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Contratapa|Martes, 10 de julio de 2007

Fondo blanco

Por Juan Ignacio Boido

Hace pocas semanas, un amigo, parado en un jardín, mientras miraba los brotes de un jazmín en pleno mayo, elaboraba una teoría que otra realidad probaría descabellada: el calentamiento global no traerá cambios en las temperaturas; el verdadero calentamiento global es un villano mucho más cruel y sutil: el verdadero calentamiento global lo que en realidad hace es mezclar los días. Hoy verano, mañana invierno, pasado verano, y el otro otoño. El calentamiento global mezcla y da de vuelta. Mezcla todos los días. Y a ver qué toca hoy.

Y hoy –ayer– tocó nieve.

Tocamos nieve.

Pero sobre todo, vimos nevar. Uno mira llover pero sobre todo escucha llover. La nieve, en cambio, es silenciosa. Los copos revolotean, vuelan, y caen más como una gentileza que como una obligación. La lluvia inunda, la nieve cubre. La lluvia lava, la nieve cura. El diluvio universal jamás podría haber sido una nevada descomunal. Por algo los chicos no salen a la lluvia a jugar. Por algo en Navidad queremos ver nevar. Mirar nevar por una ventana, desde un lugar cálido y seco, probablemente sea una de esas experiencias ajenas a nuestras vidas individuales que justifican el paso por esta tierra. Pero, ¿qué vemos en la nieve cuando la vemos caer?

Esa es una paradoja: nadie, por el resto de su vida, se va a olvidar del día en que vio nevar sobre Buenos Aires, justo nevar, justo nieve, que cuando la vemos caer, nos hace olvidar de todo. La nieve es el olvido. O mejor: la nieve es la tela blanca y acolchada sobre la que se dibuja la memoria. Los recuerdos se tienen, pero la memoria se hace. Se tienen recuerdos, se hace memoria. Uno mira por la ventana y se olvida de todo, y se acuerda que es uno, que el mundo todavía asusta y todavía maravilla, como al primer hombre que vio el primer copo de nieve caer.

Los esquimales tienen más de 16 formas de denominar esa vastedad de tonos que nosotros vulgarmente llamamos “blanco”. Dieciséis nombres que no sabemos pronunciar ni distinguir. Quizá dentro de años, cuando seamos viejos, nuestros nietos no nos hagan la pregunta que ayer todos creímos que un día nos iban a hacer: “¿Te acordás de cuando nevó en Buenos Aires?”. A lo mejor, para ese entonces, el calentamiento global nos haya repartido un póquer de nieves y nos haya convertido a todos en esquimales. A lo mejor, nuestros nietos, cubiertos de pieles, nos pregunten: “¿Y de qué color era la nieve el día que empezó a nevar en Buenos Aires?”.

Y nosotros, puede que no sepamos, puede que sólo los miremos como un anciano mira hoy a un chico con un celular, puede que los miremos con la m0irada perdida y la memoria en blanco.

Pero vamos a mirar por la ventana y nos vamos a acordar.

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