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Cultura|Sábado, 14 de agosto de 2004
A TREINTA AÑOS DE LA MUERTE DE
RAUL GONZALEZ TUÑON, FIGURA ESENCIAL DE LA POESIA

“Contemplar el mundo enseña a embellecerlo”

Fue un personaje central en las vanguardias literarias del siglo pasado, pero sobre todo un lúcido observador de mundos lejanos y cercanos, dueño y cultor de un “estado de exaltación lírica” que derivaría en el definitorio adjetivo de lo tuñonesco, ese espíritu que campea en obras mayores como La calle del agujero en la media, La rosa blindada y Todos bailan, donde aparece su Juancito Caminador.

Por Silvina Friera
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En el colegio, Tuñón leyó una frase del franciscano Roger Bacon que cambió su vida: “Contempla el mundo”.
La casa de la calle Saavedra 614 tenía dos patios y un níspero. “Eramos siete hermanos; por otra parte, mi padre, mi madre, dos tías, mi abuelo y mi abuela maternos: una cantidad fabulosa de gente vivía ahí.” El poeta recordaba que ese ambiente muy modesto, rodeado de familias de inmigrantes italianos, alemanes y españoles –donde había nacido el 29 de marzo de 1905–, tuvo una importancia decisiva en su vida y en su poesía. Raúl González Tuñón nunca olvidó el barrio de su infancia y, especialmente, esa plaza del Once, punto de encuentro en una ciudad que empezaba a expandirse a un ritmo vertiginoso que sólo la entonación rioplatense del poeta supo capturar. Allí, además de jugar con otros chicos, veía, todos los 1º de Mayo, cómo partían las famosas manifestaciones socialistas; allí se crió oyendo los pitazos de los trenes (“Eso me trajo un sentimiento muy especial, muy poético”, confesaba). Cuando estaba en segundo año del nacional, llegó a sus manos una revista que reproducía una frase de un sabio franciscano, Roger Bacon, pronunciada en 1240: “Contempla el mundo”. Y el joven González Tuñón la leyó como una revelación. “Eso es lo que hice yo, porque contemplando el mundo se aprenden más cosas que encerrándose años y años en una biblioteca como hicieron muchos escritores. Contemplando el mundo uno aprende a luchar por todo aquello que pueda embellecerlo y contra todo aquello que lo afea”, señaló el poeta. A 30 años de su muerte, la prestidigitación de su obra –el guiño coloquial y confidencial, la mirada fabuladora y fantástica– continúa produciendo en los lectores una súbita liberación.

Juancito Caminador

Ningún poeta ejerció tanta influencia en la Argentina como Tuñón, influencia que puede rastrearse en la obra de Juan Gelman (El violín y otras cuestiones, prologado por Tuñón), entre otros poetas de la generación del ’60. “Tengo una impresión de piedad y de ternura por la imagen de aquel adolescente que quería hacer creer que fumaba opio, que escribía poemas sensibleros pero realistas, de su tiempo”, recordaba el poeta en el prólogo de la reedición de su primer libro, El violín del diablo (1926), que escribió entre los 15 y los 17 años. Ese adolescente que se deslumbró con las imágenes del viejo Paseo de Julio –hoy Leandro N. Alem– caminaba sigiloso, ávido por observar la más extraña e intensa actividad que tuvo su auge en los ’20, en el tramo que va de Bartolomé Mitre hasta Córdoba. Por esas cuadras abundaban insólitos comercios, como los llamados salones de novedades, en cuyo hall había máquinas que se abrían a un mundo de fantasía: con sólo poner veinte centavos y girando una manivela, podían verse paisajes fantásticos de lejanos países, fotografías de artistas y postales más o menos pornográficas. Pero además se ofrecían espectáculos de variedades y se exhibían fenómenos como la mujer más barbuda, la mujer más gorda o el hombre más enano. Ese clima funambulesco le inspiró el poema, acaso uno de los más conocidos, Eche veinte centavos en la ranura (si quiere ver la vida color de rosa).
En su primer libro ya estaban presentes las dos vertientes de la poesía de Tuñón: los rasgos líricos fantasistas y los rasgos sociales; éstos irrumpieron con fuerza a partir de El otro lado de la estrella. No era un químico del verso –así calificaba a los poetas de gabinete– sino un cantor, en el sentido más poético de la palabra. Y “cantaba” a los personajes que conocía, como Frank Brown, un payaso inglés acriollado, al que siguió por todos los barrios de Buenos Aires, o al prestidigitador Johnny Walker. Tuñón lo había conocido en un circo de la Patagonia y se hizo amigo del mago porque tenía el mismo nombre de su marca de whisky favorita. Este personaje, mencionado por primera vez en Miércoles de Ceniza, adquiere vida propia como Juancito Caminador, poema incluido en Todos bailan, quinto libro de Tuñón, publicado en 1935: “Traigo la palabra y el sueño, la realidad y el juego de lo inconsciente, lo cual quiere decir que yo trabajo con toda la realidad”. Y Juancito Caminador, al que le gustaban “la cocaína y Víctor Hugo”, devino en la máscara mediante la cual Tuñón produjo muchos de sus textos más característicos.

