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Deportes|Jueves, 10 de junio de 2010
Los vínculos entre la política y los barrabravas

Una relación espuria

El Mundial provee de una pantalla de amplificación a una historia que es antigua. El gobernador de Tucumán, José Alperovich, desmintió conocer al deportado barra de su provincia.

Por Gustavo Veiga
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Ayer viajaron hinchas de diecinueve clubes del ascenso rumbo a Sudáfrica.

No son pobres o indigentes sometidos a la práctica clientelar de un partido político. Su clientelismo tiene distinta raíz. Reciben protección, favores y determinadas prebendas a cambio de lealtad, una lealtad de connotaciones mafiosas. Gracias al desmesurado lugar que ocupa el fútbol, sacaron pecho y se legitimaron con prácticas que el hincha promedio tolera o alienta. Llegaron hace décadas, se quedaron para siempre y van por más. El Mundial les da mayor visibilidad, un instante de fama que trasciende nuestras fronteras.

Planificar un viaje a Sudáfrica, tener recursos para concretarlo y mostrarse sin inhibición alguna ante las cámaras, parodiando con caretas a la presidenta Cristina Kirchner, es una demostración de poder. O de la impunidad que otorga el poder. Un poder que les confirieron primero los dirigentes de clubes, jugadores, técnicos y cierto periodismo partidario y que robustecieron gracias a funcionarios nacionales, provinciales y municipales, policías, empresarios, burócratas sindicales y una Justicia morosa, cuando no cómplice. Hay excepciones, claro, pero no tienen la misma prensa.

Ese producto made in Argentina llamado barras bravas es hijo dilecto de los lazos personalizados entre la política y el fútbol. Un dato vale tomar en cuenta: en su libro Muerte en la cancha, Amílcar Romero, periodista y especialista en el tema, recuerda: “... en abril de 1974, a poco de asumir la jefatura de la Policía Federal el comisario Alberto Villar, especializado en materia de subversión, había llamado a su despacho a la mayoría de los jefes de barras bravas y advertido ‘sobre el peligro de la infiltración extremista’”.

Ensayos sobre el tema del clientelismo, tanto funcionalistas como marxistas y de antropología social, señalan que esa práctica puede darse entre personas que ni siquiera se conocen. Los barrabravas de Hinchadas Unidas Argentinas (HUA) alojados en una escuela de Sudáfrica o deportados a Buenos Aires pueden o no tener trato directo con sus mandantes. Hay quienes se encargan de esa tarea, como Marcelo Mallo, el puntero político del partido de Quilmes que se reivindica kirchnerista.

Lo que hace nada creíble cualquier intento por despegarse de estos buenos muchachos, y no importa de quién se trate, son los discursos de la clase política. Al contrario, la hunde más en su descrédito. José Alperovich, el gobernador tucumano, dijo cuando le preguntaron sobre Sergio “Flay” Roldán, el barra deportado que violó la libertad condicional en que se encontraba: “No sé qué tiene que ver un político con esto, por qué lo mezclan, porque en definitiva lo único que hace es manchar a la dirigencia política, no tiene un carajo que ver. Aquí lo que sirve es que vaya preso”. Su comprovinciano, el diputado Gerónimo Vargas Aignasse, lo desmintió sin querer. Reconoció que Roldán militaba en su agrupación.

Si la dirigencia política tiene las manos limpias, como sostiene el gobernador Alperovich, que diga entonces quién se las ensució.

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