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Dialogos|Lunes, 3 de agosto de 2009
El escritor Andrés Rivera, sus lecturas y sus historias

“Más vale emplear el tiempo en lecturas que aprender a usar la computadora”

Sigue escribiendo a mano, con correcciones que a veces no puede descifrar luego. Andrés Rivera cuenta aquí su vida como lector, los inicios en la infancia escuchando los debates gremiales del padre, los primeros libros, los autores que lo han signado. Explica la relación de un escritor con su propia obra. Y habla de su próximo libro, que asegura será el último.

Por Mario Wainfeld y Nora Veiras
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–¿Cuándo empezó a leer Andrés Rivera?

–Obviamente, cuando ingresé a la escuela primaria. Pero, de hecho, antes leí aquello que escuchaba de mi padre y de sus compañeros. Mi padre fue dirigente sindical de los Obreros del Vestido y, en la pieza de inquilinato que alquilábamos, se realizaban reuniones de los trabajadores de ese gremio. Mi madre preparaba sandwiches de milanesa y yo los escuchaba hablar. Con mucha vehemencia, con mucha pasión. Hombres que luego iban o retornaban a sus puestos de trabajo en los talleres con tres o cuatro horas de sueño. No eran “Gordos”...

–¿De qué años hablamos?

–Yo nací en el ’28, piense en lo que se llamó la Década Infame. Año ’33, yo debía tener cinco años, estaba al borde de ingresar a la escuela. Mi primera “lectura”, entre comillas, fue aquello que decían esos hombres. Excepcionalmente había alguna obrera, una compañera... una tía mía. Todos mis parientes eran inmigrantes judíos que llegaron a este país, yo diría que por equivocación... Vamos a hablar de racismo. Partieron de un puerto francés, de Cherburgo...

–¿De dónde venían sus padres?

–Mi familia materna, que era numerosa, vino del sur de Ucrania, de una pequeña ciudad que se llamaba Proskurov, que era un centro ferroviario, importante. Parecía que hubiera pasado Menem por ahí porque estaba desmantelado el servicio ferroviario pero ésa era una ciudad estratégica. Se hizo célebre, de un modo funesto, porque cuando estalló la guerra civil en Rusia, cuando fue derrocado el zarismo, aparecieron los ejércitos blancos (por eso mi última novela se llama Guardia blanca). Uno de ellos, al mando de alguien que se hacía llamar el general Simeón Petliura. Petliura había sido cajero de banco antes... pero con intrepidez que habría que reconocerle y algo de coraje se puso al frente de todos aquellos que estaban dispuestos a enfrentar al régimen soviético. Asaltaron la ciudad de Proskurov, que tenía una nutrida población judía. Fue asaltada la vivienda donde vivían mis tíos y la que sería mi madre, por los asesinos de Petliura: cosacos o algo así, con los sables desenvainados. La que fue mi abuela, que no conocí, dijo una palabra en ruso que los espantó: “Tifus”... como la gripe que anda rondando por acá y que nos sirve para tanta publicidad... Pegaron media vuelta y se fueron. Así se salvó la familia de mi madre y por eso estoy hablando acá, soy argentino. Este caballero, Petliura, después de la derrota de los blancos se refugió en París. ¿A dónde iba a ir? ¿Si iba Gardel, por qué no iba a ir él? Un judío, también oriundo de Proskurov, le siguió durante años los pasos. Su familia, mujer e hijos, había sido degollada en su totalidad. El consiguió salvarse. Un día, en París, se cruzó con el general y le preguntó si era Simeón Petliura. Este se sintió halagado de que alguien lo reconociera en París, sacó pecho (seguramente) y dijo que sí. Y este judío lo abatió de dos o tres disparos. Lo notable es que el tribunal francés que lo juzgó lo absolvió. Probablemente recordaban lo que les pasó a los jurados franceses (y a la propia Francia) con el caso Dreyfus. Quiero decir Dreyfus era judío, ahí trabajó en la conciencia de los jurados el racismo.

