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Cultura|Domingo, 26 de diciembre de 2004
HOY SE CUMPLEN CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DEL ESCRITOR ALEJO CARPENTIER

El arte de convertir lo real en maravilloso

Nació en Cuba. Fue preso de la dictadura de Machado. Vivió en París, donde tomó contacto con el surrealismo, y en Venezuela, donde escribió El siglo de las luces. A principios de 1959 volvió a La Habana, entusiasmado por la Revolución. Fue director de Publicaciones del Estado, ministro y diputado. En 1977 ganó el Premio Cervantes.

Por Silvina Friera
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Alejo Carpentier es un escritor fundamental del siglo XX.
En los primeros años veinte del siglo pasado el ambiente cultural de La Habana estaba hegemonizado por los epígonos del modernismo. Todo lo que estuviera vinculado con la cultura negra del Caribe era profundamente despreciado o bien ignorado. Pero el joven Alejo Carpentier, que había nacido en esa ciudad el 26 de diciembre de 1904, y sus compañeros de generación rompieron con esa mentalidad cuando crearon el Grupo Minorista, nombre que se adjudicaron irónicamente por su condición de “minoritarios”. “Nos dimos cuenta de que no lograríamos nada remedando lo que nos llegaba de Europa, que precisábamos trabajar con la realidad cubana”, recordaba el escritor y periodista.
En 1927 estuvo preso en la cárcel de la irrespirable dictadura de Gerardo Machado, en donde escribió la mayor parte de su primer libro, ¡Ecue-yambao! (“Dios Alabado seas”, en el dialecto ñañigo de los afrocubanos). El autor renegaría años más tarde de este apresurado debut literario: “Es un intento fallido por el abuso de metáforas, de símiles mecánicos, de imágenes de un aborrecible mal gusto futurista, y por esa falsa concepción de lo nacional que teníamos entonces los hombres de mi generación”. Pero si la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es, como escribió en las páginas finales de El reino de este mundo, Carpentier fue el escritor latinoamericano que más luchó por aplicar su teoría de lo real-maravilloso americano, en la que proponía subvertir la óptica tradicional que contemplaba los sucesos de este continente como un mero reflejo o consecuencia de lo ocurrido en Europa. Hoy, que se cumple el centenario de su nacimiento, parece necesario recordar esa lucha y las paradojas de un escritor que nunca se alejó narrativamente del mundo caribeño –por su empeño en contar la historia de América desde América–, pero que no pudo desprenderse del todo de una visión del Nuevo Mundo que era ineludiblemente europea, al menos en la práctica.
El padre de Carpentier, un arquitecto de origen francés que estudió violoncello, llegó a Cuba, asqueado de Europa a raíz del “caso Dreyfus” en 1902, el mismo año en que nacía la república. Su madre, rusa aunque de formación francesa, era pianista. Carpentier, un lector precoz de Pío Baroja, Valle-Inclán y Alejandro Dumas, comenzó a escribir en las revistas y los diarios más populares de La Habana en 1922, a los 18 años (ver aparte). Después de su experiencia en la cárcel de la dictadura de Machado, la policía le había prohibido salir de la ciudad y le negaba el pasaporte. Pero la llegada del poeta surrealista francés Robert Desnos, en marzo de 1928, para participar del Séptimo Congreso de la Prensa Latina, le permitió a Carpentier huir de esa dictadura: el poeta le entregó su documentación como delegado del Congreso, y el escritor cubano se embarcó rumbo a Francia con la idea de respirar un poco de aire puro y regresar. Pero vivió en ese país once años. Y se contaminó con tanto surrealismo.
Mientras frecuentaba la vida nocturna parisina bajo la tutela de Desnos, Carpentier se interesó por experimentar las combinaciones que se podían hacer entre texto y música. Comenzaban, entonces, los años que él calificaría de “bohemia heroica”; trabajó en distintas emisiones radiofónicas con Antonin Artaud, Desnos y Jacques Prevert, entre otros. Con Paul Claudel, autor de Cristóbal Colón, realizó una adaptación radiofónica de ese libro para la emisora Radio Luxemburgo en 1937. El texto de Claudel irritaba al escritor cubano por el empeño hagiográfico con el que trataba de atribuirle virtudes sobrehumanas al descubridor de América. Sólo faltaba un eslabón en la cadena para que el escritor cubano encontrara el motivo de una de sus últimas novelas, El arpa y la sombra, escrita en 1978: el libro de León Bloy, donde el escritor católico solicitaba nada menos que la canonización de Colón, a quien comparaba con Moisés y San Pedro.
