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Deportes|Domingo, 13 de mayo de 2007
LA PRESIDENCIA DE JOSE MARIA AGUILAR EN RIVER SE DESPLOMA Y HACE AGUA EN TODOS LOS FRENTES

Un castillo de arena que no para de derrumbarse

La gestión de un dirigente destinado a metas elevadas provoca decepción. En el club de Núñez abundan la violencia y las acusaciones de corrupción, el presente futbolístico es muy pobre y hay una creciente sensación de ingobernabilidad, con renuncias en el oficialismo.

Por Gustavo Veiga
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El presidente José María Aguilar mantiene un discurso florido, pero sus palabras cada vez suenan más huecas.

Del River que José María Aguilar proyectó cuando llegó a la presidencia el 20 de diciembre de 2001 sólo queda la labia afectada de su titular. Las calamidades están a la vista: una violencia que desparrama miedos por las 17 hectáreas del club, acusaciones de corrupción que se transformaron en un clásico, un presente futbolístico que el veredicto popular ya ubicó entre los peores de la historia y una creciente sensación de ingobernabilidad. La simultaneidad de conflictos alarma y preludia más malos momentos, a juzgar por los sangrientos enfrentamientos entre dos facciones de la barra brava, las renuncias de cuatro dirigentes, los resultados que pueden arrojar varias causas judiciales y la desafiante falta de autocrítica de Daniel Passarella. Todos estos ingredientes juntos componen un menú de difícil digestión para el socio o hincha promedio.

Así como hacia adentro del club domina una sensación de abatimiento, puertas afuera la gestión del presidente Aguilar provoca decepción entre quienes creyeron que estaba destinado a metas más elevadas. Curiosa parábola la del dirigente. Agudo observador del establishment futbolero y de su industria multimillonaria, crítico en distintas etapas de Julio Grondona como de los intereses que representa Mauricio Macri, hoy se distiende por un instante mientras cuenta que la AFA lo respaldó en un comunicado. La corporación que él censuró no le suelta el brazo, ni aun venido a menos. Por ahora lo necesita.

Resulta imposible separar al presidente de River del modelo asociativo que reivindicó en todos estos años: el de instituciones deportivas en manos de sus socios. Con su tono doctoral las defendió en cuanto foro resultaba invitado. Pero su discurso se vació de contenido. Su espesura dialéctica comenzó a hacer agua. Un puñado de socios le gritó el domingo pasado en el hall central del estadio Monumental: “Se va a acabar, se va a acabar la dictadura de Aguilar...”. Y seis vocales (tres titulares y tres suplentes) lo responsabilizan por no convocar a reunión de comisión directiva desde el 8 de febrero. Rodolfo D’Onofrio, Juan Lanas, Andrés Ballotta, Jorge Sonzogni, Carlos Rodríguez y Alejandro Golubovic le enviaron una nota que dice: “El señor presidente se acerca peligrosamente a ser un autócrata, donde el estatuto pasa a ser meramente declamativo”.

El texto enumera varias cuestiones pendientes de tratamiento en la conducción del club: la agresión de la barra brava al vocal suplente Gustavo Lavezzari en la Bombonera, el análisis del contrato de Mauro Rosales que todavía no fue aprobado y la inmediata reparación de las filtraciones que tienen las aulas del Instituto River Plate. A propósito, el club que lucía orgulloso su proyecto educativo se quedó sin su responsable: el vocal Carlos Ferreyra es uno de los cuatro directivos que renunció el martes pasado a cumplir diferentes funciones. Los restantes son Juan Manuel Caselli (abandonó la Secretaría de Actas), Norberto Alvarez (el bloque oficialista) y Juan Miguel García (el área de Seguridad).

Aquel día, un atribulado Aguilar informaba que lo habían amenazado de muerte otra vez. Unas pintadas de la barra brava sobre las paredes del colegio Saint Patrick, de Coghlan, donde estudian sus hijas, lo corroboraban. No sería el único instituto privado transformado en escenario de un hecho desagradable (aunque ajeno a su responsabilidad). El que está a pocos pasos del despacho presidencial de Aguilar y donde estudiaron algunos futbolistas que después llegaron a Primera División tiene problemas edilicios (goteras y filtraciones) y de higiene.

Desde el 11 de mayo de 2006, los principales dirigentes sabían de estas dificultades pero jamás las atendieron. Como también de ciertas presencias extrañas en el colegio de River. Los padres de los alumnos que pagan 390 pesos por la cuota de Primaria y 340 por el Secundario se quejaron de todo esto ante los medios, incluso hubo una denuncia ante la Dirección General de Escuelas Privadas. Los recitales, que le generan al club jugosos dividendos –el Quilmes Rock es una prueba–, causan problemas en el Instituto. Personal de Seguridad de aquel evento se adueñó del patio donde juegan los alumnos, se paseó entre ellos y hasta evitó con malos modales el paso de las combis con que asisten a clase.

Los excesos cometidos en la custodia de ese tipo de espectáculos (quizá motivados después de la tragedia del boliche Cromañón) son el extremo opuesto de lo que ocurre en River los días en que hay fútbol. Las manchas de sangre del barrabrava que aparecieron el domingo último en la puerta del colegio que da al anillo del Monumental lo certifican. Esa tarde-noche después del clásico con Independiente quedó instalada la sensación de que hubo zona liberada para la pelea entre los grupos de Adrián Rousseau y Alan Schlenker que terminó con ocho heridos de arma blanca.

No sería la primera vez que en River pasa algo similar. Al vicepresidente 1º de Boca, Pedro Pompilio, le destrozaron su camioneta 4x4 –con él, su hijo Leandro y un amigo adentro– en el antiguo sector de estacionamiento, el 23 de marzo de 1997. “Si la policía no llegaba a tiempo, hoy estaríamos hablando de varios muertos”, le dijo por entonces a la revista El Gráfico. Uno de los responsables de la seguridad en el club hace 10 años era Jorge Sonzogni, el mismo que ahora se preocupó por las medidas contra la violencia en la nota que seis dirigentes le enviaron a Aguilar. Tuvo que renunciar por aquel episodio, como lo acaba de hacer Juan Miguel García, desbordado por un problema que tiene la misma matriz.

El 11 de febrero último ocurrió la batalla en los quinchos del club. Nueve días después, el doctor Aguilar asistía a una reunión de la Comisión Especial para el Análisis, Evaluación e Investigación de la Violencia en el Fútbol, del Congreso de la Nación, durante la cual describió una situación que podría robustecer la mejor saga de ciencia ficción: “Desde que estoy en política en River jamás me tocó estar del lado de la barra, por decirlo de alguna manera. Jamás me trajeron un voto para mis listas –creo que en el club no hay nada más piantavotos que el apoyo de la barra–, pintaron una pared para nosotros, corearon nuestros apellidos, pusieron una bandera partidaria o apretaron a un técnico, jugador, periodista u opositor. Y de esto hay constancia amplia porque la vida riverplatense es exageradamente pública, casi diría desnuda” (esta declaración es una parte de la versión taquigráfica que tiene 22 carillas).

Si en River le faltan los paños menores a alguien, es al presidente Aguilar. Como en la famosa fábula del rey desnudo, su traje invisible no existe. Y sólo los tontos pueden silenciar su desnudez.

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