–Volvamos a Cherburgo.

–En el viaje, cuando se asomó a Río de Janeiro, esa familia judía se sintió muy perturbada porque había muchos negros y ellos eran blancos. El racismo, otra vez. Por cierto, siguieron rumbo a Buenos Aires. Acá llegaron.

–¿Cómo, dónde vivían?

–Mi madre me contaba que el mundo porteño les resultaba increíble. El hígado te lo regalaban en las carnicerías y la carne se compraba a veinte centavos. Debía haber algún Guillermo Moreno por ahí, suelto. (Risas.) Pero era muy difícil alquilar. Toda la familia se refugió en una sola habitación. Algunos aprendieron el oficio de lustradores de muebles. Un tío que amó entrañablemente a mis hijos y tuvo gran influencia sobre mí, Felipe, aprendió el oficio de tipógrafo que las computadoras han barrido a la oscuridad de la historia. Fue el primero que puso debajo de mi nariz Los siete locos y Los lanzallamas de (Roberto) Arlt y me dijo con una sonrisa irónica “léelos”. Y, antes que Arlt, a Los miserables de Víctor Hugo, en las ediciones de Tor que venían en dos columnas, un libro tan grueso como la guía telefónica. Allí están mis inicios, allí empiezo a leer. Entonces pude redactar los volantes que se elaboraban en esas reuniones (entre comillas) “clandestinas” que se hacían en la habitación en que vivía.

–¿Qué edad tenía usted, a esa altura?

–Estaba llegando a cuarto grado.

–Háblenos de la escuela, por favor.

–Esa escuela primaria, que se llamaba Marcos Paz. Paradoja: esa escuela estaba sostenida por la Policía. Yo era un alumno de “muy bien diez felicitado” porque las maestras (que eran todas sarmientinas) decían “niños, composición la vaca”, yo ponía la “h” (que no suena), la “v” corta y la “b” larga donde correspondía. Nunca me confundía.

–¿Qué idioma hablaban sus padres, en la casa?

–Vivíamos en un barrio típicamente judío, Villa Crespo. Borges modificó la geografía o hablaba de otra Villa Crespo, donde estaban los cuchilleros... Pero Villa Crespo era un barrio judío. Crecí en ese mundo. En mi casa hablaban en idish, yo lo entendía. Mi madre me contó que mi primer idioma no fue el castellano, fue el idish. Los cambios de domicilio, por razones económicas o de militancia, hicieron que me pusiera en contacto con chicos que hablaban castellano y arrumbé el idish.

–Menos mal...

–¿Por qué?

–Lo digo por el castellano, no por el idish...

–No soy creyente pero creo haber cometido un solo pecado, no aprender inglés. Había iniciado el estudio, en una de esas academias de barrio, y no lo seguí. Cuando miro series por televisión, algunas palabras reconozco antes de que salga la leyenda. Pero no sé. ¡Poder leer a William Faulkner en el original, poder leer El sonido y la furia!... De eso fue capaz Juan Carlos Onetti, a quien conocí muy bien.

–No estudiar inglés, ¿fue una decisión ideológica?

–No, no, nada de ideológica, porque una cosa era la Inglaterra que influyó política económica y culturalmente sobre la Argentina hasta más allá de los años ’30 (después fue Estados Unidos). Y no estoy hablando de imperialismo solamente, acá hay cosas que nos atañen. Pero ¿cómo no hablar inglés? Puede hablarlo en las Filipinas, en España, en Francia donde son tan exigentes con su idioma.

–Se encontró con Arlt, con Víctor Hugo... ¿qué pasó a partir de ahí con la lectura?

–Hasta hoy sigo siendo un lector voraz. Pero, después de una cantidad de libros (algunos muy malos) que escribí, tengo dos miradas para los libros. Una, la del lector, la del mero lector, la del adicto a la lectura. La otra es el ojo crítico. Y miro las traducciones. Hemos tenido muy buenos traductores, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar. Hubo alguien que la historia tapó, que venía de las filas del partido comunista, Floreal Mazía. Excelente, a la altura de Borges y de Cortázar. Hay una historia que me contó Onetti, acerca de Borges traductor. Pero es muy larga. ¿Tenemos tiempo?

