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Discos|Miércoles, 13 de febrero de 2002

El enigma de Gould y las piezas clásicas del hombre del piano

Acaba de publicarse un CD con las obras de concierto de Billy Joel, escritas a la manera de los compositores del siglo XIX.

Por Diego Fischerman
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Billy Joel escribió unas cuantas canciones memorables.
El pianista Glenn Gould se divertía planteando un enigma. ¿Qué pasaría -se preguntaba– si se descubría una obra de autor y época desconocidos? ¿Cómo podría ser valorada? Si la obra sonara a Mozart, por ejemplo, y fuera de la época de Mozart, se trataría apenas de una buena obra compuesta en el estilo de su tiempo (salvo que se averiguara que, efectivamente, estaba escrita por Mozart, con lo que pasaría a tener un valor extraordinario). Si hubiera sido escrita en la época de Vivaldi, en cambio, la composición sería automáticamente considerada visionaria, revolucionaria, anticipatoria y genial. Por el contrario, en el caso de que tal música hubiera sido compuesta en tiempos de Stravinsky o Varèse, se trataría, sin duda, de una burla, una idiotez o un ejercicio escolar sin interés. El Enigma de Gould pone en escena, en realidad, la naturaleza problemática del valor en el arte y, sobre todo, la incapacidad de las obras para funcionar como universos cerrados. El último disco del notable compositor de canciones Billy Joel vuelve a exponer las mismas cuestiones aunque, claro, por otros caminos.
El álbum se llama Fantasies & Delusions (Fantasías y alucinaciones, haciendo un pequeño juego de palabras entre una forma musical y la capacidad inventiva de la psiquis), se subtitula Op, 1-10. Music for solo piano, cuenta con una típica producción clásica del multipremiado Steven Epstein, fue grabado por Richard Joo (un pianista clásico) en un Steinway modelo D y en la Mozartsaal de la Konzerthaus de Viena, fue editado por la división clásica de Sony y encabeza la venta de clásicos en Estados Unidos. El disco, por milagro (o por imposición de la casa matriz) llegó a Buenos Aires, a pesar de algunas diferencias en la presentación (la versión local, que además de ser la única publicación de la filial argentina del sello en el ámbito de la música clásica, se vende al mismo precio que la importada, es vergonzosa: sólo un papelito con aspecto de fotocopia color en el que falta casi toda la información).
Lo primero que puede observarse es que Billy Joel es un hombre afecto a los homenajes. La tapa reproduce las viejas partituras amarillas de la Editorial Schirmer, alguna vez grabó un disco –An Innocent Man– en que cada canción recordaba la música que le gustaba de chico (Frankie Valli, los grupos femeninos del sello Motown, Ben E. King), llamó Alexa Ray (por Ray Charles) a su hija con la modelo Christie Binkley y en estas fantasías para piano recuerda por partes iguales a Chopin, Schumann, Beethoven, César Franck, Schubert, algo de Satie y, en los momentos más osados, a Debussy. En una segunda instancia se comprende que no hay homenaje, en tanto no hay distancia ni operación de apropiamiento y reelaboración. Las obras de William Martin –más conocido como Billy– Joel no recuerdan a los músicos del siglo XIX ni se inspiran en ellos, de la misma manera en la que Chick Corea podría estar inspirado por Scriabin, Ravel o Stravinsky. Simplemente, suenan igual a ellos. Son, como la hipotética composición del Enigma de Gould, obras que podrían estar bien si hubieran sido escritas hace 150 años.
Richard Joo recorre estos valses, réveries, temas con variaciones y arias (también en lo formal se mima el modelo patentado por los compositores-pianistas del siglo XIX) con compromiso y buen fraseo. Las diez piezas –el número de opus delata que son las únicas o por lo menos las primeras de la producción clásica de Joel– llevan subtítulos evocativos tales como “sobre una separación”, “film noir” o “Grand Canal”. Y el disco, en rigor, se escucha con facilidad. En ese sentido podría argüirse acerca de que eso es lo único que interesa. Si la música es linda, ¿cuál es la importancia de que la haya escrito uno u otro autor, en una época o en otra? Si bien el posmodernismo abolió la idea de progreso (aunque la hipótesis de que después del progreso viene el posmodernismo encierra, por cierto, una idea de progreso), jamás llegó a tanto. Una cosa es citar, reciclar y parodiar y otra es parecerse a algo hasta el extremo de la falta de rasgos personales (aunque más no sea una especial yoriginal manera de mezclar y hacer el pastiche). La música de Billy Joel podría ser buena, en cambio, en un hotel o en un bar lujoso y en manos de un piano man. Allí podría confundirse con esas obras que alguna vez fueron de Chopin o de Grieg y a las que, a fuerza de ser tocadas todas las noches (y tal vez para evitar el aburrimiento), se les han ido agregando y quitando cosas. Esas piezas que han terminado por convertirse en anónimas mientras acompañan infinidad de historias de hombres solitarios en mesas extrañas. Allí uno podría comentar admirativamente las dotes del pianista e incluso su talento para improvisar a la manera de los grandes maestros. Y Billy Joel podría cantar la vida de ese pianista. Lo haría maravillosamente bien.

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