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Dialogos|Lunes, 4 de junio de 2012
Javier Montes, la mirada de un escritor y crítico de arte español sobre la crisis

“No creo que a esta altura se pueda seguir hablando de vanguardia”

Montes afirma que el mercado tomó formas que antes tenían las vanguardias y que así han surgido “artistas franquicia”. Señala que el arte es un producto de lujo en una Europa que se hunde por una crisis.

Por Julia Goldenberg
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El escritor y crítico de arte madrileño Javier Montes señala que la relación que guarda el arte con los vaivenes económicos no es evidente. En este contexto, el arte no pretende ilustrar la situación de crisis, conservando su propio lenguaje. A pesar de los recortes presupuestarios en instituciones, la reducción de subsidios, becas y medios para la producción, su mercado continúa activo, ya que los sectores con mayor poder adquisitivo incrementan sus inversiones. Esto refleja la lógica de una crisis que tampoco puede ser pensada desde la evidencia. Montes insiste en que la recesión no se expresa geográficamente, sino que se trata de un problema global, un problema de modelo general. Subsidiaria de las ideologías conservadoras, la recesión se ha convertido en el modo de representación de la realidad europea, que sirve para motivar numerosos recortes en materia social. La actualidad se define en la lucha por preservar un Estado de Bienestar en crisis.

–¿A qué responde la afirmación “Cuando la vanguardia es el mercado”, que ha titulado una mesa redonda en la que participó?

–Bueno, participé de esa mesa redonda, pero el título no lo puse yo. De hecho no estoy de acuerdo con esa afirmación, o sólo es posible estarlo en un sentido muy concreto. El término “vanguardia” significa varias cosas. La noción que han acuñado los críticos de la revista October es la de “actitud”. Es decir, la vanguardia como grupos organizados de artistas, con un manifiesto, que proponen una ruptura, creo que ya no existe. Probablemente desde la Segunda Guerra Mundial, las vanguardias históricas ya acabaron. La idea de vanguardia que aún tiene vigencia es la que indica que los creadores ponen en circulación nuevos valores.

–¿Entonces no hay más vanguardias históricas en el arte porque la confrontación con las instituciones, la novedad, la actitud provocadora que las caracterizaba se desplazó al mercado?

–El mercado no opera poniendo en circulación nuevos valores o valores de ruptura. Al mercado sólo le interesa poner en circulación valores monetarios. Pero es cierto que el mercado ha sustituido a la vanguardia en la primera acepción del término: la de crear etiquetas, inventarse grupos, fundar manifiestos, para vender un producto. Lo que antes hacían por ejemplo los dadaístas anunciando que tenían su manifiesto, identificándose, y realizando su propio merchandising, ahora lo hace el mercado inventándose grupos de artistas, definiendo la tendencia de ventas. En ese sentido pareciera funcionar como sucedáneo de las vanguardias históricas. Pero no creo que el mercado tenga como prioridad poner en circulación valores y actitudes nuevas respecto de la creación, esa tarea sigue siendo del artista a título personal, ya ni siquiera colectivo, como en las antiguas vanguardias. En todo caso, el mercado compra barato, espera a que se forme cierto valor simbólico en torno de determinado artista o determinada obra y en connivencia con gestores de arte, con instituciones y con el entramado del sistema arte se aumenta el capital simbólico de lo que se pretende vender. Concretamente, conseguir que una institución haga una exposición de un artista, además conseguir que un crítico haga una reseña positiva del mismo, etc. En este sentido, el mercado actúa como vanguardia, pero es una especie de sucedáneo de lo que fue la vanguardia histórica.

–¿Esto se relaciona con lo que llama “artistas franquicia” o “artistas marca” como Takashi Murakami, Jeff Koons o Demian Hirst?

–El juicio que corresponde hacer, con un Demian Hirst, un Murakami o un Koons, no es tanto un juicio de calidad artística sino un juicio de interés histórico y antropológico. Lo que es interesante de Hirst no es si se trata de un buen o mal artista. Nuestra sociedad lo considera como el arquetipo del artista: a mucha gente se le viene a la cabeza, en cuanto se habla de arte contemporáneo, aquel artista que mete tiburones en formol, o Murakami, el que dibuja bolsos de Louis Vuitton. Porque nuestra sociedad considera que la imagen del artista exitoso se encarna en este tipo de artistas.

–Ellos parecen trabajar con un formato de producto y no de obra de arte.

–Esto me recuerda al escritor de bestsellers John Grisham, que le decía al periodista que lo entrevistaba: “No se equivoque, yo no hago literatura”. Justamente, estos artistas no hacen arte tal como lo entendemos, hacen otra cosa. Lo interesante de las producciones de estos artistas no es el producto mismo, sino la vida que cobra el producto. Lo interesante que genera Hirst es la cadena de distribución, creación de capital simbólico y maneras de copar puestos clave en el mercado es lo más interesante de su trabajo. Las obras no son más que un eslabón relativamente débil que no hace más que repetir un par de leit motivs. El con eso crea su logotipo, por lo tanto el centro esta situado en la cadena de distribución de esas obras. En este aspecto es que hablan de nuestra época. Por eso los llamo “artistas franquicia”, sus obras funcionan de la misma manera que los logotipos de las grandes marcas. Lo importante es notar cómo el sistema arte ha asimilado perfectamente este fenómeno, el de simbolizar a través de los logotipos y las marcas.

