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Cultura|Jueves, 17 de marzo de 2005
ESTE AÑO, GRISELDA GAMBARO ABRIRA LA FERIA DEL LIBRO

“Cederme la palabra es un reconocimiento al teatro”

Por primera vez en treinta años, una mujer abrirá la Feria del Libro, el mes próximo, y se trata de la dramaturga Griselda Gambaro. Según la autora, de la que Norma acaba de reeditar también una de sus novelas, es un resarcimiento de género, en dos sentidos: femenino y teatral.

Por Silvina Friera
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“En la escritura teatral, la respiración de la palabra es distinta.”
Nunca aparta la mirada cuando habla. La sostiene con un gesto delicado, la utiliza para subrayar un pensamiento, explicar una idea o para comprobar que sus invitados están cómodos. Griselda Gambaro recibe a Página/12 en su pequeño paraíso terrenal: una casa tan amplia como sencilla en Don Bosco, que sería la envidia de los poetas latinos que le cantaban a la naturaleza y despotricaban contra la vida problemática de las grandes urbes. Antes de que la figura menuda de la escritora asome por la puerta, salude e invite a pasar, las santa Rita, las begonias, los helechos, las damas de noche y las rosas, entre otras plantas, anticipan una de las maneras que eligió la dueña de casa para estar en el mundo: lejos del “centro” y de los teatros en donde se suelen presentar sus obras, como La señora Macbeth, su versión sobre la tragedia de Shakespeare, que se repuso hace un mes en el teatro Cervantes. Lejos, también, de las librerías en las que se venden sus novelas, como Después del día de fiesta, inspirada en la figura del poeta italiano Giacomo Leopardi, publicada en 1994 y ahora reeditada por la editorial Norma. “La escritura es mi manera de estar en el mundo”, dice la dramaturga y narradora, la primera mujer que inaugurará la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, después de 30 años monopolizados exclusivamente por los hombres.
Gambaro bromea sobre los cuarenta y dos años dedicados a la escritura de piezas teatrales, novelas, cuentos y ensayos: “Tengo una obra extensa porque tengo una vida larga”. El mundo, según la escritora, está para que ella lo escriba. Lo admite con pudor, acaso porque piensa que suena soberbio, pero no encuentra otra forma de explicar su relación con lo que la rodea.
–¿Pensó qué va a decir en la Feria del Libro?
–Todavía no, seguramente voy a mencionar el hecho de que las mujeres hayan sido excluidas de la palabra, no por mí sino por todas las escritoras omitidas que podrían haber estado en mi lugar con el mismo derecho. Poder abrir la Feria del Libro lo considero una especie de resarcimiento para el teatro. El género dramático es una especie de pariente pobre de “la gran literatura”, y muchas veces la propia gente que hace teatro tiende a desvalorizarlo.
–¿Por qué?
–Algunos, con mucho talento como (Ricardo) Bartís, tratan de acercarse al texto por otro camino, destrozándolo; otros, lo hacen por simple exhibicionismo o narcisismo escénico. Yo considero que la palabra en teatro es fundamental porque está cargada de cuerpo, de pasión, de erotismo, y anularla o saltearla es un grave error y un gran empobrecimiento en términos teatrales.
–¿Cuál es la diferencia entre la palabra en la narrativa y en el teatro?
–La respiración es distinta. La palabra narrativa tiene un aire más secreto; en cambio para mí, el teatro debe ser más contundente, aunque tenga zonas de ambigüedad o de incertidumbre. La palabra teatral va a ser corporizada y va a tener una duración en el tiempo y en el espacio muy precisa. Pide ser oída.
–Sin embargo, esa palabra parece no ser escuchada por la sociedad.
–Sí, desde el discurso político hasta el televisivo, la palabra ha perdido su sentido; tiene otros sentidos bastardos. Cuando sucede algún hecho trágico, no se termina más con la exuberancia de la palabra y del comentario: hay que continuar el tiempo del discurso sin tener ya nada para decir.
–En Después del día de fiesta, usted se atreve a mirar la pobreza y la marginalidad de frente, no de costado. ¿Cuesta acercarse desde la ficción a estas situaciones límite?
–No en mi caso, porque la palabra escrita está tan incorporada a mi vida que no tengo que hacer ningún esfuerzo. Cuando uno está en la ficción se compromete visceralmente, pero al mismo tiempo toma distancia. No me cuesta hablar de esa realidad que en esta novela está muy cercana a la zona sur donde vivo. Muy cerca de acá hay una laguna alambrada, hay casas de chapas o ranchitos, es un ambiente geográfico y social muy próximo para mí. Yo decía una vez, y alguien lo tomó muy mal, que yo no hablo de la gente de Barrio Norte porque no la conozco, porque no forma parte de mi ámbito de vida por cercanía.
–¿Cómo se le ocurrió introducir como personaje de la novela al poeta italiano Giacomo Leopardi, en esta geografía del sur del Gran Buenos Aires?
–Y ahí está el chiste. Porque así como esta realidad me es muy cercana, Leopardi también es un autor muy cercano para mí, al que siempre he leído, y que fue un personaje entrañable y tan querible por su desvalimiento frente a la vida, su sensación intensa de que el tiempo pasa y que todo despertar es un daño. No sé de qué modo se me ocurrió la idea, pero en un momento sentí que Leopardi tenía que estar acá porque se ajustaba bien insólitamente con lo que contaba.
