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Contratapa|Martes, 13 de agosto de 2002

Fantasmas inmortales

Por Rodrigo Fresán
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Desde Barcelona

UNO En su libro Para acabar con los números redondos, el escritor español Enrique Vila-Matas confiesa “ese odio inmenso que siento por los números redondos. No los puedo soportar. Me irrita de ellos, sobre todo, su injustificado y absurdo prestigio”. Algo de razón tiene, bastante razón: no sólo vivimos minuto a minuto sujetos a la abstracción del tiempo –ese Dios creado por los hombres– sino que, además, le profesamos el culto de los años, las décadas, los siglos y esa suerte de historia en negativo que son los aniversarios que cumplen y cumplirán, por toda la eternidad, los muertos que gozan de buena salud y que nos sobrevivirán a todos nosotros.

DOS Así, apenas nos sacamos de encima el medio siglo de Eva Duarte de Perón para ser noqueados por el doble r.i.p-cross a la mandíbula de los cuarenta años de Marilyn Monroe y el cuarto de siglo de Elvis Presley. Números redondos y, de nuevo, todos a escribir, reflexionar, pensar en eso y en ellos. Otra vez a intentar dilucidar el porqué de sus espíritus incorruptos que no dejan de dar tres golpes en las mesas de nuestras vidas. El ritual paseo del fantasma –claro– es acompañado por el lanzamiento de nuevos productos. Nuevas remezclas y grabaciones inéditas del Rey –¿de dónde las sacan?– y un documental sobre los últimos días de la Reina y donde, como remate, aparece reconstruida hasta donde se puede la película esa que dejó inconclusa y donde aparece nadando desnuda en una piscina. Tiene su gracia, ahora que lo pienso: uno y otra –mohínes casi intercambiables, Elvis Monroe y Marilyn Presley, las tontas canciones de ella, las imbéciles películas de él– se fueron muriendo con prisa y sin pausa en dos metrópolis artificiales, en las catedrales del Gran Sueño Americano, en Hollywood y en Las Vegas, donde los sueños y las pesadillas se vuelven, siempre, realidad y donde la realidad no tarda en convertirse en otra de las tantas formas de la ficción.

TRES Andy Warhol –el gran filósofo de la fama americana– oyó de la muerte de la Monroe en 1962 y dijo que “jamás habría impedido que Marilyn se suicidase. Yo creo que todos tienen que hacer lo que tienen ganas y si quitarse la vida la hizo feliz, bueno, eso era lo que correspondía”. Después, enseguida, la calcó. Warhol calcó años antes de su muerte a un Presley en pose juvenil y pistolera, tal vez intuyendo que eso gordo que andaba dando vueltas por los casinos ya no era Elvis. Los retratos en base a fotografías ajenas de Monroe y Presley by Warhol no hacen otra cosa que poner en evidencia su potencia póstuma muy por encima de la energía que podían llegar a generar en vivo cerca del The End. Lo siento: Elvis nunca me pareció un artista genial (aunque sí pionero) y Marilyn jamás será esa gran actriz que sus exégetas siguen promoviendo sino una pobre chica exprimida primero por los estudios y luego manipulada por el Actor’s Studio como títere publicitario. No es raro que ambos hayan muerto paranoicos y perseguidos por sus más fieles y crueles fans: ellos mismos, de pie frente a espejos de cuerpo entero, descubriendo que el tiempo rueda porque, sí, al final todos los números son redondos y nunca se detienen cuando ruedan y ruedan montaña abajo desde esa cima cada vez más lejana.

CUATRO Ya se sabe, leyendas urbanas de la Aldea Global que comenzaba a construirse entonces: Elvis está vivo y a Marilyn la mató una organización gubernamental cuando, dicen, amenazó con revelar secretos de sus affaires con los Kennedy. Marilyn murió con el teléfono descolgado y Elvis con la tapa del inodoro levantada. Ambos murieron sin terminar lo que estaban haciendo y posiblemente sea lo único inconcluso que dejaron, porque –seamos sinceros– difícil que Elvis pudiera hacer algo más que grabar undisco de duetos con Michael Bolton o Marilyn rodar alguna película donde aparecería como la madre tonta de Jim Carrey (jamás podría haber sido una buena Mrs. Robinson: demasiada letra que memorizar) para, antes o después, recoger ese Oscar geriátrico que les otorgan a ciertas viejas glorias para sugerirles subliminalmente que ya va siendo hora de pasar a mejor vida o a peor muerte. Ella y él fueron trabajadores perezosos y hoy disfrutan de unas disciplinadas vacaciones fortalecidas por todos esos que los consideran sus pósters favoritos, porque no hay nada más fácil de idolatrar que a alguien con poco talento y muy famoso. Alguien a quien –si los astros sonríen– todos ellos pueden parecerse. Porque lo verdaderamente decisivo no es tener mucho talento sino ser muy famoso.

CINCO Budy Holly tenía más inteligencia en sus anteojos que Elvis debajo de su jopo, y Carole Lombard más gracia en su pupilas que Marilyn en todas sus curvas. Holly y Lombard –muertos en sendos accidentes aéreos en lo más alto de sus respectivas carreras– no gozan sin embargo de la necrofiebre de sus colegas, nadie se preocupa por poner a girar sus números redondos. ¿Por qué? La clave tal vez esté en que a la hora de honrar a los muertos, los vivos prefieren las historias “morales” y, sí, redondas: esas tramas donde los mendigos puros ascienden a príncipes degradados, las faltas se pagan en vida, y recién entonces se accede a la eternidad del amor incondicional que suele ser, también, un amor tonto e indiscriminado. Un amor por amor al artista donde lo que menos importa es el arte y lo que importa mucho es el artista, esa categoría tan discutible, esa etiqueta a menudo tan poco categórica. Tal vez por eso –nada es casual y contra toda lógica– Marilyn y Elvis son más famosos y más redondos como muertos que como vivos.
Con tales paradojas están construidos los paradójicos fantasmas inmortales.

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