–¿Las estrategias económicas alteran el modo de representación y producción artística?

–Yo creo que eso es una narración fácil, decir que hay crisis y por eso los artistas hablan de crisis. Algunos lo hacen, pero me temo que por suerte para los que nos interesa el arte contemporáneo y por desgracia para quienes quieren un arte que ilustre determinadas situaciones fácilmente digeribles, el sistema del arte no refleja los cambios económicos sin más. Yo no veo que el arte responda de esa manera. Para poner un ejemplo, cuando uno lee revistas de moda figuran las nuevas tendencias de moda de la crisis, por ejemplo las faldas largas. Eso no se aplica en el arte, no es que ahora que hay crisis se lleva el “arte povera”. Un artista que esté trabajando con el momento de crisis que están viviendo los griegos puede ser un muy buen artista, puede tener buenas intenciones y ser interesante, pero luego el resultado de su trabajo puede resultar propagandístico. El arte es más oblicuo de lo que quisiéramos, para bien o para mal. Por otra parte, la crisis no ha afectado a las capas más ricas de los países donde más ha impactado la crisis. Los ricos se han enriquecido aún más, lo cual explica que el mercado de arte no haya sufrido la crisis económica. El arte como producto es un producto de alta gama, de lujo, que se ha convertido en un lugar seguro donde invertir.

–En un artículo indica que las bienales que proliferan en todo el mundo parecen venir a pintarles la cara a los regímenes corruptos, de mano dura, y otros. Tengo entendido que el caso del Guggenheim de Bilbao es un ejemplo de una ciudad que se vio transformada por la construcción del museo.

–Sí, el Guggenheim de Bilbao es la idea del museo franquicia: se invierte en un museo para relanzar o reavivar el valor de una ciudad. Bilbao era una ciudad industrial en declive, con lo que se llamó “el efecto Guggenheim” se convirtió en una ciudad brillante que atrajo inversiones inmobiliarias, que atrajo turismo, desarrollo de hoteles y restaurantes de lujo, etc. “El efecto Guggenheim” pierde a medida que se explota demasiado. En España, los alcaldes de pequeñas ciudades quisieron su museo de arte contemporáneo, porque eso llenaba de prestigio a la ciudad en cuestión. El problema es que al momento del recorte del dinero público, estos centros corren el riesgo de quedarse sin contenido, porque en realidad nacieron como una inversión de imagen y no como un proyecto con un contenido sólido. Son como ovnis que han aterrizado en una ciudad. El Guggenheim es un ejemplo muy visible de una política que se sigue en todo el mundo. No hay ciudad que no quiera su museo de arte contemporáneo para atraer la atención mediática, para potenciar su imagen.

–En 2011, en España existían más de cien museos de arte contemporáneo, de los cuales sólo algunos se encontraban en pleno funcionamiento. ¿Por qué se dio este fenómeno?

–Que las ciudades pretendan tener su centro de arte contemporáneo me parece una intención legítima. El problema es que queden vacíos de contenido, ahí entran la profesionalidad, la seriedad de la gestión de los políticos que proveían fondos públicos para hacer viables estos proyectos. Lo que sucede ahora, no sólo en España, es que allá donde se abrieron centros de arte, bienales, confiándose en que la prosperidad sería eterna, se enfrentan con el límite de la viabilidad de esos modelos. Hasta qué punto es necesario disponer de un gran presupuesto para desarrollar proyectos interesantes, hasta qué punto se puede trabajar con menos dinero pero más ingenio.

–Son fenómenos que ilustran claramente los efectos concretos que produjo la burbuja inmobiliaria, porque son estructuras que necesariamente requieren de un contenido para funcionar.

–Exacto, es un fenómeno que sucede en muchos lugares. Es legítima la construcción de esos espacios con dinero público, porque contribuye a una sociedad más articulada, más participativa. Lo esencial es que el proyecto tenga coherencia de por sí, y que no se trate de una mera operación especulativa.

–¿Qué lugar confieren al arte las instituciones públicas en períodos de recesión?

–Hay un nivel puramente práctico, que es que el dinero público en situación de crisis se ve recortado cuando va acompañado por una ideología que considera que el gasto público en cultura, en la producción y difusión del arte, son en vano. Por ejemplo, el Partido Popular ha quitado el Ministerio de Cultura en España. Igual es un arma de doble filo, yo tampoco estoy tan convencido de que un Ministerio de Cultura sea un bien en sí mismo. En Europa, nos hemos criado con el convencimiento de que el Estado tiene un papel en la producción y la difusión de la cultura. Eso se está viniendo abajo junto con una serie de cosas relacionadas con lo que sería un Estado de Bienestar. El neoliberalismo considera que las leyes del mercado también deben aplicarse a la producción cultural. La crisis llevada por gobiernos de derecha lleva a recortar el dinero para proyectos artísticos y demás. En España los fondos destinados a los espacios de cultura se han reducido completamente con la idea de la derecha de que la cultura es una especie de lujo para ricos. Ahora el foco se encuentra en los países donde hay más dinero público, siendo necesario controlar lo que se hace con ello.

