No es cierto que “los libros de historia se venden bien”. La gran mayoría de ellos, los que se escriben “para vender” por oportunismo o por encargo de las editoriales, suelen ser un fracaso rotundo. También aquellos que reflejan la óptica conformista y escolar de la historia “oficial”, aun disfrazada de cientificismo académico. Porque lo que la gente favorece en las librerías son aquellos textos que, consistentemente y a partir de autores con trayectoria en ello, contradicen la historiografía liberal y reaccionaria que desde el fin de nuestras guerras civiles explica, sustenta y justifica el modelo que hoy estrangula y posterga a nuestra Argentina. Es que muchos han comprendido que la versión histórica no es banal, que la construcción interesada del imaginario colectivo contribuye a perfilar el ciudadano y la ciudadana que todo sistema necesita para su consolidación y expansión. No es lo mismo celebrar a Rivadavia con la avenida más larga del mundo que revelarlo como pionero esencial del porteñismo antiprovincial y del elitismo extranjerizante que siempre caracterizará a nuestra dirigencia. También don Bernardino inició la exacción de nuestras riquezas a través de los empréstitos venales; por su parte, el Banco de Descuentos, que fundara con Manuel J. García, traidor a la patria con calle en Buenos Aires, enseñó a las generaciones posteriores cómo especular financieramente para drenar divisas y oro del tesoro nacional.
¿Por qué “indultar” a Rivadavia y a otros muchos? Porque fueron funcionales a los intereses oligárquicos. Sin el protoliberalismo de Rivadavia son inimaginables Martínez de Hoz o Cavallo. También lo serían si se exaltara a jefes populares como Dorrego, Güemes o Artigas, a quienes nuestra historia oficial jibariza y mutila. En esa misma dirección, de San Martín se nos cuenta que trepó montañas y libró batallas, pero se nos ocultan sus ideas, que eran federalistas y antiporteñas, lo que impide comprender la razón de su torturado e interminable exilio y el legado de su sable libertador a Juan Manuel de Rosas. La posición historiográfica que algunos sostenemos es “políticamente incorrecta” y, si bien celebrada por el pueblo que puede comprar libros y que se los pasa de mano en mano, es castigada con el aislamiento de los historiadores comm’il faut, como bien lo supo, y lo sufrió, José María Rosa, sin duda el precursor heroico y lúcido. Por ello habrá que tolerar que las críticas a nuestros libros sean negativas, a veces enconadas, o, aún peor, que no seamos merecedores de una línea. O que seamos incluidos dentro de la despreciable categoría de “los que venden” como si esto no fuera asunto del lector y no del autor, y como si fuera un mérito que a los demás no les interese lo que se quiere comunicar. Pero eso es lo típico de las ideologías funcionales a la derecha: el desprecio por la capacidad de discernir de nuestra gente.