–Siiií...

–Borges, contaba Onetti, tradujo Las palmeras salvajes, una novela corta de Faulkner. Hasta donde recuerdo, es un largo viaje por el Mississippi... Son dos viajes paralelos: una mujer embarazada y un convicto que huye de la cárcel. Sobre el final el convicto y la mujer, a punto de parir, se encuentran. El hombre manifiesta su admiración por algo que hizo la mujer y lanza una exclamación. Borges lo traduce así: “¡Mujeres! –dijo el penado alto”. Onetti decía que ahí intervino el pudor de Borges. El penado alto dijo “Women. ¡Shit!” que puede entenderse de varias maneras. Era una exclamación que reflejaba la admiración por la mujer. Venía a ser, traducido, “mujeres, ¡carajo!”. Borges suprimió el shit, por pudor.

Es llamativa la anécdota porque, en un texto sobre las traducciones de Las mil y una noches, Borges recorre y cuestiona amablemente alguna en la que el autor (N. de la R.: Eduard Lane) suprimía púdicamente párrafos que chocaban con su criterio.

–Así es.

–Un lector voraz, a esta altura de la vida, ¿relee su propia obra?

–Borges dijo que da más placer leer a los otros que escribir. Yo debería haber terminado con Guardia blanca pero, cuando le daba los toques finales, no me pregunte por qué, me saltó una palabra judía, Kadish (la deletrea). Designa la oración con la que los judíos despiden a sus muertos queridos. Y ahí estoy, en ese otro libro... y basta. Cuando me alcanza el tiempo, leer a los otros. Pero quiero terminar con éste, que supongo me va a llevar tiempo. No porque no me dé placer. El escritor que dice que la escritura lo hace sufrir, miente. Usted puede escribir la mayor atrocidad que se le ocurra, la descripción más atroz de lo que puede ocurrir en una mesa de torturas, en un campo de concentración, etcétera... eso le da placer.

–Contar es maravilloso, la crónica es maravillosa. Hay un Kadish célebre en la literatura argentina, en el final de Réquiem para un viernes a la noche de Germán Rozenmacher.

–Lo conocí a Germán... no se puede ser original... Es verdad, no se puede ser original.

–¿Sigue escribiendo a mano o se resignó a la computadora?

–No, es uno de mis anacronismos. No tengo muchos pero no aprendí a usar la computadora. Me digo a mí mismo, para convencerme, que más vale emplear el tiempo que me queda en lecturas que aprender a usar la computadora. O el mouse (pronuncia tal cual), que le dicen, que me hace volver a mis lecturas del diario Crítica en el que aparecía Mickey Mouse... Cuando veo a mi esposa apretar el mouse y que aparecen tantas cosas en la pantalla es una maravilla... Pero hay tantas maravillas que no aprendí... No aprendí inglés.

–Si le pidiera que Andrés Rivera recomendara alguno de sus libros a un oyente o lector para producir la incitación que produjeron en usted los de Arlt o el de Víctor Hugo...

–Hay uno por el que me dieron el Premio Nacional de Literatura. Hoy escribiría otro texto, pero usted me pide que recomiende y yo digo La revolución es un sueño eterno. Yo sólo adapté el título de unas palabras de Bernardo de Monteagudo, uno de los pocos jacobinos de la Revolución de Mayo. El, Moreno, Castelli... Monteagudo bajaba del norte, la tropa independentista estaba diezmada. Y consecuente con sus ideas, pues era un ateo (no había leído La Divina Comedia, claro) dijo “la muerte es un sueño eterno”, que se contrapone a toda la mitología cristiana: purgatorio, paraíso, etcétera y etcétera. Es un sueño eterno, se terminó. Yo cambié “muerte” por “revolución”, que también es un sueño eterno. Siempre ocurre lo mismo, hay tres cuatro, cinco... los que quieren cambiar el mundo son minoría siempre. Que encuentran el momento en lanzar una consigna que pone en pie y moviliza a una buena parte de la población del país en donde se lanzó esa consigna. Lenin estaba leyendo plácidamente en Ginebra cuando se lanzó la consigna “paz” (porque el ejército zarista había sido diezmado, con muerte de millones de hombres), “pan” (porque había hambre) y “tierra” (repartir las grandes posesiones de tierra de príncipes, duques, condes). Esa fue la consigna. O la consigna de la Revolución Francesa, “Libertad, igualdad, fraternidad”, que sigue siendo válida hoy para todos nosotros. Si vamos a hablar de igualdad en este país, vamos a estar de aquí a pasado mañana... No se puede hablar de igualdad...

