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Cultura|Miércoles, 16 de febrero de 2005
LEONIDAS LAMBORGHINI, EL POETA QUE ELIGIO LA
PARODIA COMO FORMA DE CUESTIONAR LO ESTABLECIDO

“El concepto de perfección es algo paralizante”

Más de una vez fue acusado de “mancillar la poesía”, pero hoy nadie duda del valor de los textos de Lamborghini, que hizo mucho más que acuñar aquella frase de “las patas en las fuentes”. En una extensa charla, el poeta admirado por Walsh y Marechal hace un relajado repaso de sus convicciones.

Por Silvina Friera
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El próximo mes, la editorial Adriana Hidalgo reeditará el poemario Odiseo confinado, originalmente publicado en 1992.
Es el Discepolín de la poesía argentina contemporánea. Leónidas Lamborghini no es tan flaco como su admirado poeta, pero cuando escribe es tan revulsivo y sarcástico, y mezcla lo “alto” y lo “bajo” como su maestro. “La forma en que concibo un poema tiene algo de autoinmolación, es siempre autodestructivo, porque se quiere saldar las cuentas con ese mentiroso que llevás adentro”, señala en la entrevista con Página/12. La sospecha de que el camino de la lírica era un modelo agotado a mediados de la década del ’50, cuando empezó a garabatear su primera plaqueta El saboteador arrepentido, lo hizo rumbear para otros sitios donde encontró la belleza en la parodia y la mescolanza. Y era lógico que su registro dramático o tragicómico hiciera estallar en pedazos toda la literatura anterior, desde la sintaxis, la respiración o las intenciones. Vislumbró en el Martín Fierro la posibilidad de hacer poesía “con personaje” y se atrevió a demostrarlo con ese largo ciclo protagonizado por El solicitante descolocado, que incluye cuatro textos notables: Al público, Las patas en las fuentes, La estatua de la libertad y Las diez escenas del paciente. Romper con lo establecido, se sabe, molesta. Y no faltó la incomprensión de sus colegas y de la crítica, que le dijeron que lo que él hacía no era poesía. Pero eso fue allá lejos y hace tiempo. Porque en el panorama actual, este poeta peronista, elogiado por Walsh y Marechal, es uno de los escritores vivos más respetados y admirados. La editorial Adriana Hidalgo reeditará en marzo su poemario Odiseo confinado, publicado en 1992 y presentado entonces por Ricardo Piglia, quien escribió un recordado texto en el que confesaba que “todos admiramos a Leónidas Lamborghini y todos lo hemos copiado”.
Leónidas es hermano de otro gran escritor, Osvaldo Lamborghini, y fue amigo de John William Cooke, ese lúcido intelectual de la izquierda peronista que decía que la poesía de Lamborghini era una bofetada a los payasos solemnes. “Y sí, ya nadie se acuerda de que la frase las patas en las fuentes la inventé yo.” dice en un tono zumbón este poeta. Ese invento fue el título de un libro suyo de la década del ’60, Las patas en las fuentes (1965) –considerado uno de los más audaces de la poesía argentina–, que surgió en respuesta al diputado radical Sanmartino, que había definido al peronismo como “aluvión zoológico”. Lamborghini, que estuvo exiliado en México desde 1977 hasta 1990, repasa su opción por romper con el modelo de la lírica y explica sus ideas sobre el fracaso, la parodia, la mescolanza, la risa y el peronismo como si estuviera charlando con sus amigos en un café.
–¿Cuándo empezó a utilizar la parodia como procedimiento?
