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Dialogos|Lunes, 19 de julio de 2010
Ricardo López Pasarín, creador del Instituto Belén de Formación Laboral, en Misiones

“Recuperar la inclusión económica pero desde un punto de vista solidario”

Empezaron con un hogar para niños en situación de calle y en la actualidad, además del hogar, organizaron el primer instituto gratuito de formación laboral de Misiones, con 260 alumnos. También han desarrollado programas de microcréditos con dos mil pequeños emprendedores.

Por Walter Isaía y Natalia Aruguete
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–¿A qué se dedicaba antes de fundar el Hogar Belén?

–Hice una carrera bancaria interesante, llegué a gerente de ventas del Citibank. Eso produjo un quiebre interno. Venía haciendo trabajo social desde chico, mediante la pastoral en la Iglesia. Eso me limitaba a realizar determinadas cosas que quería hacer fuera de lo que era el trabajo de la Iglesia.

–Era como tener dos caminos.

–Sí, el placer por el trabajo social lo mamé en casa de mamá y la educación que tuve fue en ese sentido. Pero eran años muy duros. En 1978 había cuestiones con respecto al trabajo social que no se podían canalizar dentro de la Iglesia, sin renegar en absoluto de lo que era mi espíritu religioso. En el ’82 entré a trabajar en Tribunales. Fui secretario de la oficina de partidos políticos, supervisor nacional electoral de las elecciones nacionales del ’83, veedor judicial del Partido Justicialista y del radical.

–¿Y cómo lo convocaron?

–Entré por el diario. Fui a Tucumán 1320 bis, donde está la Secretaría Electoral. Cuando entré, una persona en la puerta me preguntó: “¿Quién te manda?”. Y le dije: “No, yo vengo por el diario”. Adentro del patio había dos colas, una de cinco personas y otra de 300. Obviamente terminé en la de 300, donde estuve más o menos dos horas, hasta que vi pasar a una persona y le pregunté: “Flaco, ¿esto cómo miércoles es?”. Y esa persona me preguntó: “¿Cómo es tu nombre?”. “Ricardo López”, le contesté. A los dos minutos vinieron a buscarme. La persona a la que yo había parado era el juez federal que tenía a cargo la Secretaría Electoral de la Capital Federal. El me tomó y, a partir de ahí, desarrollé una carrera judicial meteórica. En menos de un año terminé como supervisor nacional, con custodia personal.

–¿Y cómo fue ese trabajo?

–Como era veedor de partidos políticos, me tocó fiscalizar elecciones internas de todos los partidos. Y como tuvimos que posponer elecciones internas del Partido Obrero y del Movimiento al Socialismo, aparecían carteles en la plaza que decían “López funcionario del Proceso”. Yo no tenía nada que ver, ni me conocían. Fue mi primer acercamiento a los partidos políticos. El trabajo lo hice con mucho amor, siempre sabiendo de qué lado estaba.

–¿Cómo decidió irse de Buenos Aires?

–Cuando cambió el gobierno, le pidieron mi cabeza al juez federal entrante. Me sacaron hasta los lápices. Yo decía: “Están diciendo que soy un mal tipo y no lo soy”. Decidí quedarme a pelearla, a pesar de que me mandaron al fichero. Ahí conocí a un grupo de gente que tenía una idea de la vida muy parecida a la mía, veníamos de historias de trabajo social. Entre café y café, nos propusimos que este mundo fuera mejor. Creo que el hecho de ser varios y tener el mismo grado de locura nos potenció la capacidad de soñar. En ese momento hicimos el diagrama de lo que hoy es el Hogar Belén, en otro lugar, con otro nombre inclusive.

–¿Qué nombre le habían puesto?

–Amaos, que tenía un doble sentido. Uno era recuperar la frase de Cristo: “Amaos unos a los otros”. El sentido más mundano era Asociación Mundial de Ayuda Organizada y Solidaria. La idea no era que alguien donara una heladera, sino que se comprometiera, que acompañara a llevarla, que hiciera contacto con la realidad del que menos tenía. El devenir nos hizo entender que lo que habíamos hecho era bueno, pero que si uno no le pone más compromiso las cosas quedan en un nivel superficial.

–¿En qué consistía ese poco más?

