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Cultura|Sábado, 13 de diciembre de 2003
20 AÑOS DE DEMOCRACIA SEGUN HERMENEGILDO SABAT, EN EL PALAIS DE GLACE

“Opté por no frecuentar la zona del poder”

Es el caricaturista político por excelencia. Hasta el 21 de diciembre expone en el Palais de Glace una muestra de dibujos sobre las dos décadas de democracia. Sábat cree que el suyo es un oficio en vías de extinción, y de la inmadurez del sistema democrático que, no obstante, lo mantiene ilusionado.

Por Angel Berlanga
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Sábat tomó hace mucho la decisión de no ponerles texto a sus dibujos. Es una regla propia.
Cuando le preguntan por su trabajo, Hermenegildo Sábat se resiste y explica que sus ilustraciones, su interpretación de las personas o de las situaciones que retrata, no tienen palabras. Esa es su respuesta desde hace más de tres décadas. “Fue una decisión que tomé cuando estaba en el diario La Opinión, y fue una forma directa de defender esto, que con palabras iba a durar muy poco”, dice Sábat en el Palais de Glace, rodeado por el centenar de caricaturas que componen la muestra 20 años de dibujos periodísticos en democracia y 20 óleos. En diciembre de 1972, precisamente en aquel diario, Sábat le decía a Osvaldo Soriano: “Hacer caricatura política no implica transmitir una ideología, aunque uno esté cargado con ella. Lo importante es transmitir algo sin palabras. Si el dibujante no lo consigue, ha fracasado”.
Sábat tiene 70 años. Nació en Montevideo y desde adolescente supo que se dedicaría a esto. Influyó mucho su abuelo, que publicaba en Caras y caretas. En Uruguay dibujó en El país, Marcha y Acción; a mediados de los ‘60, se mudó a Buenos Aires. Aquí publicó en Primera Plana, La Opinión y Crisis; desde 1973 hace caricaturas en Clarín. En ese diario aparecieron los dibujos que se exhiben en esta muestra. Allí están sus caricaturas de Menem, Alfonsín, De la Rúa, Duhalde, Cavallo y demás luminarias de las últimas dos décadas. Alguna vez, en lugar de “periodista”, como hace siempre, anotó “demócrata” en el casillero correspondiente a “profesión”. “Un demócrata es un hombre tolerante con las ideas de los demás, capaz de aportar a la sociedad su experiencia personal y de reconocer sus errores –define Sábat–. Al mismo tiempo, debe ser coherente con su propio pensamiento. Acá hemos visto, y se sigue viendo, a gente que en dos semanas cambió tres veces de partido. Hay que tener un mínimo respeto por las cosas; y si no vas a salir diputado, bancatelá y trabajá bien para la próxima.”
–¿Cómo interactúa su trabajo con la realidad?
–Estos trabajos no alteran para nada el curso de la realidad, no va a pasar nada a partir de un dibujo político. Una sola vez, por absoluta casualidad: cuando desaparecieron las manos de Perón. Ese día yo había publicado un dibujo de Perón levantando los brazos pero sin las manos. Y me llamó Horacio Verbitsky, para que dijera algo sobre eso. ¿Qué podía decir? Si yo hago a cualquiera con un tomatazo en la cabeza, ¿ese día le van a tirar un tomate y le van a pegar en la frente? No. A veces hay premoniciones, o actos fallidos, no sé cómo llamarlos.
–Sus dibujos deben generar algún efecto en los políticos que retrata.
–Hay un detalle que cuido: no frecuento zonas de poder. Y al no hacerlo no me entero. Ni del alcance, ni del resultado. Aunque a veces sí me entero. ¿Por qué razón? Y, no tengo más remedio que contarlo: a mí me pechan los dibujos. Si ésa es una forma de interactuar, sí, así es. Pero hay veces que me he defendido: yo no le voy a dar parte de mi vida a cualquiera. A pesar de que dentro del mecanismo de trabajo hay expolio. A los que trabajaban con plomo en los talleres de composición les daban leche para evitar el saturnismo; si yo fuera a los centros de poder, tendría que estar tomando leche todo el día. Por otro lado, y esto tal vez forme parte de la especie, la gente hace cosas esperando tener respuestas; yo hago dibujos que incluyen a políticos, economistas o poderosos, pero resulta que mi vida no pasa por ahí. Yo vivo de una manera muy simple: me entero de las cosas que están pasando dentro del diario, y afuera soy otra persona. Eso lo acordé conmigo mismo hace mucho tiempo y me ayuda a olvidarme del trabajo y de mí mismo. Afuera tengo la pintura, la música y los libros. Y tengo la familia.
–¿Qué fue lo último que descubrió en su oficio, después de tantos años de profesión?
