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Cultura|Sábado, 12 de febrero de 2005
A LOS 89 AÑOS, VICTIMA DEL CANCER, MURIO UNA
FIGURA CENTRAL DE LA DRAMATURGIA DEL SIGLO XX

Arthur Miller, la vida sobre el escenario

No sólo enfrentó la caza de brujas de Joe McCarthy: fue un lúcido pensador que supo retratar la decadencia de una sociedad, comprometido con la causa humana.

Por Hilda Cabrera
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Miller y Marilyn Monroe, una relación que levantó polvareda.
En algún momento Hollywood convirtió al dramaturgo Arthur Miller, que falleció el jueves a los 89 años, enfermo de cáncer, en su rancho de Roxbury (Connecticut), en un playboy. Su relación con Marilyn Monroe había frivolizado su figura de hombre serio, comprometido con las causas justas, y de crítico de la realidad social estadounidense. Esa imagen exterior fue neutralizada cuando el escritor publicó Timebends (Vueltas al tiempo), autobiografía en la que refería aspectos de su vida y de su trabajo sin obviar a Marilyn. Surgía entonces el personaje de carácter, el judío algo rudo y extraordinariamente lúcido que los lectores de sus ensayos y los espectadores de sus obras suponían que era, y más todavía cuando privilegiaba tratar asuntos relacionados con la ética. Por aquel libro, por sus declaraciones y por testigos se sabe que en los años ’50 se negó a denunciar a sus camaradas ante una comisión parlamentaria de “Actividades Antinorteamericanas”, que emprendió una caza de brujas incentivada por el senador Joseph E. McCarthy. Por aquella actitud fue condenado a treinta días de prisión y al pago de 500 dólares. Se sabe también que Miller estuvo entre los que se opusieron a la guerra de Vietnam y que, entonces y más tarde, integró organizaciones defensoras de derechos humanos.
La vida de Arthur Miller es prolífica en obras teatrales, ensayos (varios de éstos recogidos en el volumen Echoes down the corridor, traducido como Al correr de los años), y en hechos que atraparon la atención de muchos. En el orden sentimental, los cinco años vividos junto a Marilyn, por ejemplo, con quien se casó en 1956; y en política, uno de sus encuentros más célebres: el que protagonizó con el líder soviético Mijail Gorbachov. Sucedió en 1986, cuando la entonces Unión Soviética invitó a Miller y a quince escritores y científicos africanos, europeos y estadounidenses a un encuentro con sus colegas soviéticos: “A diferencia de sus antecesores –escribió entonces–, Gorbachov no estaba ojeroso y abotargado a consecuencia de la bebida; llevaba traje marrón, camisa beige, corbata a rayas y poseía sonrisa obsequiosa y un destello de inteligencia moderna en la mirada”. Así lo describía ya en su oficio de columnista, cuando publicaba sus crónicas sobre personajes famosos en la revista Newsweek. Entonces se quejó, porque debió “abreviar” su texto. El hecho no quedó claro. ¿Qué había querido retratar Miller? Se ha dicho de este premiado dramaturgo (ganó el Pulitzer por La muerte de un viajante, y entre sus últimos galardones recibió el Príncipe de Asturias de las Letras 2002) que era “un memorioso prudente”. Así lo demuestra en su autobiografía. Lo cierto es que opinó, y entre otros asuntos señaló que “Marx gobernaba Rusia y Adam Smith el aparato estatal norteamericano”, aun cuando las teorías de estos pensadores eran consideradas caducas. Según el escritor, aquellos teóricos no avizoraron el universo de computadoras, “de hambre y derroche en el que vivimos, con un proletariado menguante, una clase media que se aburguesa y una creciente masa de indigentes (o de trastornados por el hambre) que vagabundean por las ciudades del capitalismo”.