–Entendimos que el proyecto no podía funcionar en tiempos libres. Exigía más recursos y el único recurso real que teníamos era el trabajo. Primero aportamos una parte de nuestro recurso personal, hasta que apareció un conocido que nos ofreció su empresa. Cada uno empezó con el compromiso de sacar lo menos posible y dejar lo máximo para la organización. A la empresa le fue bastante bien. Y nosotros, con ese dinero, compramos las primeras chacras en Misiones.

–¿En qué zona de Misiones empezaron?

–En Bernardo de Irigoyen, frontera con Brasil. Siempre nos preocupó el hambre. Vimos de qué forma podíamos colaborar formando cooperativas de alimentos con los productores y, a partir de ahí, hacer autosustentable el proyecto y conformar un banco de alimentos. Ese trabajo lo comenzaron mis amigos, porque en ese momento yo me perdí, como la oveja negra.

–¿Qué significa que se perdió?

–Me casé. Y este tipo de ideales es muy difícil llevarlos a cabo si no tenés una unidad de criterios muy fuerte con la persona con que convivís. El ámbito que me rodeaba me jugó en contra. Para no afectar las vidas de los que estaban al lado mío, decidí hacer una vida normal y desde ese lugar seguir apoyando a mis amigos. Ahí comencé mi carrera bancaria. Me fue muy bien y terminé en puestos muy importantes. Pero me fui apartando de mi esencia.

–Sus compañeros seguían con la experiencia en Misiones, ¿y usted dónde estaba?

–En Buenos Aires. Con el tiempo, quedé absolutamente escindido del proyecto. A lo largo de los años, eso me produjo problemas terribles. Me enfermé seriamente. Ahí hice el clic definitivo de mi vida, cuando me puse de cara a la muerte y me pregunté: “¿Qué es lo que hiciste? ¿Cómo llegaste hasta acá?”. Cuando uno va en contra de su propia esencia destruye su naturaleza. Eso empieza por el alma, sigue por la cabeza y termina en el cuerpo.

–¿Y qué decisión tomó?

–Retomar el trabajo con la gente, sabía que estaban en Misiones pero no exactamente dónde. Lo único que tenía era un teléfono viejo. Pude dar con una dirección, mandé una carta y en 24 horas tenía un llamado telefónico de Pedro, uno de los compañeros. El volvía al día siguiente a Misiones y nos fuimos juntos.

–¿Y qué estaban haciendo en ese momento en el Hogar?

–Cuando me reincorporé habían recibido la donación del predio donde estamos ahora, en Garupá.

–¿Ya no estaban en Irigoyen?

–Cuando estuvimos en Irigoyen con las cooperativas de alimentos, por estar en un sitio de frontera, la Gendarmería nos pidió si podíamos tener algunos chicos y accedimos. Esos chicos venían de familias con muchísimos problemas, eran judicializados, los padres no podían tenerlos porque estaban presos, enfermos, con problemas de alcoholismo o de prostitución. A los dos o tres chicos que inicialmente entraron se sumaron los hermanos y comenzó a crecer la familia, casi sin parar. Del Ministerio de Acción Social de Misiones nos pidieron que tomáramos chicos de Posadas. En aquel momento nos negamos.

–¿Por qué?

–Porque estábamos a 300 kilómetros de Posadas y llevarlos era desarraigarlos totalmente. Surgió la posibilidad de tomar un hogar que estaba funcionando en Posadas. Al principio nos dijeron que había 17 chicos y cuando llegamos eran 40 y después 60. Fue la primera experiencia en la provincia de un hogar mixto y abierto.

–¿Cómo funcionó la iniciativa de que fuera de puertas abiertas?

–Muy bien. Nuestra política era que el chico encontrara los suficientes elementos dentro de esa casa para no querer irse. No encerrarlos con una puerta con llave y ponerles rejas en las ventanas, sino ver qué hacemos dentro de casa para que el chico quiera volver. Empezamos a notar que lo chicos salían y volvían. Algunos, lamentablemente, salían a la calle y robaban. Hicimos un trato con ellos: acá, el que roba no entra. El límite termina acá, vos podés salir a la calle, hacer lo que quieras, pero sos responsable de lo que hacés.

–¿Qué hacían esos chicos en el hogar?