–Las reiteraciones. A mí, por lo menos, me sucede que me enfrento a situaciones que de algún modo ya han ocurrido. Y no se trata de un sueño recurrente, sino de una realidad recurrente. En 1964 hice un viaje a Alemania y estuve en ese espantoso crematorio de Dachau, que está intacto. Hay una frase ahí, muy conocida, de George Santayana: “Los pueblos que no recuerdan sus errores están condenados a repetirlos”. Y eso es un poco lo que debe sucederle al 99,9 por ciento de la gente. Tenemos que pensar cuáles son nuestros errores, no podemos tirárselos por la cabeza a los demás. Otra cosa es ese hábito de la gente por adquirir notoriedad; cuando estaba armando esta exposición, noté la cantidad de individuos que pasaron de largo; bueno, pasaron de largo presidentes, cómo no van a hacerlo funcionarios de tercera categoría. Lo que quisiera es ver una sociedad donde actúe mucha gente; acá tenemos la costumbre de que son dos o tres personas las que deciden. Aquella frase perfecta de Arturo Illia: “A mí me derrocaron las 20 manzanas de la city”. Es un país inmenso con 20 manzanas. Yo aspiro a que el país tenga todas las manzanas.
–¿Ve a esta sociedad democrática?
–Casi: está entre la adolescencia y la primera juventud. Falta todavía adquirir madurez. Pero no hay que tocarla, eh: hay que dejar que siga creciendo. La tolerancia tiene que llegar, la coherencia, el respeto a lo que piensen los demás. Todavía persiste la definición de esa palabra que repito, inercia: “Resistencia a un cambio de estado”. Hay que tener en cuenta lo que vivimos hace dos o tres años, momentos muy duros que la mayoría de la gente no comprendió porque siempre pensaba en primera persona del singular, “por qué esto me pasa a mí”, cuando debería pensar “por qué esto nos pasa a todos”.
–¿Cuál fue el principal avance en la democracia?
–La libertad, eso del grito sagrado del himno. Tendríamos que estar escuchando eso diariamente. Cuando era niño había patrioterismo, pero hemos pasado de eso a la pérdida de la identidad: no puede ser que en un estadio pongan el Himno y a los dos segundos la gente se aburra y empiece a chiflar. Tengo la sensación de que también hay acá una sumatoria de frustraciones colosales que se tratan de sublimar a través de victorias de seleccionados o clubes de fútbol, o algún tenista, o alguno que ganó el campeonato de bolita. Entonces ahí derivamos. Yo participo de esas alegrías, pero no las espero para sentirme liberado.
–¿Está decepcionado con lo que está resultando?
–No, para nada. Yo soy un tipo muy ilusionado con la democracia. No es una expresión de deseos: no soy un iluso, pero estoy ilusionado.
–¿Cómo evolucionó la caricatura política en estos últimos años?
–Bueno, eso me incluye a mí y no me gustaría... En el siglo XX hubo instantes, diría, preclaros en la caricatura política. Caras y caretas, por ejemplo, que dejó de existir en la década del 30. Luego hubo intentos que fueron cercenados: Cascabel, Tía Vicenta... Más tarde Humor, que dejó de salir por otra razón, digamos empresarial.
–¿Y durante la democracia, más allá de que no quiera hablar de usted?
–Creo que la caricatura política siempre ayuda a conmover ciertas fibras en ciertas personas. No en todas las esferas. A veces pienso, a esta altura, que no sé si la de los caricaturistas políticos no es una raza que se extingue. Es decir, no sé si los cambios técnicos no preanuncian una especie de desaparición. No quisiera hablar por mí mismo, pero cuando era chico en Montevideo, y después acá, cuando vine a Buenos Aires, había una enorme cantidad de medios gráficos. Ahora cada vez hay menos.
–¿Y en el resto del mundo?
–Más o menos parecido. Hay lugares donde hay notables caricaturistas: Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Francia, Brasil. Aunque tuve oportunidades, yo nunca quise irme; para eso debería empezar a reconocerotros códigos, otros mecanismos, que no me interesan. Yo en Montevideo era un tipo de barrio, salí, vine acá, tuve que aprender un montón de cosas sobre la marcha. Y bueno, estoy contento y agradecido con la ciudad de Buenos Aires, más allá de un montón de cosas que a lo mejor son limitaciones mías.
–¿Qué busca generar con sus dibujos?
–Muchas veces busco que la gente sonría. Definitivamente. Vivimos momentos muy patéticos, y yo aspiro a eso: a que la gente sonría.

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