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Dialogos|Lunes, 26 de noviembre de 2012
El filósofo italiano Toni Negri y la disputa que implica el mando del capital financiero

“Este es un momento maquiavélico puro”

El autor de Imperio plantea por qué fracasó la izquierda en Europa y señala los desafíos que tienen los gobiernos progresistas en América latina, una región que sigue con atención. El Estado, los movimientos sociales y los desafíos actuales en torno de los beneficios del bienestar social.

Por Verónica Gago y Diego Sztulwark
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–Hace unos años proponía una hipótesis para entender la situación política en Sudamérica: decía que había un atravesamiento del Estado por parte de los movimientos sociales. De esta manera, el poder constituyente de los movimientos podía de-sarrollarse, si bien de un modo conflictivo, al interior del poder constituido. Ahora habla de estar “dentro y contra” el Estado. ¿Cómo lee actualmente esta relación entre potencia popular y Estado?

–Yo creo que cuando se dice “dentro y contra” se hace una afirmación metodológica que siempre debe ser confrontada con las determinaciones de lo concreto. No es que “dentro y contra” signifique siempre lo mismo, sino que se trata de adoptar una perspectiva desde la cual mirar las cosas. Tengo la impresión de que tanto desde el punto de vista de la gestión económica como desde la política ha habido en los últimos años un relativo declive a partir de la situación inicial que se había formado en la última década, después de 2001, que fue una situación efectivamente revolucionaria. Hubo un primer desplazamiento desde el punto de vista económico a partir del gobierno de Néstor Kirchner: se da una recuperación productiva que toma como base a la producción social en un sentido amplio y se produce una confrontación con los diktat de los mercados, sustentada por la experiencia de resistencia del período previo. Este primer momento es efectivamente muy importante en la medida en que toma la fuerza de los movimientos piqueteros, las ocupaciones de fábricas, la organización barrial como base de esa ampliación del terreno de la producción social, sin encerrar esas experiencias en una interpretación puramente ideológica. Este elemento nuevo de la productividad social insurgente es la fuerza que logra representarse en un proceso institucional efectivo, que tiene como espacio definido a la nación. En este sentido, el poder político nacional concreta la efectiva necesidad de tener un punto de referencia central para enfrentar a los mercados y sus maniobras monetarias. Por ejemplo, desde este punto de vista, la renegociación del pago de la deuda y las tratativas con el Club de París han sido un momento de recalificación de la trama institucional de la democracia argentina respecto de los esquemas heredados del peronismo tradicional tomando en cuenta las mutaciones en el tejido social.

–¿Y qué impresión tiene sobre lo que sucedió después?

–Desde el punto de vista económico parece haberse dado una aceleración hacia el extractivismo, empujada por el agronegocio de la soja, consolidando la estructura de relaciones con las grandes empresas multinacionales. Seguramente la disputa con el campo tuvo que ver con todo esto. Desde este punto de vista, me parece que ha habido un estancamiento y un fuerte intento de centralizar poder por parte del gobierno. El extractivismo no es sólo un hecho económico. No se trata sólo de discutir que pueda resultar útil concentrar la producción en ciertos productos, sino también de tener en cuenta que funciona como negación efectiva de una democratización económica, en el sentido de que niega una productividad social generalizada. Ahora, la pregunta es cómo hace el modelo actual para garantizar un efectivo régimen de welfare (bienestar) en Argentina. Tengo la impresión de que las políticas sociales –tal como sucede, por ejemplo, en Venezuela– adoptan cada vez más la apariencia de concesión realizada al pueblo, más que ser consecuencias de una movilización general productiva a la cual corresponde un welfare efectivo.

–¿Y cómo funciona entonces el “dentro y contra” el Estado en este contexto?

–Consiste en la utilización del Estado, para decirlo así, al interior del espacio global de los mercados, poniendo en el centro este problema fundamental de la democracia, que no es tanto el problema de la libertad, como el de la producción. Quiero decir que es en el nivel de las condiciones materiales de la producción que se juega, en esencia, el devenir democrático y la conquista de nuevas libertades.

–¿Cómo cree que manejan esta relación entre neoextractivimo y welfare otros países de América latina? Pensemos en experiencias tan importantes como Venezuela y Brasil.