–Armamos un taller donde dictábamos oficios. Plantamos una mística de lo que era el hogar e interveníamos en los casos en que considerábamos que había un exceso por parte de la policía. Tuvimos dos peleas realmente muy grandes, una con la policía y otra con la Iglesia. Nos preguntaban cómo dejábamos a esos chicos en la calle. Fue una pelea muy dura, pero siempre nos mantuvimos firmes. Estábamos convencidos de que la salida era ésa.

–¿Cuál era el espíritu del Hogar Belén?

–Trataba de reproducir los parámetros de una familia real y que los chicos tuvieran una vida posible. El lenguaje del amor y del cariño lo entiende todo el mundo. Si bien los chicos no pueden apartarse de su historia, el hecho de arraigarse en otra historia les abre puertas. Y el tiempo nos dio la razón.

–¿En qué sentido?

–La policía nos reconoció que había bajado el delito en el área donde estábamos. A partir de allí se dio un vuelco enorme y el Estado empezó a reconocer nuestro trabajo. Todos los hogares de la provincia tomaron este formato de trabajo y se hicieron cosas muy importantes. Habíamos creado un centro de capacitación en el centro de Posadas para chicos de los hogares que estaban judicializados. Los chicos aprendían albañilería, plomería, mecánica, electricidad. Cada uno, cuando terminaba el curso, se iba con las herramientas necesarias para trabajar. Teníamos una bolsa de trabajo y la gente nos pedía mucho trabajo. Teníamos un acuerdo con los alumnos.

–¿De qué tipo?

–El chico empezaba a ganarse sus honorarios con la obligación de dejar un mínimo porcentaje. La idea era: “Aprendiste gratis, conservemos solidariamente la posibilidad de que otros sigan aprendiendo gratis. Gratis lo recibís, gratis se lo podemos dar a otros”.

–¿Ese centro de capacitación fue el antecedente de lo que ahora es el Instituto Público de Enseñanza en Oficios?

–Absolutamente. Ese trabajo de capacitación lo comenzamos en el Centro de Capacitación de Talleres de Altos Oficios, con el apoyo de una periodista y la ministra de Desarrollo Social de Misiones. El centro era alquilado, y se mantenía con el financiamiento del Estado. Cuando desapareció el financiamiento, no se sostuvo más. Nos trasladamos a un predio de Garupá de seis hectáreas. Eso nos dio la posibilidad de pensar en crecer. Primero hicimos la casa y después el taller. El taller lo levantamos con los chicos que se habían capacitado con nosotros. De los 60 chicos que había, más de 40 eran adolescentes grandes, que trabajaron en turnos bajo la supervisión de un arquitecto. Los materiales los pusieron amigos que conocían lo que queríamos. Cada uno aportó a esa gran cooperativa asociativa.

–¿Qué se enseña hoy en el Instituto?

–Hoy se enseñan once disciplinas: operador de PC, reparador de PC, refrigeración, corte y confección, peluquería, electricidad domiciliaria, herrería, soldadura eléctrica y carpintería mecánica, cerámica y alfarería, ventas y atención al cliente. En realidad el proyecto es mucho más abarcativo, lo tenemos presentado y aprobado en el Ministerio de Educación de la provincia y de la Nación, por 31 oficios.

–¿A quién está dirigido el Instituto?

–A adolescentes y adultos. Estamos en una zona de barrios muy carenciados y está destinado a ellos. También trabajamos en conexión con el Municipio de Garupá, que tiene la Oficina de Empleo que está trabajando, a través del Ministerio de Trabajo, con un programa que intenta incorporar en el mercado laboral a gente desempleada o a jóvenes que nunca accedieron a su primer empleo. La idea es trabajar con la gente desempleada, aunque no es un requisito que imponemos porque consideramos que la educación tiene que estar al alcance de cualquiera, las vacantes las distribuimos teniendo en cuenta la situación laboral y personal de las personas.

–De los 60 chicos que había cuando empezaron el Hogar Belén, ¿hoy cuánta gente hay en el Instituto?

–Son 260 alumnos y estamos tratando de incluir una incubadora de microemprendimientos. Es el primer instituto de formación laboral de la provincia. Se incorporó a la enseñanza oficial en noviembre del año pasado y abrió sus puertas el 12 de abril de este año. Eso puso en el campo de la formalidad lo que ya veníamos realizando desde hacía muchos años. El Ministerio de Desarrollo Social de la Nación nos ayudó fuertemente con el equipamiento del instituto y en el pago a los docentes. El Ministerio de Trabajo también aportó y nos alentó a que esta idea pudiera hacerse realidad.

