo económico: he aquí el “milagro alemán”.

Karl Jaspers nunca tuvo, ni por asomo, la estatura filosófica de su amigo Heidegger, y hasta aceptó (puede leerse en la Correspondencia Heidegger-Jaspers, que va de 1920 a 1963) el Discurso del rectorado del primero, una pieza de exquisito nacionalsocialismo, pero, luego de la guerra (amparado en algo cierto: no colaboró en nada), escribió El problema de la culpa. Distinguió entre: 1) Una culpa criminal: “Los crímenes consisten en acciones demostrables objetivamente que infringen leyes inequívocas”; 2) Una culpa política: “Se debe a las acciones de los estadistas y de la ciudadanía de un Estado”; 3) Una culpa moral: “Siempre que realizo acciones como individuo tengo, sin embargo, responsabilidad moral (...) Nunca vale, sin más, el principio de ‘obediencia debida’. Ya que, antes bien, los crímenes son crímenes aunque hayan sido ordenados”; 4) Una culpa metafísica: “Hay una solidaridad entre hombres como tales que hace a cada uno responsable de todo el agravio y de toda la injusticia del mundo, especialmente de los crímenes que suceden en su presencia o con su conocimiento” (Karl Jaspers, El problema de la culpa, Paidós, Barcelona, 1998). Sophie Scholl no tuvo ninguna de estas culpas. Se dirá que los muertos no tienen culpas. Pero Sophie dejó de ser culpable y cómplice o lo que sea que se pueda ser bajo el terror no bien dijo “no”. Ahí se convierte, por su decisión, en inocente de todos los crímenes del nazismo. No por sumarse a las víctimas, sino por haber decidido luchar por ellas.

Hay algo más: Dios, nada menos. Primo Levi habrá de decir: “Existió Auschwitz, no existe Dios”. Marx, célebremente, había dicho eso del opio de los pueblos. Les proponía a los hombres, siguiendo a Feuerbach, que olvidaran el Cielo para luchar contra los sufrimiento de este mundo. Sophie no conoció Auschwitz, aunque sabía de los campos, de los lager. Su Dios no le impidió luchar contra la vejación de los hombres. Su fe cristiana no la apartó de este mundo: le dio fuerzas para comprometerse contra el Mal. Las religiones saben más consolar que abrir espacios para la rebelión terrenal. No ocurrió eso con Sophie: la fe le dio coraje para el riesgo, para la idea del dolor, y hasta de la muerte. Sophie tampoco dudó de su Dios. Fue sensible a su silencio, dado que en una de sus plegarias le confiesa que no le llega Su voz, pero ella no necesitaba una voz externa que le llegara de alguna lejanía celestial. Sophie Scholl llevaba lo sagrado en su conciencia.

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