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Deportes|Domingo, 11 de octubre de 2009
El delantero de Boca, héroe de una victoria agónica

El diluvio, y después Palermo

Dentro de un tibio panorama de rendimientos individuales, en el que se habían destacado sin brillar Romero y Di María, el atacante, pedido por la gente, volvió a destacarse por su oportunismo para salvar al equipo.

Por Pablo Vignone
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Gonzalo Higuaín remata para la apertura del marcador en el Monumental.

No importan los años ni los partidos. Siempre se ubica en el lugar justo, en el momento indicado. Es su mérito, la medida de su valor futbolístico, más allá del calibre técnico. Esta vez, fue el segundo palo del arco que da a Figueroa Alcorta, mientras el cielo se desplomaba en una tromba de agua, viento y furia, cuando faltaba un minuto de descuento, un minuto que sellaría amarga y empapado un horrible destino. Epico, notable, a ese instante sólo le faltó una cortina wagneriana: la pelota rasante pasando entre innumerables piernas de los defensores peruanos, cruzando el área chica de un extremo a otro, hasta el borde del precipicio, dónde aguardaba el pie izquierdo de Martín Palermo.

En el delantero de Boca, el hincha de la Selección encuentra la seguridad que el equipo de Maradona no le firma. Sin dejar de ser ídolo de facción, a punto de cumplir 36 años se transforma en un prócer de sustancia heroica, al que le sobra paño con tan perfecto sentido de la ubicación (el momento justo, el lugar ideal) para erigirse en la figura de un equipo sin relieve.

Debutante en la Selección, Gonzalo Higuaín se redimió con el derechazo del primer gol argentino de los dos desperdicios que protagonizó en la parte inicial, cuando pateó afuera con el arco vacío y remató con pobreza una pelota que tapó el arquero Butrón. Por contraste, esa es la verdadera valía de Palermo: en el estado de gracia en el que se encuentra, aun sangrando, adelantado o no, es implacable.

Resultó el jugador más ovacionado en el voceo previo del equipo; impacientes, los hinchas comenzaron a corear su nombre antes de la media hora, un rato después de que Higuaín fallara por partida doble, y Maradona se convenció antes de sumergirse en el entretiempo. Curioso: los centros que tiró el seleccionado durante todo el primer tiempo buscando a un Palermo ausente, pecaron por ausencia en el complemento, cuando la pelota era propiedad peruana. Por eso, hasta el momento clave, el delantero había cabeceado más en defensa, rechazando juego aéreo visitante, que en ataque.

Hasta ese instante de éxtasis dramático, los elogios no superaban la tibieza. Sergio Romero marchaba a ser el mejor jugador de la Selección por segundo partido consecutivo, aplomado en el arco, habiéndole tapado un gol hecho a Fano; Di María, por su habilidad de aguja para perforar la nutrida aglomeración de defensores peruanos en el primer tiempo, aunque se perdió en el segundo; los arranques de Aimar, vivaz y movedizo, que nunca duraron más de un cuarto de hora en el primer y en el segundo tiempo, incluidos algunos encuentros con Messi como el que dio origen al gol de Higuaín, y poco más.

Más allá, la inundación: los debutantes Pérez e Insúa escasamente pesaron, la zaga central se hundió bajo el diluvio una vez que Perú tiró cargas de profundidad, a Mascherano se le diluyeron los tobillos en el espanto. En ese cuadro que la lluvia torrencial despintaba, mientras crecía la frustración, apareció ese pie izquierdo, en el momento indicado, en el lugar justo. Palermo no sólo le dio calor a un resultado helado: también le dio sentido al drama.

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