–¿Tuvieron algún obstáculo en esta formalización del Instituto, en el plano educativo?

–Hace dos años, cuando presentamos el proyecto, el problema era cómo encuadrar el Instituto. Hasta qué punto se había destruido la educación técnica en nuestro país, que nos preguntábamos en dónde nos poníamos dentro del marco educativo. La nueva Ley de Educación abrió la posibilidad de la formación laboral y el Ministerio de Educación encontró el formato reglamentario para incorporar las escuelas de formación laboral.

–¿Y en qué área quedaron encuadrados dentro de la educación formal?

–No nos encuadramos en un determinado nivel, porque puede pasar que en el territorio haya un desempleado que puede ser capacitado pero que no tenga el primario. ¿Cómo se hace para darle a esa persona la posibilidad de capacitarse sin ponerle una condición que sé que no puede cumplir? Si lo mando a hacer el primario y luego el secundario, estoy postergando siete años a una persona que necesita algo para preparar la olla del fin de semana. Este formato nos da la posibilidad de que seamos nosotros los que ponemos la frontera de ingreso. Para estos cursos, la condición es que la persona esté alfabetizada. Siempre tuvimos como política que la capacitación laboral y la educación no son el mero acto de entregar un certificado. La persona se va con el certificado y muchas veces no sabe qué hacer, de esa forma tal vez creamos frustraciones. Nuestra preocupación era cómo seguir, el certificado es muy válido, pero, a partir de ahí, qué herramientas más darles para que puedan incorporarse a la vida del trabajo.

–¿Cómo concretaron esa preocupación?

–Pudimos acceder a la colaboración del Estado nacional, sobre todo del Ministerio de Desarrollo de la Nación, con quien llevamos a la práctica varios programas en el territorio. Nosotros trabajamos en un plano muy complicado, que no es sólo el de la pobreza monetaria sino estructural, que determina la pérdida de la educación y de la cultura del trabajo y lleva a que el hombre pierda la autoestima. Yo he visto chicos que jugaban con los documentos y el juego era que el que tenía el número más bajo era el que iba a cobrar un plan social primero. Después hay un esfuerzo muy grande del Estado y las organizaciones para ir cambiando esa mirada.

–¿Cómo cree que debe ser esta relación entre el Estado y la sociedad civil?

–Hay que entender que un plan social en un momento determinado puede significar cortar con una necesidad básica que está insatisfecha, pero esa es la base donde nos paramos y tenemos que mirar mucho más allá. Creo que las políticas públicas lo han entendido a la perfección y que las organizaciones sociales estamos aportando mucho en ese sentido. El Estado tiene que marcar y sentar las bases, implementar las políticas públicas que hagan posible que las organizaciones sociales desarrollen su trabajo. La ventaja de las organizaciones es que estamos en el territorio y somos parte de la base del territorio mismo. Tiene que haber un trabajo asociado y articulado. Y este gobierno supo comprender eso y se ha valido de herramientas de las organizaciones que están en el terreno. Yo vi pasar muchos gobiernos y jamás el Estado se preocupó por trabajar de forma asociada con las organizaciones en el territorio.

–¿Cómo incorporaron la herramienta del microcrédito en la organización?

–Cuando empezó a salir la experiencia Gramin en distintos recortes de prensa, tuvimos un acercamiento conceptual a lo que era el microcrédito y siempre la consideramos una herramienta importante, porque venía perfectamente enlazada con nuestro pensamiento. El microcrédito agregaba este valor de pensar que la persona tenía algo que era suyo, que no le venía dado y que podía comprar con sus propias posibilidades, y que ese dinero tenía que devolverlo. Había un grupo y un concepto solidario. Cuando la fundación Gramin vino a la Argentina nos propuso desarrollar ese trabajo en el terreno. Nos gustó mucho el proyecto pero le vimos una deficiencia.

–¿Cuál?

