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Cultura|Miércoles, 27 de abril de 2005
MURIO EL ESCRITOR AUGUSTO ROA BASTOS, UNO DE LOS
MAXIMOS REFERENTES DE LAS LETRAS LATINOAMERICANAS

El hombre que dio una larga pelea contra el poder

A los 87 años y tras una caída en su casa, murió ayer en Asunción Augusto Roa Bastos. Dueño de una obra prestigiosa aunque no demasiado extensa, el escritor paraguayo era desde hace décadas un símbolo de la resistencia a las dictaduras. Su obra “Yo, el Supremo” marcó a fuego su firma y su vida.

Por Silvina Friera
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Roa Bastos cosechó muchos y grandes premios. El más importante fue el Cervantes.
Augusto Roa Bastos, uno de los escritores más complejos y destacados del siglo XX, ganador del Premio Cervantes, murió ayer en Paraguay a los 87 años. Hombre de una calidad humana excepcional, el autor de Yo, el Supremo –una metafísica sobre los atropellos del poder– decía que había vivido en un perpetuo exilio, un peregrinaje doloroso que se inició cuando partió en 1947 a Buenos Aires, escapando de la dictadura feroz de Alfredo Stroessner. En Argentina escribió varios de sus libros más recordados, pero en 1976 los militares argentinos incluyeron la novela de Roa Bastos entre los textos considerados “subversivos” y el escritor guaraní tuvo que exiliarse en Francia. “Siempre detrás de mis pasos venía alguna dictadura”, recordaba con amargura. “El tema del poder en sus diferentes manifestaciones aparece en toda mi obra, ya sea en forma política, religiosa o en un contexto familiar. El poder constituye un tremendo estigma, una especie de orgullo humano que necesita controlar la personalidad de otros. La represión siempre produce el contragolpe de la rebelión. Desde que era niño sentí la necesidad de oponerme al poder, al bárbaro castigo por cosas sin importancia, cuyas razones nunca se manifiestan.”
El escritor paraguayo nació en Asunción en 1917. Su padre, ex seminarista y escritor frustrado, siempre se imponía por sobre la madre de Roa Bastos –que le leía la Biblia en guaraní– para prohibirle hablar el “idioma de los plebeyos”. En varias oportunidades, el escritor señaló que “escribía por la madre y en contra del padre”. Testigo de la revolución de 1928, trabajó como voluntario en el servicio de enfermería durante la etapa final de la guerra entre Paraguay y Bolivia (1932-1935) por el control de la región desértica del Chaco y, sin afiliarse a partido alguno, Roa Bastos se puso a la vanguardia de la lucha a favor de las clases oprimidas de su país. En 1930, a pedido de su madre, quien le regaló un libro de William Shakespeare y otro de literatura guaraní, escribió una pieza teatral, La Carcajada. Mientras empezaba a escribir cuentos y poemas, trabajó como periodista en un periódico de Asunción, El País. En esos años de formación, una de las influencias capitales fue William Faulkner, pero para liberarse de lo que él consideraba “la pesadez del estilo español”, también le dieron una mano Hemingway, Hawthorne y Melville.
En El trueno entre las hojas (1953), diecisiete cuentos que se sumergen en las catacumbas de la opresión política, el choque de culturas indígenas y extranjeras y la lucha por sobrevivir a la guerra y otras catástrofes, el escritor guaraní reprodujo la experiencia paraguaya en términos simbólicos y míticos. El monoteísmo del poder constituyó uno de los ejes temáticos de la narrativa del entrañable Roa Bastos, una trilogía que arrancó con Hijo de hombre (1960) –con la que conquistó un lugar en el mundo literario de Buenos Aires–, continuó con Yo, el Supremo y concluyó en 1993 con El fiscal. A mediados de los años ’60, enseñó literatura en la Universidad de Rosario y trabajó en varios proyectos con Ernesto Sabato y Jorge Luis Borges. “Sigue siendo uno de mis grandes héroes”, dijo el escritor, aludiendo a Borges. “Lo conocí cuando trataba de cruzar la calle y su vista ya le estaba fallando. Le asaltó el temor de una muerte violenta, y quedó paralizado. Lo tomé del brazo y lo ayudé a cruzar –recordaba Roa Bastos–. Nos llegamos a conocer bastante. Cuando decía cosas que molestaban a los demás –los políticos, los militares– lo hacía como una broma. No lo hacía para ganar el favor de los oficiales militares. Los odiaba. En todos los pueblos existe un hombre excepcional que compensa las deficiencias del resto. En esos momentos, cuando la humanidad se halla colectivamente en un estado de decadencia, siempre quedan esos seres excepcionales como punto de referencia. Borges era uno de ellos.”
En 1967, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes invitaron a Roa Bastos para que escribiera un retrato de José Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840), dictador paraguayo cuya vida es recreada en Yo, el Supremo (1974). La idea era reunir los perfiles de los dictadores latinoamericanos en un gran libro que se titularía, irónicamente, Los padres de la patria. Aunque el proyecto fracasó, la novela sobre el dictador paraguayo devino para Roa Bastos en una forma trascendental de escritura, una metaescritura. Apelando a una puntuación no convencional y a varios narradores que desafían la subjetividad de cada momento, el autor “recopila” distintos documentos a través de los cuales habla una sola voz doble, El Supremo/Ñanderuvú. Carlos Fuentes dijo en 1986 en el New York Times, cuando apareció la versión en inglés traducida por Helen Lane, que la novela de Roa Bastos es “un libro brillante, de rica textura, un extraordinario retrato, no solamente del Supremo, sino de toda una sociedad colonial a punto de aprender a nadar o de cómo ahogarse en el mar de la independencia nacional”.
La dualidad de la obra del escritor paraguayo y su capacidad de multiplicar las voces hasta el infinito a partir de un solo ser doble que se engendra a sí mismo, desembocó en otra afición suya: la de repetir las versiones de sus libros, en sucesivos palimpsestos, que nunca se daban por definitivos. El lo llamaba “la poética de las variaciones”. Magnífico a la hora de dominar estos recursos, Roa Bastos ponía en permanente cuestionamiento su obra mediante la autocorrección. “Escribir es despegar la palabra de uno mismo, cargar esa palabra que se va despegando de uno con todo lo de uno hasta ser de otro”, escribía en Yo, el Supremo. En la escritura de Roa Bastos, a diferencia de otros de sus colegas latinoamericanos, se percibía siempre al poeta agazapado que se multiplicaba en las voces de los otros. La obra del escritor paraguayo, compleja e impactante por el modo en que ahondaba en los problemas sociohistóricos de su país, fue un desafío constante a la imaginación. Autor cuyo reconocimiento excede las fronteras latinoamericanas, porque hace años que su prestigio se hizo universal, Roa Bastos publicó un puñado de libros, menos celebrados que los que integran su trilogía sobre el poder, como Los pies sobre el agua, Madera quemada, Cuerpo presente y otros cuentos, Vigilia del almirante, novela sobre Cristóbal Colón, Madame Sui, y Contravida, entre otros, que fueron traducidos a 25 idiomas.
La literatura universal perdió a uno de los grandes escritores, acaso el Supremo, del siglo XX, una suerte de Joyce latinoamericano que no dejaba de intrigar y sorprender al lector curioso.

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