–¿Hay una identificación con la obra o con la existencia que tuvo Leopardi, tan asfixiante desde lo familiar?
–No, no hay identificación en el sentido de que yo haya pasado por esas experiencias, pero hay un eco del dolor del mundo en todo lo que vivió Leopardi, de estas cosas terribles que nos pasan individualmente, incluso más allá de las guerras y de las catástrofes naturales. Leopardi pide una especie de distante compasión porque sufrió tanto por su carácter, por su forma de ser, por su naturaleza, pero también por ese ambiente en donde se crió.
–Leopardi es el paradigma del ser sensible que no cuaja con el mundo que lo rodea.
–Creo que esto ha pasado siempre en la humanidad desde que el tiempo es tiempo, solamente que en los románticos está exacerbado. Yo no sé si hoy tenemos una coraza mayor.
–¿Un romántico es un tipo anacrónico para los cánones de esta época?
–Sí, o bien un esquizofrénico, que de pronto se enferma porque no soporta lo que implica estar en el mundo.
–¿Alguna vez tuvo esa sensación de preguntarse qué hago yo acá?
–(Risas.) No, porque tengo un costado mediterráneo que me ha salvado de muchas cosas. Tal vez en la adolescencia sentí que era muy difícil realmente tener un equilibrio entre tantas fuerzas dispares, entre tanta incomprensión que uno sentía, entre lo que uno quería y lo que conseguía, o tenía. Pero siempre tuve la contención de una buena familia.
–Resulta curioso su interés por un poeta romántico, cuando por su obra a usted se la ubica en una visión más absurda de la vida.
–¡¡Ah!! Pero yo soy romántica, aunque no cuando escribo (risas). Quizá en mi escritura hay algo romántico, pero de una manera más dura como en El mar que nos trajo o incluso en Después del día de fiesta, en el amor de N’Bom por Tristán y la indiferencia amorosa de él hacia ella.
–¿Por qué decidió recuperar a Tristán, personaje que ya aparecía en Dios no nos quiere contentos y en Promesas y desvaríos?
–Me alegra mucho recuperarlo en esta novela. Uno de los poderes de la ficción es resucitar a los personajes. No recuerdo por qué lo traje; el origen de una novela es una trama tan compleja, que uno olvida los procesos por una cuestión de salud. Si en algún momento se me ocurrió traer a Leopardi a esta geografía, no podía estar solo, y pensé que Tristán, un personaje con el que me había encariñado, podría hacer un contrapunto interesante con Leopardi. El gran poder de la ficción o de la infancia es poder resucitar a los muertos.
–A propósito del poder, en toda su obra hay una preocupación respecto de este tema, especialmente en el ámbito familiar y político. ¿Cómo nació ese interés?
–Los autores no tenemos tantos temas; el poder ha sido una de las cuestiones sobre las que he escrito a lo largo de mi vida. Por otra parte es muy difícil desprenderse de ese tema porque todas las relaciones humanas están teñidas, para bien o para mal, de poder. Para bien o para mal, ese señor aparece.
–¿Por qué señor? ¿No sería hora de hablar del poder también en femenino, verlo como una señora?
–El poder ha sido siempre masculino y creo que lo sigue siendo, basta con ver las reuniones de presidentes en donde sólo encontrás una mujer como secretaria o como traductora. A mí me preocupa de qué manera asume la mujer el poder sin imitar a los hombres, cómo hace para que el poder sea una forma inédita de ejercicio, que no sea repetitiva de los grandes errores que se cometieron a lo largo de la historia.
–¿Cómo se relaciona el argentino con el poder?
–Los argentinos somos autoritarios, individualmente podés encontrar personas que no lo sean. Pero hay en nuestra naturaleza un fuerte componente autoritario. Basta ver las pequeñas delegaciones de poder cuando vas a una oficina pública para hacer un trámite: te encontrás con empleados que, para acentuar su importancia o su propia estimación, ejercen ese poder de manera miserable con otros.
–Cuando empezó a escribir y sus obras fueron representadas, ¿sintió la objeción de los hombres por su forma de mirar la sociedad?
–No, porque había causas políticas más fuertes que me ubicaban en zonas europeizantes o esnobistas, aunque hubo alguna crítica que me trató peyorativamente de “joven damita del teatro”. Cuando publiqué Lo impenetrable, una parodia de la novela erótica, me acuerdo que uno de los críticos subrayó que una mujer se había introducido en un ámbito absolutamente reservado a los hombres, con cierto aire de perdonavidas.
–¿De dónde proviene esa dureza en la visión del mundo que caracteriza su obra?
–Es una dureza teñida de mucha misericordia, pero me resulta imposible saber cómo surgió. Uno nace con determinadas inclinaciones, pero también es la sociedad, el mundo, lo que recibiste, lo que te va formando. Desde esa mezcla es muy difícil sacar el hilo esclarecedor.
–¿Para quién escribe Griselda Gambaro?
–No sólo escribo porque me gusta sino porque lo necesito; la escritura es mi manera de estar en el mundo. Seguramente me quedará tanto por decir porque la muerte es inexorable, pero lo que yo no podré contar, lo harán otros por mí. Eso es lo bueno; lo malo es que no podré leerlo (risas).

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