La rosa blindada

Tuñón participó del gran movimiento de las vanguardias literarias de la segunda y tercera década del siglo pasado que, nucleadas alrededor de las revistas Inicial, Proa, y, fundamentalmente, Martín Fierro, renovó radicalmente la literatura argentina. En 1935 viajó a Madrid, enviado por el diario Crítica como corresponsal de guerra. Tuñón se incorporó al grupo internacional de poetas vinculados con la causa republicana. En la capital española, Pablo Neruda oficiaba de cónsul; Federico García Lorca, Miguel Hernández y León Felipe, entre otros, organizaban tertulias poéticas. La vivencia de la represión a los mineros de Asturias impresionó tanto a Tuñón, descendiente de asturianos, que escribió los poemas agrupados bajo el nombre de La rosa blindada (1936), en cuyo prólogo afirmaba: “Me gusta estar listo para cuando haya que disparar sobre alguien con un poema o con lo que sea”. En Libertaria (poema-homenaje a Aída Lafuente), el poeta disparó: “Estaba toda manchada de sangre/ estaba toda matando a los guardias/ estaba toda manchada de barro/ estaba toda manchada de cielo, estaba toda manchada de España”. Es la etapa del Tuñón más político, que se prolonga en otros libros como La muerte en Madrid (1939), Himno de pólvora (1943) y Primer canto argentino (1945), entre otros. “¿Fui yo quien se metió en la época?”, se preguntó Tuñón, al recordar su experiencia durante la Guerra Civil Española. “¡No! Fue ella la que se metió en mí.”

Un desocupado más

Como periodista, Tuñón comentaba que, exceptuando ajedrez y música, en Crítica había aprendido a escribir sobre cualquier tema. Siempre mencionaba una serie de notas que realizó en 1932, cuando se instaló el campamento de desocupados. “Yo titulé la serie La ciudad del hambre. Fue la primera villa de emergencia que tuvimos en la Capital, algo verdaderamente sobrecogedor. En ese lugar escribí páginas impresionantes; presencié la locura de un amigo mío que se cortó las venas con una latita de té Sol. Yo iba como un desocupado más, porque los periodistas se burlaban de ellos y Pepe Arias los ridiculizaba en el teatro Maipo. Natalio Botana, que era un genio, me dijo: ‘Raúl, andá con alpargatas, ponete un suéter viejo y dejate crecer la barba. Andá como un desocupado más; si no, no te van a dejar entrar’. Y así lo hice. No voy a decir que éramos superiores a los periodistas de ahora, de ninguna manera. Pero teníamos otros elementos que ahora no tienen: la libertad de prensa más extraordinaria.”

Un legítimo argentino

La obra de Tuñón comprende veinte libros de poemas, entre otros Hay alguien que está esperando, A la sombra de los barrios amados, Demanda contra el olvido, El rumbo de las islas perdidas y el póstumo El banco en la plaza. Pero el poemario más tuñonesco –adjetivo que fue usado para nombrar cierta inconfundible actitud básica, a la que Tuñón llamó “estado de exaltación lírica”– es La calle del agujero en la media (1930). Este libro, producto de su viaje a París, es considerado su obra maestra, aquel en el que alcanza sus mayores posibilidades estéticas por esa manera alucinada y por momentos grotesca de entender la poesía como una forma de vida. “Por la insolente libertad para ejercer el montaje de lo heterogéneo, todas las ciudades de la poesía de Tuñón –afirma el escritorDaniel Freidemberg– son una sola ciudad hecha de retazos tan reales como fantásticos, provenientes de todas las ciudades del mundo.” En Escrito sobre una mesa de Montparnasse postuló, apenas con dos adjetivos, el alma del porteño: “Y aunque mi sombrero y mi corbata y mi espíritu canalla/ sean productos perfectamente europeos/ soy triste y cordial como un legítimo argentino”.

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