–No fue del todo consciente, pero en El saboteador arrepentido, con el que empecé en 1955, ya estaba esa risa, que es una risa fuera de lugar y que me ha acompañado en toda mi obra. Recién ahora me encuentro en condiciones de hablar de ella, porque se metía en mi escritura sin ser yo demasiado consciente. La parodia es una manera de responder a un modelo que siempre te lo pintan como perfecto, cuando la verdad del modelo es su propia imperfección. Para mí el concepto de perfección es paralizante, y la parodia, como diría Proust, es el procedimiento apropiado para hurgar la influencia que puede tener un modelo. En mi exilio en México pensaba que no iba a escribir más, y quería hacer un corte absoluto con mi pasado de militante y escritor. Causa risa cuando un escritor dice “esto es lo último, me paro acá y no escribo más”. Pero después, es duro bancarse la solicitud que te hace el lenguaje, que se quiere poner en movimiento otra vez, ese ejercicio de desafiar al “no poder”. Esto lo dice de otra forma Mallarmé, cuando alude al horror de la página en blanco. Ese horror es la impotencia; entonces la fórmula es “poder y no poder”. Pero he nacido para escribir, para estos intentos... porque se sabe que entre la idea y la realización hay una distancia tan grande que a lo mejor por eso hay que seguir escribiendo.
–Sartre decía que el que elige la poesía, elige el fracaso.
–Sí, es cierto, porque el lenguaje no te da más, o quizá sea culpa de uno. Por eso me he quedado muchas veces con el balbuceo, porque tiene una fuerza que no hay en la cosa escrita y redactada. El balbuceo es un caos, es muy desordenado, pero le da vida a la poesía. No me gusta lo demasiado dicho; al lector hay que dejarle un margen para que él haga su trama. Como decía Joyce, si no hay astucia en el escritor, si no hay esa ambigüedad que el oficio te pone a disposición, la cosa se hace burda. A mí me cansan las estereotipias.
–¿Podría definir su poética como una poética de la mescolanza?
–Sí, ésa es la palabra que usa Discépolo. Pero no es una combinación como en química, donde desaparecen los elementos que la componen, sino que se nota el esfuerzo de barro, de piedra, todavía no asimilado, que está ahí, visible. Hay un tango que admiro, Los cosos de al lado, porque refleja una sociedad de envidiosos, que creo que lo somos. La palabra coso, al menos para mi generación, es peyorativa. Hay una línea que dice: “La grandeza de la noche, el olivo se tomó”. Y ahí está el cruce que he buscado en toda mi poesía entre lo alto y lo bajo, y eso es lo que me sigue calentando, como me calienta la parodia como una forma de belleza del arte de nuestra época. La parodia pone en cuestión una serie de valores sagrados de una sociedad, y lo que la parodia demuestra es que esos valores están vaciados de contenidos, que son simple cartón pintado. Para mí hay que empezar de nuevo cuestionándonos qué es la gran poesía, el gran arte, la gran política. Occidente está desvariando todo el tiempo y por eso es necesaria la parodia, porque trata de revelar la mentira del modelo.
–¿Qué efecto generó la risa en sus poemas?
–Fueron cuarenta años de no ser escuchado, decían que yo mancillaba la poesía. He tenido críticas de mis libros que terminaban con “no lo compre”. La incomprensión viene de que empiezo a escribir cuando se confunde poesía con lírica, pero se habían olvidado de que también existía la épica, el drama, la sátira y la risa. En todos los grandes, como Shakespeare, está la risa. Discépolo fue una iluminación para mí cuando dijo: “Tanto dolor que hace reír”. El estaba planteando que hay que ver lo trágico desde lo cómico. Por ejemplo, es lo que hace Kafka en La metamorfosis: Gregorio Samsa se despierta convertido en una cucaracha, y lo primero que hace es acomodarse a su nueva situación y piensa que va llegar tarde al trabajo. ¡Cómo se debe haber reído cuando lo escribió!
–¿Por qué se le tiene miedo a la risa?
–Porque no responde a las exigencias de lo serio que se supone que requiere el arte. Pero yo descubro en la gauchesca que esa risa es toda una política porque está enderezada a fracturar esa muralla, esa fachada de seriedad que ofrece el sistema. La risa, en la gauchesca, es una poética y una política.
–En su caso, ¿la risa es una poética y una política?