–Castelli, el Manco Paz, se nota que son personajes que le agradan. El farmer Juan Manuel de Rosas no es su favorito.

–Pero tengo puntos en contacto con el farmer, Rosas en el exilio. Es un anciano, yo también. El farmer es un monólogo, yo también monologo conmigo mismo. Desde el piso 12, cerca de Dios (que no existe), hablo conmigo mismo. Me pregunto cuánto me queda, cómo voy a escribir Kadish. Me levanto de la tibieza de la cama, tiro las frazadas, miro si sigue funcionando la estufa y anoto algo. Siempre tengo una libreta y una lapicera a mano. Después se acumulan esos papelitos y después... el lector juzgará. Escribo a mano, a veces no descifro lo que está por encima de la tachadura, lo que habla de las degradaciones de la vejez. Una vez que paso a máquina vuelvo a corregir. Lo entrego y cuando sale impreso el libro, no digo más nada, no lo vuelvo a tocar.

–Me gustaría terminar con una pregunta referida a un hecho que nos contó. ¿Por qué, piensa Rivera, en Argentina post dictadura no hubo una historia como esa que nos contó del judío que buscó por años al general y lo mató?

–En El farmer, Rosas dice: “Se puede confiar en la cobardía incondicional de los argentinos”. ¿Nos preguntamos por qué Carlos Menem recibió cuatro millones de votos? ¿Por qué este multimillonario colombiano Francisco de Narváez derrotó al doctor Kirchner? ¿Quién votó a Francisco de Narváez? ¿De dónde sale su fortuna? Son preguntas pertinentes, me las formulo, quienes las escuchan tienen que formulárselas también. ¿Cuál es nuestro grado de complicidad con el mundo que nos rodea? ¿Qué hemos hecho para cambiarlo? Por cierto, tenemos una pasión que es el fútbol: la noticia en la levé o en radio que un jeque o rey de Arabia Saudita quiere contratar a Maradona... Y resulta que ahora después de los gobiernos del doctor Kirchner y de su esposa, las estadísticas hablan de que en la Argentina hay 14 millones de pobres, de hecho casi la mitad de su población. Yo, Andrés Rivera, soy un privilegiado: salgo de aquí y tomo un taxi, no todos pueden hacer lo mismo. Tengo una jubilación de 800 pesos que ahora va a volver a subir y tengo el Premio Nacional que son tres mil pesos largos y anticipos por derechos de autor. Viene a sumar más de cinco mil pesos. No los voy a gastar comprándome jeans y otras cosas. Los únicos lujos que me doy son tomar un taxi, con cuidado, llegar a mi casa y prepararme la comida. Para mí, cuatro son una multitud, me harta ir a un restaurante. A veces, cuando vuelvo de Córdoba, debo ir porque no tengo nada en la heladera, salvo tabletas de chocolate. Eso lo aprendí porque los soldados siberianos del Ejército Rojo en la lucha contra las tropas hitleristas comían chocolate porque era estimulante y les daba energía. Si es verdad o no, nunca se lo pregunté a mi médico... pero ahí están mis tabletas de chocolate.

* Este reportaje se realizó en el programa En algo nos parecemos que se transmite por Radio Nacional, AM870, los sábados de 10 a 12.

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