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Debates|Domingo, 6 de marzo de 2011
OPINION

De la objeción a la discusión

Por Eduardo Grüner
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1 La relación conflictiva entre literatura y política es al menos tan antigua como esos dos campos –cuya separación, por otra parte, es un invento de la modernidad–. El conflicto está ya al rojo vivo en ese género que pasa por ser el origen mismo de la literatura occidental, la tragedia griega: ¿por qué si no Platón aboga por la expulsión de los poetas de su ciudad ideal? Desde La República hasta el concepto sartreano de una literatura “comprometida” o las duras polémicas entre Adorno y Lukács o Bertolt Brecht, el problema se plantea una y otra vez. ¿Cuál es la solución? Ninguna. No la hay. Que la cuestión haya nacido con la tragedia es fuertemente simbólico: no hay posibilidad de “síntesis”, de “superación”, de “tercera posición” ante esa tensión irreductible e irresoluble. Hay que bancársela, como reza la jerga juvenil. Igual se puede –y seguramente se debe– hacer una y otra vez las sempiternas preguntas: ¿puede alguien ser un gran escritor, incluso un escritor decisivo, estéticamente “revolucionario” para la literatura contemporánea, y al mismo tiempo un ultraconservador, un reaccionario, un fascista de la peor especie? Por supuesto que sí: ahí están Céline, Ezra Pound, Eliot, y siguen las firmas. Al revés: ¿se puede ser un escritor intachablemente “progre”, de izquierda, políticamente “revolucionario”, y al mismo tiempo literariamente mediocre, ramplonamente panfletario, poéticamente inexistente? Claro que sí: una lista mínima llenaría doce páginas de este diario, con perdón del mal chiste. Ahora bien: ¿significa esto que se pueden alegremente separar las dos cosas, autonomizar plenamente el enunciado literario de la enunciación política o viceversa? De ninguna manera: eso sería, justamente, hacerse la vida demasiado fácil, y disolver ideológicamente la tensión que no puede ser resuelta materialmente (es la eficaz definición que daba Lévi-Strauss del mito: la resolución en el plano de lo imaginario de los conflictos que no tienen solución en el plano de lo real). Es cierto: la literatura de ficción o la poesía permite otras vías de escape que están mucho más obstruidas para la filosofía o las ciencias sociales: el “caso” Céline no es, en este sentido, equivalente al “caso” Heidegger, por sólo nombrar esquemáticamente dos paradigmas. Un filósofo –perdón: ahora se dice un “pensador”– trabaja directamente con ideas a las que él supone verdaderas; no tiene, por lo tanto, el recurso estilístico de hacer hablar a un “narrador”, o a personajes ficcionales que no necesariamente representan el punto de vista del autor. Pero eso no significa que el autor de ficciones no tenga un punto de vista propio. Pongamos el caso de Vargas Llosa (no sé por qué se me ocurre ahora hablar de él): no se trata de un escritor “puro” –si es que pudiera existir semejante entelequia– con ideas políticas estúpidas o irresponsables, como algunos han intentado plantear (mal, pero sigamos) para el “caso” Borges. Vargas Llosa es también un militante político , un operador e “intelectual orgánico” de las derechas transnacionales, que ha usado y abusado de su seguramente merecido buen nombre literario para hacer –es una opinión personal, claro– la peor de las políticas. Y lo ha hecho, con frecuencia, incluso en la Argentina. Y de paso con un discurso virulentamente descalificador hacia el actual Gobierno; pero este no es nuestro problema ahora.

2 ¿Qué queremos decir con todo lo anterior? Que el problema es político, y no “literario”. Aun si, como sostenemos, esos dos aspectos no se dejan separar fácilmente, las circunstancias particulares hacen que casi siempre uno de ellos sea el dominante. Y aquí es –o debería ser– el político. Y no es que lo digamos nosotros: permítasenos insistir en que es el señor Vargas Llosa el que viene sistemáticamente subordinando la literatura a la política, no tanto por lo que escribe sino por las maneras en que usufructúa políticamente su nombre público, conquistado literariamente. Del mismo modo que aprovechará ahora el honor de inaugurar la Feria para prestigiar ante la derecha mundial su movimiento abyectamente antipopular, en el mismo país que lo va a albergar como huésped de honor, y a cuyo pueblo ha insultado reiteradamente de las peores maneras. Bien: es legítimo, y está en su derecho de hacerlo. Y nosotros en nuestro derecho de oponernos, sin que se nos extorsione con el fantasma de la “censura”. Pero entonces hay que responderle en el campo de la política, y no en el de la “pura” literatura. ¿Qué importa, a los efectos de esta discusión, si escribe bien, mal o más o menos, si ganó el Premio Nobel, –y a esta altura no debería hacer falta recordar el carácter muy frecuentemente político de ese premio– o cualquier otro? Invocar cosas como la “libertad de expresión” a este propósito es un completo des-propósito. Para empezar, ¿quién se la está cuestionando? Es libre de decir lo que le venga en gana en donde quiera. Lo que se discute, en todo caso –lo que Horacio González, con toda mesura, puso en discusión–, es que lo diga en el acto inaugural de la Feria, con la carga simbólica (y política) que eso tiene. Si no iba a ser un escritor argentino, si por las razones que fueren –Noé Jitrik, también con mesura, ha sugerido algunas bien verosímiles– tenía que ser un Premio Nobel, ¿no había muchos otros? Algunos podrían decir que es la Presidenta la que no toma en cuenta la “libertad de expresión” cuando les pide a los intelectuales simpatizantes que no hagan tanta ola con la cuestión. Tampoco sería cierto: finalmente es lógico que un (o una) líder político, equivocadamente o no, pida alguna disciplina en sus filas. No hay por qué obedecer, desde ya. Pero entonces el problema es político.