–Ya hemos mencionado lo que pasa en Venezuela. No sé si se puede llamarlo welfare, pero hay allí, sin dudas, una difusión de servicios a las comunidades con un significativo salto político y tecnológico con el apoyo cubano (médicos, maestros, etc.). Fue algo muy importante, en la medida en que el nivel de expectativa de vida se fue acrecentando. Sin embargo, una verdadera democratización de la sociedad supone enfrentar muchas dificultades. Por ejemplo, los problemas que hubo con las misiones al mismo tiempo en que se forma una nueva burguesía tan activa como rapiñera. Tengo un juicio más positivo del proceso brasileño que cuenta con condiciones excepcionales desde el punto de vista de los recursos naturales y sociales. Hay en efecto una situación muy afortunada, pero no hay duda de que la política de Lula fue capaz efectivamente de hacer participar a todos del desarrollo, configurando una sociedad abierta, en términos democráticos y productivos. Lula desplegó una lucha de clases continua, en contra de una burguesía y de un sector capitalista fuerte y con gran capacidad, lo que supone problemas enormes.

–¿Brasil le parece un modelo?

–No sé si estas luchas puedan darse de igual modo en otros lugares. No creo que su política sea un modelo. Pero estos días me preguntaba sobre el énfasis del discurso oficial sobre la batalla con el Grupo Clarín. Lula debió enfrentar la enorme capacidad de la televisión brasileña y no fundó ni un solo diario, sino que se apoyó en la capacidad de intervenir sobre los otros sectores, sustentado en una politización de bases a través de los grandes movimientos, como el MST y los movimientos de las favelas que fueron extremamente importantes. La situación argentina no parece contar hoy con una capacidad de recrear movimientos sociales de esa magnitud, aunque guardo muchas dudas al respecto. De todas maneras, me parece que el problema de la democracia se plantea con toda claridad en América latina, que ya no puede ser pensada como un territorio periférico sino que en muchos aspectos constituye un escenario central para todos nosotros.

–El extractivismo convive en buena parte de América latina con una retórica contraria al neoliberalismo, aun si hay una serie de prácticas sociales que funcionan según lógicas de apropiación neoliberales. ¿Cómo evalúa este desfasaje?

–A mí me parece que cuando el Estado se pronuncia contra el neoliberalismo dice una mentira. Existen toda una serie de acuerdos específicos con las multinacionales. Es un poco lo que sucedió aquí luego del conflicto con el campo. Dentro del marco que surge de estos acuerdos actúan las empresas nacionales y los emprendimientos cooperativos inmersos en una lógica capitalista. ¿Están estos gobiernos en contra del neoliberalismo? Tal vez sea mejor decir: están en contra de las extremas consecuencias del neoliberalismo, que son las de anular el welfare. Pero éstas son extremas consecuencias.

–¿Se puede pensar que es el capital financiero como tal el que funciona de un modo extractivo con respecto a la producción de valor del conjunto de la sociedad?

–Me parece que la relación entre capital financiero y extractivismo es de una identidad completa. Aunque los gobiernos progresistas de Sudamérica han planteado nuevas relaciones de fuerza en relación con los mercados financieros, lo cierto es que estos capitales siguen funcionando a partir de la expropiación del valor producido por la cooperación social. El capital financiero sigue siendo el elemento que unifica el complejo social, de un modo abstracto, es cierto, pero efectivo. Y no se trata de una intervención que venga desde afuera, de un modo imperialista, sino una intervención que condiciona la entera máquina social, y busca prefigurarla. Por eso es insuficiente toda tentativa de oponerle meramente una estructura de regulación vertical. El problema político que se nos plantea es, en cambio, cómo articular las pluralidades productivas en la protesta. Yo no veo una propuesta diferente.

–¿No le parece que es también un problema el modo en que se fija una cierta imagen del movimiento social, incapaz de dar cuenta de nuevos modos de organización más difusa?

–Creo que efectivamente éste es un verdadero problema. Veo que estos días se habla de los cacerolazos. Más allá del sentido político que ha tenido el movimiento –por lo que escucho aquí, se trata de un movimiento básicamente de derecha–, se trata de fenómenos que no se expresan al nivel institucional, sino en el nivel de las multitudes. Se plantea la pregunta: ¿cómo se puede decir si una multitud es “buena” o “mala”? Yo creo tener una respuesta, pero que es abstracta: lo que distingue a la buena multitud de la mala es lo que llamo el común. Se trata de una hipótesis teórica que abarca también una noción de democracia sustancial, y no como algo meramente formal. Me refiero a la democracia en cuanto capacidad de organizar un conjunto de relaciones, y extraer de ellas una conciencia política. El comunismo no es algo que pueda brotar del común de modo directo. Por eso hay que crear formas políticas capaces de poner a las singularidades en relación, y de darle una forma institucional al proceso.