Pero el grupo de Desnos, al cual pertenecía Carpentier, se alejaría de André Breton, acusándolo de transformar el movimiento surrealista en una especie de sociedad secreta y exclusiva, que detentaba plenos poderes para dictar excomuniones. “En buen cubano diría que me encendió la chispa –resumía el escritor su experiencia surrealista–. Vi cómo mucha gente andaba buscando lo maravilloso en lo cotidiano, fabricándolo cuando no lo encontraba, en tanto que nosotros teníamos lo fortuito, lo insospechado, lo insólito, lo maravilloso latinoamericano en estado bruto, al alcance de la mano, listo para ser usado en arte, en literatura, como un ready-made de Marcel Duchamp”.
Carpentier, que estaba en Madrid cuando cayó la dictadura de Machado, depositaba todas sus esperanzas en los republicanos españoles. Pero la derrota republicana provocó un giro copernicano en las posiciones del escritor cubano, que cuestionó la vulgaridad francesa y manifestó su pesimismo respecto del futuro de Europa. En 1939 regresó a La Habana para rastrear o iluminar su “americanidad”; necesitaba entender realmente, confesó, “lo que somos, quiénes somos, y qué papel es el que habremos de desempeñar en la realidad que nos circunda y da un sentido a nuestros destinos”. Y lo consiguió viajando a Haití en 1943. Y de ese encuentro revelador con la historia de las tres primeras revoluciones antillanas surgirá El reino de este mundo, novela en la que el escritor cubano expone su pensamiento acerca de lo real maravilloso. En el prólogo del libro, publicado en 1949, Carpentier señala que “lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de ‘estado límite’...”.
El relato plantea la emancipación de los esclavos de Haití como consecuencia de la fe que la colectividad deposita en la supervivencia de su líder Mackandal, a quien dota de poderes licantrópicos, y no de la Revolución Francesa. El problema reside en la distancia que media entre la teoría y la práctica de lo real maravilloso. En los hechos, la percepción de ese narrador es europea porque se asombra o toma como prodigiosos episodios que para los esclavos son indiferentes por naturaleza, como las metamorfosis de su líder, a quien consideraban inmortal. Al no participar del modo de percepción de los esclavos, el narrador observa desde fuera los acontecimientos que considera maravillosos.
En Venezuela, país en el que vivió durante catorce años y al que definía como “una especie de compendio telúrico de América”, escribió la que es considerada su mejor novela, El siglo de las luces. Sus viajes al río Orinoco le inspiraron la alegórica Los pasos perdidos, en la que un músico literalmente embrutecido por la vida que lleva en Nueva York es enviado a América latina con la misión de recoger instrumentos para un museo organográfico. El contacto con la naturaleza primigenia, mientras remonta el río, le permitirá recuperar su inspiración y comenzará a escribir una cantanta. Pero como no tiene suficiente papel, decide regresar a Nueva York. Cuando consigue volver al río, busca sin fortuna ese signo inscripto en la corteza de un árbol que le había permitido entrar en aquel mundo maravilloso. El escritor cubano reivindicará, en la mayoría de los artículos y columnas que publicó en el diario El Nacional, el lenguaje barroco como el único apropiado para entender e interpretar el mundo latinoamericano. “Nuestra vida actual está situada bajo signos de simbiosis, de amalgamas, de mutaciones. El academicismo es característico de las épocas asentadas, plenas de sí mismas. El barroco, en cambio, se manifiesta donde hay transformación, mutación, innovación; el espíritu criollo de por sí es un espíritu barroco.”
A principios de 1959, Carpentier volvió a La Habana, entusiasmado por la Revolución Cubana: “Oí las voces que habían vuelto a sonar, devolviéndome a mi adolescencia; escuché las voces nuevas que ahora sonaban, y creí que era mi deber poner mis energías, mis capacidades al servicio del gran quehacer histórico latinoamericano que en mi país se estaba llevando adelante”. Fue director de Publicaciones del Estado, ministro consejero de asuntos culturales en la embajada de su país en Francia y diputado de la primera Asamblea Nacional del poder popular de Cuba. En 1977 Carpentier ganó el Premio Cervantes, el máximo galardón de las letras hispánicas. Su discurso de aceptación del premio fue, en parte, su testamento. “Cervantes, con el Quijote, instala la dimensión imaginaria del hombre, con todas sus implicaciones terribles o magníficas, destructoras o poéticas, novedosas o inventivas, haciendo de ese nuevo yo un medio de indagación y conocimiento del hombre, de acuerdo con una visión de la realidad que pone en ella todo y más aún de lo que en ella se busca.” Con su muerte, el 24 de abril de 1980, se iba el escritor cubano que cautivó a sus lectores con un léxico artificioso y poblado de arcaísmos. Carpentier fue el Goliat de los escritores barrocos.

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