3 ¿Y la Feria del Libro, ya que estamos? A nadie, en el “campo intelectual”, se le puede ocultar que es un fenómeno comercial, o de la industria cultural, antes que estrictamente literario. Son las reglas del juego: hasta nuevo aviso, estamos en el capitalismo. Pero pasan por allí, en promedio, un millón de personas. Y si además sirve para promocionar buenos libros y debates interesantes, está bien. Pero un millón de personas es un hecho fuertemente político, aunque en la Feria se hablara solamente de la poesía mística del Siglo de Oro. Y ni qué hablar del significado tradicionalmente político del acto inaugural: más de un presidente, un ministro de Educación o un secretario de Cultura se ha tenido que comer una buena rechifla o cosas peores (si bien en general a los gobiernos anteriores eso les ha preocupado menos que las silbatinas de la Sociedad Rural, que casualmente funciona en el mismo predio) en ese acto. ¿Entonces, por qué no hacerse cargo de esa dimensión y dar el debate en esos términos, en lugar de desviar el eje con cortinas de humo como la “libertad de prensa” y sonsonetes afines? En un momento en que tanto se habla del “retorno de la política” (no sabemos adónde se había ido, pero en fin, entendemos el sentido que se quiere dar a la figura), ¿vamos a despolitizar nada menos que la Feria del Libro? ¿Vamos a creernos que en el “campo intelectual” no hay política (aunque por supuesto la literatura no pueda reducirse a ella)? ¿Que flota como una nube vaporosa y prístina por encima de los conflictos ideológicos, la lucha de clases, la mundialización del capital, las rebeliones populares en el Norte de Africa, las intentonas más o menos golpistas contra varios gobiernos latinoamericanos (recordar, por favor, que hablamos de Vargas Llosa, locuaz ideólogo)? Como diría algún intelectual de otras latitudes: ¡joder, hombre!

4 En otro plano –para ser muy modestamente provocativos– habría que decir: la verdad, mire, me importa un bledo si don Vargas Llosa habla o no en la inauguración de la Feria. Convengamos en que –salvo por el hecho de que los intelectuales a veces tenemos la tendencia a recocernos en nuestra propia salsa– no es un gran drama nacional. Cualquiera puede con todo derecho decirnos que, frente a tantas otras cosas, es un ítem menorísimo. Puede ser. Pero es al mismo tiempo un síntoma riesgoso. Más allá de interpretaciones más o menos conspirativas –que en la Argentina suelen tener alguna razón de ser– sobre si se quiso poner en apuros al Gobierno en un año electoral, y más allá de si hubo errores o descálculos en la organización de la Feria, es una evidencia de que lo político termina subordinándose a la lógica de la industria cultural, el mercado internacional, el aparato publicitario de masas, y demás. No es algo para extrañarse mucho, ni se va a acabar el mundo. Pero es bueno que se diga, para que no olvidemos que algunas cosas siguen tan vigentes como siempre. El gesto de Horacio González y el debate de los últimos días (y ojalá siga) han servido al menos para poner eso sobre el tapete. Y no sólo eso: también para tratar de repensar cuál es el famoso “rol de los intelectuales” en el campo político, incluso –y quizá sobre todo– de aquellos que se sienten cercanos al Gobierno. Y también de los que no, sean de izquierda o de derecha. Me consta que lo hacen permanentemente, y que no son tímidos a la hora de procesar sus propios dilemas (este debate es una prueba), pero sería un paso interesante que la cuestión tome estado cada vez más público. Es –como ha dicho muy bien en estos días el escritor Luis Gusmán– la oportunidad de pasar de la mera objeción a la discusión en serio.

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