–¿Cómo piensa esa forma institucional sin que se trate de un cierre sobre el Estado nacional?

–Creo que después de la gran polémica contra el Estado nación y frente al poder de innovación capitalista debemos reflexionar sobre las formas en que se considera hoy la cuestión desde la izquierda. En Europa el fracaso de la izquierda consiste en no haber logrado ir más allá del Estado nación y no llegar a imaginar una gestión del poder por fuera y más allá del Estado nación. El defecto de la izquierda en Europa es haber identificado la idea misma de gobierno con una instancia única. Al fijar la idea de gobierno al Estado nacional se bloqueó la capacidad de imaginar formas de gobierno sobre los mercados, que claramente exceden los confines nacionales. Y entonces, sucede que los mercados crean por ellos mismos sus instancias de gobierno. Así, el Banco Central actúa como representante de la red de Europa: de esto se trata el comunismo del capital. En América latina las cosas se dan de otro modo, aunque también aquí se trata de superar las visiones que se cierran en términos de proyectos nacionales-extractivos. Y me parece que la posibilidad de articular una espacialidad más amplia pasa por comprender el papel que juega Brasil.

–¿En qué sentido?

–Porque el Brasil produce más de lo que producen los demás países de América latina y tiene una enorme capacidad de atracción sobre el nivel internacional, que lo coloca necesariamente en una posición hegemónica. Este problema queda por fuera del concepto de hegemonía que plantea Laclau, que refiere exclusivamente al nivel nacional, excluyendo la necesidad de tomar en serio el nivel regional. Creo que habría que pensar en un equilibrio en la relación entre espacios nacionales y regionales a partir de una colaboración real. Porque si los países se encierran sobre la exportación de sus recursos naturales, es muy fácil que compitan unos contra otros, al estilo medioriental, pero sin jeques.

–Usted habla de una serie de paradojas en torno de lo que llama biocapitalismo y el sujeto actual “hombre-máquina” como parte de la dinámica de valorización. ¿De qué se trata?

–Sería importante volver a trabajar sobre las nociones de Marx tales como capital constante y capital variable, y capital fijo y capital circulante para ver cómo esas categorías se modifican a partir de la hegemonía del capital financiero. La paradoja es que al mismo tiempo que las finanzas constituyen actualmente el mando mismo del capital, la fuerza de trabajo está determinada por nuevas formas de existencia en virtud de su movilidad, de la incorporación de conocimientos y de la autonomización de su cooperación. En este sentido, se puede decir que el trabajo vivo sufrió un cambio antropológico: el hombre-máquina –para tomar la imagen de Deleuze y Guattari– se apropió de elementos de lo que tradicionalmente Marx llamaba el capital fijo, es decir, las máquinas. Esta mutación supone que el capital ya no dirige al trabajo de modo directo, sino a la distancia, capturando al trabajo a partir de dispositivos financieros. Se trata de un capital que capta el resultado del trabajo en red. Esta es una gran diferencia, que implica una serie de consecuencias políticas.

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo con respecto a la cuestión de la propiedad, que concierne cada vez menos a la posesión inmediata de un bien y más a la apropiación de toda una serie de servicios. La propiedad depende cada vez más del conjunto del trabajo que se organiza alrededor de la posesión. La composición de este trabajo se da como una realidad enteramente biopolítica, lo cual implica un movimiento de subjetivación fundamental. A mí me parece que sobre este terreno se debe desarrollar la reconstrucción de un pensamiento revolucionario, en el sentido de ligar el análisis de estas transformaciones con la utopía: en esto Maquiavelo, Lenin y Gramsci siguen siendo muy actuales para nosotros.

–Usted habla también de una moneda del común, ¿a qué se refiere?

–Creo que hoy se plantea el problema de la reapropiación de la riqueza común, la cual sólo puede darse a través de la moneda del común, para volverla lo más extensa posible, aceptando siempre la abstracción de la relación, ya que en eso no se puede volver atrás. Y luego, sobre este terreno, es sólo una lucha común en el nivel global la que resuelve el problema. Yo no veo otras soluciones. Se pueden tener soluciones particulares de ruptura, echar a una multinacional, repetir operaciones como la del 2001, no pagar, declarar la insolvencia: son momentos de lucha pero no de solución. Son todos problemas que se ponen políticamente de manera muy fuerte, por eso éste es un momento maquiavélico puro.

* Colaboró: Maura Brighenti.

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