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Contratapa|Jueves, 29 de agosto de 2002

Llueve sobre mojado

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En el mismo bar en que Juan Gelman solía sentarse a mirar la vida –uno más, en la multitud de anónimos–, tres hombres mayores se enfrascan en una conversación sobre la mejor manera de asaltar un banco. El mozo, un anciano de lentes culodebotella se sale de la vaina por intervenir, pero el trío lo ignora. Dos pibes salen del baño caminando demasiado rápido. “Son carteristas”, comenta el encargado con un parroquiano. En esa misma cuadra, la sucursal del Citibank informa que desde el viernes a la noche hasta el lunes por la mañana sus cajeros automáticos permanecerán cerrados, a raíz de “los graves daños sufridos recientemente”. “Se viene la tormenta de Santa Rosa, se viene la tormenta de Santa Rosa”, pregona un buscavidas, ofreciendo paraguas por diez, siete y cinco pesos. Nadie le compra, en esta mañana de miércoles.
Santa Fe y Pueyrredón pudo haber sido alguna vez el centro de un universo: una esquina con historia y vida propia, el nexo entre Barrio Norte y Once, el sitio en que Moris y Andrés Calamaro se sentaban a escribir canciones de triunfos y derrotas. Aquí, en la era del lopezregismo desatado la Maldita Policía Federal reprimió con ferocidad una marcha del Frente de Lisiados Peronistas (ciegos y paralíticos, rengos y cojos). En aquel edificio de enfrente vive Albano Harguindeguy, que todavía camina sacando pecho, como si se tratara de un héroe y no de un genocida. Cuando HIJOS lo escrachó, había tantos policías en la puerta del edificio que parecía un River-Boca. En el bar de la esquina sirven tres tipos de paella a la española. Las tres vienen prehechas. Al lado, se come buena comida árabe, judía y sefaradí, pero hay poco espacio entre mesa y mesa.
En la puerta de la Galería Americana la gente se para a ver el negocio más kitsch al sur del río Bravo, mientras los repartidores de volantes se quejan porque cada vez menos gente les da pelota. Como en la casa de electrodomésticos de la esquina que viene, Santa Fe y Larrea, los precios son un espectáculo en sí. Allá hay un televisor de pantalla gigante que vale diez mil pesos y el lavarropas más barato se fue a 900. Aquí, unos jarrones horripilantes supuestamente chinos valen 3100 y 2700 pesos y unos Budas marrones, como de casa de Cacho Castaña, 700, 800 o 900. Todo en este local habla de una Argentina que ya no existe: arañas ostentosas, veladores montados sobre patas de león, animalitos de cristal.
Entre el local kitsch en que jamás nadie compra nada y el trajinado McDonald’s de al lado, una nenita rumana con un vestido verde toca un acordeón, esperando limosnas. Toca una vieja y triste canción, a espaldas de un joven policía que le dice a otro que en las elecciones va a votar a Zamora. Dos hombres de rostros curtidos, demasiado abrigados, salen del McDonald’s portando cada uno un vasito de agua. La canción de la nena que está sentada en el piso los enternece: es evidente que son forasteros en el barrio. Uno se para a escucharla y hurga en sus bolsillos flacos. Le da una moneda, que la nena agradece con una sonrisa triste. El otro le tira de la manga, se lo lleva de a poco. Un poco más allá mendiga un hombre al que le cortaron las piernas, al que los otros mendigos le dicen Maradona. El hombre se desplaza en un carrito de rulemanes.
Enfrente, hoy abrió sus puertas al público un local de Cash Converter: compra objetos usados, que después vende. La cola de los que venden presidió la actividad de la cuadra durante los últimos diez días, mientras los albañiles trabajaban con las puertas entreabiertas. Los encargados habían comenzado a acopiar objetos antes de la inauguración, para que la dinámica posterior funcionase. Pero hoy, en el primer día, casi nadie compra y los que aspiran a dinero en efectivo por sus objetos son docenas. Muchos hacen la cola con vergüenza: son vecinos que se desprenden de cristalería, discos, equipos de audio, televisores y computadoras a cambio de plata fresca, acaso para pagar expensas o comprar comida en el supermercado. ¿Alguien podrá comprar la enorme cantidad de copas finas que se lucen en las vidrieras interiores? ¿Habrá tanto disc jockey suelto como consolas en exhibición? ¿La cantidad de palos de hockey sobre cesped usados tendrá que ver con el barrio?
Esa que camina allá es la viuda de Cattáneo, el empresario que apareció ahorcado en la Ciudad Universitaria, con un recorte de una nota sobre el caso IBM llenándole la garganta. La investigación nunca progresó. El señor de la verdulería que está al terminar la cuadra jugaba de 9 en Estudiantes de Buenos Aires, cuando ascendió, dirigido por el finado Manera. El kiosquero que está enfrente de la librería se llama Franco y escribió un poema explicándoles a sus nietos que a él también, una vez, los viejos le parecían hinchapelotas. El testaferro de Menem que escracharon hace dos semanas en “Punto/doc” pasa todos los días por allí, pero no saluda a nadie, y siempre parece nervioso, excesivamente transpirado.
La tormenta de Santa Rosa dice presente, ahora, y la tarde se hace noche muy temprano. Llueve para todos por igual, para el poeta que no está y para el genocida de pecho inflado, para la nenita rumana y el verdulero futbolero, para el que intenta vender paraguas y para el que no los compra, para el kiosquero y para el corrupto, para los que sueñan con asaltar al banco que los asaltó y para los carteristas, para el que vende las copas de cristal de la abuela y para el que lo mira con cara de lástima, para el corrupto escrachado y el kiosquero al que no dejaban ser abanderado, por italiano, para los forasteros y los ambientados, para el policía que votará por Zamora y el portero que tiene un gato en la cabeza. La lluvia parece una forma primaria de democracia: iguala, no hace excepciones, limpia. El problema aquí es que cuando llueve, llueve sobre mojado.

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