–En Italia se habla de “viudas de la recesión”, en España de “los hijos de la recesión”. ¿Es éste, actualmente, el modo de representación principal en Europa?

–Quiero insistir en esta cuestión. No creo que se pueda plantear esto en términos geográficos. Creo que hay que hacerlo más bien de manera transversal. Lo que se encuentra en recesión no es Europa, sino un concepto de sociedad. La recesión no se ubica en una zona geográfica, sino en clases sociales concretas. Entran claramente en juego los gobiernos liberales, que actualmente dirigen el rumbo europeo. Ahora que en Francia ganó el socialismo, esperemos que las cosas puedan modificar su rumbo. Lo que está en juego es una maniobra política que, aprovechando la situación previa de crisis económica, intenta cumplir con un programa ideológico: recortando derechos a los trabajadores, eliminando las coberturas sanitarias y educativas fundadas en el dinero público, con una serie de prestaciones de trabajo y derechos adquiridos que no se respetan. Este contexto donde los derechos no se respetan deja de ser competitivo: un trabajador español, canadiense, o incluso argentino es menos competitivo que un trabajador chino o un trabajador rural del Brasil profundo. Me pregunto si la recesión no opera como excusa para recortar todos estos derechos que reducen el poder de las multinacionales y de los sistemas liberales. Hay una reducción de esos derechos a nivel global que opera recortando el alcance del Estado. Considero que hay una crisis de valores que atañan a toda la población del mundo y que no son exclusivos de los países “centrales”.

–¿Estas crisis exigen nuevos modelos, nuevas razones de ser, en fin, cambios?

–Este momento es crucial, la gente joven es la que va a heredar el mundo que se está gestando ahora. Se está poniendo en juego un modelo de Estado y de convivencia social. Yo he nacido un año después de que muriera Franco, todo es relativamente nuevo. El modelo socialdemócrata de Estado de Bienestar, beneficios repartidos, derechos extendidos y conciencia de que el dinero público debe cubrir necesidades públicas, está en crisis. Yo creo que es peligroso pensar que aquí hay una crisis puntual en Europa, cuando la crisis es una crisis de modelo general, si se desmantela el Estado de Bienestar en Europa pierden todos. Porque creo que hay una crisis de un modelo que daba mucho juego y merecía ser preservado, el Estado de Bienestar. En Europa se está luchando por preservarlo. El problema es que la caída de los derechos de los trabajadores europeos contribuye a desestabilizar los derechos de los trabajadores en otras partes del mundo. La idea neoliberal de que las ganancias serán luego distribuidas en todas las capas de la sociedad es falsa y se ha demostrado. Creo que todos deben apostar a preservar un Estado fuerte que garantice esos derechos. El crecimiento que reinó en España aparentaba alcanzar a todas las capas de la sociedad y se pensaba que no era necesaria una redistribución más justa. Cuando llega el momento de recoger beneficios –es el momento actual– demuestra que la riqueza supuestamente igualitaria era falsa. Sólo demuestra que hay una clase dirigente que se ha beneficiado y ha aumentado su riqueza. Mientras que las clases medias, que aparentaban estar colmadas de bienestar, no estaban realmente protegidas por estructuras sociales, plasmadas en leyes. Cuando ese dinero se evapora, esas capas se ven completamente pauperizadas. No sólo eso sino que los gobiernos de derechas de algunos países europeos están forzando leyes que quitan más derechos, recortes en la educación, menos subsidios de desempleo, etc. Yo creo que eso es una pérdida para un conjunto global. Porque es hacerle un favor a esa ideología de recorte sostener que el problema es de países concretos cuando el capital es transnacional. Por ejemplo, Repsol, a mí como español no me hace ningún favor. El que me puede hacer un favor o ayudar es mi Estado si yo contribuyo con mi cuota de acción social, reclamando que ese Estado formule leyes que me protejan como ciudadano, que me beneficien. Que Repsol se diga española no me dice nada. Cuando Repsol recoge beneficios en España, los invierte en Corea o donde sea. Hay una contradicción muy grande entre una lógica económica transnacional y un discurso nacionalista y centralizado para los derechos sociales.

–Aun así, en cuanto a lo político, los gobiernos de América latina, por ejemplo, se diferencian de los gobiernos conservadores de Europa.

–Claro. Las maniobras de Grecia, que ha aceptado las propuestas de austeridad del FMI, son las mismas que provocaron la década perdida en América latina. Las recetas se vuelven a aplicar en un país o en otro. Pero yo creo que es equivocado hablar en términos de países, incluso sería hacerles un favor a las ideologías de derecha. Cuando nos enfrentamos con fuerzas que superan con mucho la división política entre países, yo creo que la respuesta también debe ser global.

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