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Deportes|Domingo, 29 de agosto de 2004
PURO ORO
SEAN ETERNOS LOS OLIVOS

Coronados de gloria

Luego de 52 años, Argentina logró dos medallas de oro en los Juegos Olímpicos gracias a las Selecciones de básquetbol y de fútbol. El día más esplendoroso de la historia del deporte nacional.

Por Juan José Panno
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El jueves pasado, sobre el cierre de la marcha de Blumberg, un desubicado religioso, Dios lo libre y guarde, dijo que habría que cambiar el grito sagrado del Himno Nacional para que se cante “¡seguridad, seguridad, seguridad!” en vez de “¡libertad, libertad, libertad!”. Después de semejante despropósito, uno se siente autorizado a cualquier inofensivo juego de palabras que mezcle y vuelque las letras de las canciones patrias sobre la páginas más gloriosas del deporte olímpico argentino que escribieron ayer los muchachos del fútbol, primero, y los del básquetbol después.
Serán eternos los olivos que supieron conseguir, y seguramente se alcanzará a dimensionar el logro con la mirada vuelta hacia atrás enfocando al medio siglo de sequía, pero también se deberá verlo en proyección histórica porque pasarán los años y se seguirá hablando de este día maravilloso. Se dirá sábado de gloria como primer punto de referencia para que se sepa bien de qué va la cosa, y a partir de ahí se enhebrarán y se combinarán las imágenes que ya están guardadas para siempre: los triples de Montecchia en la final, los quites del enorme Mascherano, el agónico doble de Ginóbili contra Serbia y Montenegro, la tijera de Tevez contra Italia, el atajadón de Lux contra Paraguay, la tensión con la que se vivieron los últimos minutos de los dos partidos, el baile a los italianos en el fútbol, el cierre de la semifinal contra el Dream Team, el podio, las coronaciones y las incontenibles lágrimas de todo el país frente a la música de Blas Parera y la bandera idolatrada elevándose en vuelo triunfal.
Se recordará que no fue brillante la producción del equipo de fútbol en el partido decisivo, pero se entenderá el cansancio de estos chicos y la presión adicional que significaba sentirse a sólo un paso de terminar con 52 años sin medallas de oro. Sabían ellos que si caían ante Paraguay se iba a decir que perdieron la medalla de oro y nunca que ganaron la de plata; sabían que tenían que liquidar cuentas ajenas, y tal vez por todo eso no lucieron en el último encuentro como en los partidos anteriores. Pero nada de eso podrá desdibujar ni aquello de los 17 goles a favor y ninguno en contra, y sobre todo las grandes actuaciones individuales y el comportamiento ejemplar frente a quienes los querían superar con cualquier arma.
Se recordará que también estaban presionados los del básquetbol, aunque, para ellos sí, la medalla de plata hubiera sido un premio sensacional después de haber dejado fuera de carrera a Estados Unidos bajo el influjo de la clase de Ginóbili y el aporte colectivo que hizo recordar al queridísimo Susvín, el valeroso general de otra canción patria, famoso rompedor de hegemonías.
Fue distinto lo del fútbol y lo del básquetbol, aunque el primer punto en común es que se trata, no habrá que olvidarlo, de los dos deportes de conjunto más populares del país y del mundo. Y en ambos, Argentina –cuando uno lo escribe parece no terminar de creerlo– fue campeón. La modestia, la inteligencia, la contracción al trabajo y el perfil bajo de Rubén Magnano y el injustamente denostado Marcelo Bielsa son puntos que también conectan a ambos equipos conformados por algunos jugadores que tienen status de súper-estrellas y una profunda vocación amateur.
“De los nuevos campeones los rostros, Marte mismo parece animar, la grandeza se anida en sus pechos”, dice una de las estrofas menos conocidas del Himno, mucho menos famosa que aquélla de los laureles eternos que Vicente López nos legó y que trasladada al deporte coronó un día inolvidable.

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