Compartí con Augusto Roa Bastos el jurado del Premio Clarín de Novela en dos oportunidades. Yo había leído El trueno entre las hojas y Yo el supremo y él me había parecido un escritor notable, de una fuerza pocas veces vista por estos pagos. En el trato personal descubrí también a una persona de una enorme modestia y de un enorme rigor con su propio trabajo y con la lectura del trabajo de los otros. Recuerdo que en uno de los jurados estábamos Roa Bastos, Vlady Kociancich y yo, y los diez finalistas no eran precisamente la octava maravilla del mundo. En medio de la discusión, Roa Bastos, con esa pronunciación al mismo tiempo castiza y paraguaya que tenía, dijo algo así como: “Bueno, vamos a premiar al menos malo de los peores”.
La muerte de Roa Bastos es una pérdida no sólo para las letras paraguayas, sino para toda América latina, y yo agregaría para el mundo, porque por suerte fue bastante traducido. Era un escritor de una enorme talla, del que nadie pudo nunca emitir una de esas opiniones a las que estamos acostumbrados los argentinos. Siento mucho su fallecimiento.