Teatristas e intelectuales argentinos pudieron dialogar a gusto con el dramaturgo neoyorquino en 1993, cuando fue invitado a dictar una cátedra organizada por la Fundación Banco Patricios sobre Los intelectuales, la libertad creadora y el poder político. Aquel diálogo espontáneo (nada que ver con la cátedra) resultó una fiesta para todos. Miller expresó su gratitud y afecto a quienes le manifestaron en esa oportunidad la importancia que tenían sus obras en las propias producciones. Se hallaban presentes prestigiosos dramaturgos, actores y directores nacionales, y parte del elenco que esa misma temporada ofrecía una nueva versión de La muerte de un viajante, dirigida por Julio Baccaro, en el Teatro IFT. El autor acababa de estrenar en el Young Vic Theatre de Londres The Last Yankee, pieza que poco antes mostró en el off Broadway. El recibimiento en Buenos Aires no pudo ser más entusiasta para su persona. Considerado uno de los padres de la dramaturgia estadounidense –como lo fueron Tennessee Williams, Eugene O’Neill y Edward Albee–, Miller supo trabajar finamente el lenguaje teatral y construir personajes creíbles. Comprometido con los problemas sociales, logró incluso influir sobre la dramaturgia de los ’80, cuando la escena se volcaba totalmente a la imagen. Sam Shepard y David Mamet fueron algunos de los creadores que otorgaron protagonismo al texto, en contrapunto, quizá, con los “silencios” tan apreciados de un Robert Wilson, por ejemplo. La valoración de la palabra produjo entonces puestas célebres, como otra de La muerte..., con Dustin Hoffman en el papel del salesman Willy Loman, arquetipo del hombre común estadounidense que en la posguerra no pudo cumplir con el sueño americano de grandeza. Hoffman popularizó además a ese personaje en una posterior versión fílmica de Volker Schlöndorf.
En la escena, no todo fueron rosas para Miller, quien gozó de gran repercusión a través de las adaptaciones fílmicas de sus obras. Respecto del teatro se lamentó, en varias ocasiones, de su escasa repercusión social. Esas declaraciones estaban influidas por el malestar que le producían determinados aspectos de la cultura de su país. Esto reforzaba la proverbial ambivalencia de sus personajes, siempre en lucha entre el pesimismo y la esperanza. El mismo descreía del “sueño americano”, mística que endulzó la vida de sus conciudadanos. Criticaba la “inanidad” en el teatro y la carencia de personajes conectados con la propia cultura. En una entrevista a The Guardian, ejemplificó esta escasez apoyándose en su admirado O’Neill y su atroz realismo: este autor mostraba negros y sirvientes, obreros y tilingos sofisticados, apuntaba. Y recordaba que si bien era cierto que a la clase obrera podía no interesarle aquello que escribiera O’Neill, se suponía que este dramaturgo excepcional le estaba hablando a la nación. “Cuando me inicié, recibí esa idea, la de que estaba hablando a todo el público –aclaró entonces–, y que yo hablaba en nombre de él.” Eran evidentemente otros tiempos y otras ambiciones, hoy consideradas caducas por vastos sectores de la dramaturgia.
Las producciones de Miller fueron asociadas con los nombres de Marx y Freud: se dijo que lo inspiraban al momento de reflexionar sobre los conflictos sociales y psicológicos. Algo de esto se advierte en sus primeras obras, y, entre las célebres, en aquellas que jerarquizan las relaciones familiares y los estados de ánimo de los personajes, a los que el autor les otorga trascendencia (de ahí tal vez el primer título de La muerte..., The Inside of his Head). Otro tanto se opinó respecto de las presiones políticas y sociales. Ejemplos de aquellas seducciones son acaso Todos eran mis hijos (1947), La muerte..., Panorama desde el puente (1955), Después de la caída (1964), El precio (de 1968, y según los especialistas, “continuación” de La muerte...) y Las brujas de Salem (1953), impactante parábola sobre el macartismo y alerta respecto de lo que el dramaturgo denominó “terror público”: la “teoría” de que la moral no es un asunto personal sino una cuestión de Estado. También esta obra cambió de nombre: primero fue The Crucible, denominación que fue desplazada por Las brujas..., cuando Marcel Aymé la tradujo al francés como Les sorcières de Salem.
Quizás una de las obras más enojosas de Miller respecto de la sociedad de su país fue The Last Yankee. La acción transcurre en un hospital psiquiátrico, en el que se muestra a una mujer sumida en una fuerte depresión. Para el autor, esa instancia era una amenaza real en su país y la atribuía a la presión del medio, tanto por vía económica como psicológica. Se produce –decía– cuando es imposible “levantar cabeza” y la situación personal se agrava, sea por asuntos como el de hallar un empleo o el de tomar conciencia del abismo cada vez mayor entre ricos y pobres.

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