–Sí. Hay una escena en Tito Andrónico, de Shakespeare, en la que el príncipe dice “ja, ja” cuando lo están torturando. Entonces el torturador le pregunta por qué se ríe. Y él le contesta: “No tengo más lágrimas para verter”.
–Es similar a Discépolo, “tanto dolor que hace reír”...
–Sí, es cierto porque los grandes se tocan. Hay una comunión de los santos, como la llamo yo. Con mucha razón, el texto de Discépolo se toca con el de Shakespeare, y se tangencia y se reescribe. En el momento en que se tangencia puede haber un fracaso, el del imitador, pero también puede haber un paso adelante como el del émulo, que sostiene que esto se puede decir de esta mejor manera. Esa es una relación provechosa con el modelo. La relación no provechosa es orbitar la luz que da ese modelo, caer y quemarse.
–¿Todavía lo cómico está mal visto en la poesía?
–Sí, pero no tanto como cuando yo empecé. Siempre hay un núcleo del establishment de la poesía que no te va a abrir la puerta ni por joda. Es la gente seria. Yo soy un bufón que está para controlar la locura del poder, como en El Rey Lear de Shakespeare. El viejo está loco y a cada momento llama al bufón porque lo necesita para que le diga que no es un rey, que es un estúpido. ¿Cuántos tipos del poder tendrían que tener un bufón al lado para que no sigan haciendo macanas? (risas). Para mí, el personaje del gauchesco es un bufón, Martín Fierro es un bufón que le está diciendo al poder “ojo”. En la primera parte, Fierro bufonea y se va con los indios. En la segunda, en cambio, dice que hay que exterminar al indio porque cambia un genocidio por el otro: cambia el genocidio del gaucho por el del indio. Y entonces siempre estamos en el genocidio. Esta es una sociedad de genocidas, pero siempre es la juventud la que va al muere con estos viejos mentirosos que, como diría Byron, “luchan por su renta”.
–¿En qué lugar coloca al poeta este tipo de sociedades?
–Y... lo ponen al poeta en el lugar del boludo, pero escúchenlo... El problema es que nadie quiere ser bufón porque la risa empieza cuando uno se ríe de sí mismo.
–Usted dice que escribe con el oído. ¿Cómo es eso?
–El ritmo es vida, y hay un ritmo que siempre escuchás cuando estás escribiendo, y lo que no entra dentro de ese ritmo, por más cierto o verdadero que sea, lo sacrificás por alguna otra palabra que no dé el sentido tan exacto, pero que se pegue a ese ritmo, que no lo rompa. Valéry decía que había una vacilación entre el sentido y el sonido. El poeta muchas veces sacrifica el sentido por el sonido. Para el poeta, el sonido es un sentimiento y en él está el sentido. Por eso digo que escribo con la oreja, como los músicos, y con la oreja porque estás escuchando voces, la tuya mezclada con los actores que tenés adentro y que piden que los pongas en escena. Y para eso los tenés que escuchar. La gente que lea esto dirá que hay algo de locura en esto, pero es así... ¡qué le vamos a hacer! (risas).
–Las patas en las fuentes es considerada la obra más audaz de la poesía argentina. ¿En dónde reside esa audacia, acaso en haber poetizado al peronismo?
–Para mí el modelo fue el Martín Fierro; yo quería trasladar esa risa de la gauchesca a un personaje urbano. El atrevimiento poético del lenguaje, esa audacia que vieron otros, estuvo en esa risa para una cosa tan trágica como era la exclusión de toda una parte de la sociedad, la persecución, la resistencia. Pero el atrevimiento mayor fue la ruptura con una poesía, la lírica, que no encontraba la forma de asumir una nueva forma de lo gauchesco.
–¿En Odiseo confinado hay una constante preocupación por el fracaso?
–El fracaso es una estética. Los poetas huimos del éxito, no sé qué pasa con eso que llaman éxito, no quisiéramos estar en esa fiesta. Después nos quejamos, pero hacemos todo lo posible por no estar en esa fiesta. Hay ahí una impostura porque uno se resiste a entrar en ese carnaval, prefiere el propio.

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