–No contemplaba el sostenimiento del programa en sí mismo. Para que se pudiera desarrollar el microcrédito hacía falta acompañamiento. Cuando uno le lleva a una persona un proyecto para que desarrolle y esa persona no tiene las herramientas para hacerlo, uno tiene que estar para acompañar ese proceso. Estamos hablando de gente que, en algunos casos, no sabe leer y escribir. La estamos invitando a que piense cómo va a desarrollar un pequeño negocio individual sin las herramientas mínimas. Ese proyecto no contemplaba el financiamiento de ese acompañamiento, que era absolutamente necesario. Entonces, en aquel momento, lo dejamos pasar. Pero presentamos a otra organización que lo desarrolló en la provincia, fuimos la primera provincia del país que funcionó con el sistema Gramin y pusimos una filial en el hogar, pero no la administrábamos nosotros.

–¿Y cuál fue el resultado?

–El proyecto funcionó muy bien seis meses y después se fue comiendo a sí mismo por la falta de acompañamiento en el terreno. Los promotores dejaron de trabajar porque no tenían cómo solventarse, no podían financiarse un viaje para ir al terreno ya que ellos no estaban enclavados en el territorio, no tenían la capacidad de reproducir y sacar líderes comunitarios a quien pasarles la posta del trabajo de promotores. Se diluyó y se cayó, y el financiamiento desapareció. Pero siempre quedó claramente instalado en nuestro ideario que el microcrédito es una herramienta poderosísima para un sector social.

–¿Y qué hicieron al respecto?

–Tuvimos la posibilidad de acceder al microcrédito a través del programa Banco Popular de la Buena Fe, que está incorporado a la Comisión Nacional del Microcrédito del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Tomamos conocimiento de una manera muy interesante: la gente del Ministerio se acercó a nosotros, algo que también es novedoso. Históricamente nos pasó que si queríamos desarrollar un programa teníamos que abrir las puertas del “Súper Agente 86”: 60 mil puertas y uno no llega nunca a la que realmente tiene que abrir. Este programa era similar a la idea que nosotros teníamos del microcrédito, porque se sumaba el acompañamiento de una política pública muy fuerte. La idea de que el microcrédito tiene que fomentarse y sostenerse, cubría las falencias del programa de Gamin.

–¿Qué camino les abrió ese programa?

–La posibilidad de actuar directa y organizadamente en campos donde, hasta entonces, no habíamos podido trabajar con la gente. Esta iniciativa no tiene sólo una mirada económica y eso es lo interesante. La idea es recuperar la inclusión económica pero desde un punto de vista solidario, entender que nadie se salva solo. Yo no puedo generar un comerciante que mate al barrio poniendo precios que el barrio no puede pagar.

–¿Cómo están funcionando con los microcréditos?

–Estamos trabajando en siete municipios. Comenzamos trabajando con siete bancos, el trabajo fue interesante pero arduo. Arrancamos con 50 o 60 emprendedores y, después de dos años, hoy tenemos 2000 emprendedores, son 2000 familias que dieron un paso importante en mejorar su calidad de vida. La gente a veces no puede entender por qué en una villa alguien tiene una antena satelital. Y yo digo: “¿por qué no la va a tener?”. Todo el mundo tiene derecho a acceder a buenas cosas. Desde lo económico tenemos claro que la ganancia se debe invertir para crecer, pero es comprensible en alguien que vivió teniendo un sueño toda su vida, de golpe lo quiera hacer. En el desarrollo del trabajo fuimos entendiendo que hay cosas que a la gente no se le pueden negar.

–¿Cuál es el aspecto social de entregar un microcrédito?

–El crédito es una visión monetaria. Detrás hay personas, que en el 95% de los casos son madres jefas de familias numerosas, con 5 o 6 hijos. Y estos emprendimientos favorecen la economía de la familia ampliada, así que el beneficio llega a 8000 o 9000 personas. El formato solidario del programa es incorporar a familias del barrio que se juntan en grupos de cinco personas para obtener ese crédito. Y esas cinco personas se suman a las cinco de la manzana de al lado. Terminamos siendo 60 o 70 en un lugar donde nos reunimos todas las semanas y conversamos de varias cuestiones. Y lo que parecía ser un tema meramente económico termina siendo un tema social, en el cual la gente empieza a empoderarse. Lo hacemos con la intención de recuperar el compromiso y el trabajo comunitario de gente que, muchas veces, espera soluciones mágicas, que bajan nadie sabe de dónde.

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