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Economía|Domingo, 23 de marzo de 2008
LA CIUDAD DEL BOOM SOJERO Y DE LA PROTESTA

Crónica del piquete en Pergamino

En la ruta están los productores chicos, jugando a las emboscadas con los grandes y preguntándose por qué “no me puedo comprar yo también la 4x4”.

Por David Cufré
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A 220 kilómetros de Capital Federal, en dirección a Córdoba, y a 108 de Rosario, Pergamino es un reflejo de la bonanza del campo. La ciudad dio un vuelco a partir de 2002. Allí viven los productores que tres kilómetros más allá se amuchan desde hace once días en un piquete en ruta 8. La explosión de consumo atrajo a las grandes cadenas de electrodomésticos: Garbarino instaló una sucursal hace dos meses, Elektra acaba de abrir la suya, Red Megatone está en plena mudanza a un local más grande en peatonal San Nicolás, hecho a nuevo en dos de sus cuadras y con trabajos proyectados para la renovación del resto. El Banco Hipotecario desembarcó la semana pasada, para sumarse a otras 17 entidades financieras con apetito de hacer negocios en esa zona de franca expansión.

Pergamino no es todo el campo argentino. Está ubicado en plena pampa húmeda, en una de las regiones más productivas del planeta para la actividad rural. Sin embargo, la protesta de sus agricultores es igual de ruidosa que en otros puntos del país. Entre la bronca del piquete y las imágenes de la ciudad surge una brecha. Hace tres años se abrió el hotel Raíces, tipo boutique, con una categoría de cuatro estrellas. Las inversiones inmobiliarias empiezan a transformar la fisonomía del centro. Están en construcción 14 edificios de hasta 15 pisos, que se suman a otros tantos levantados en los últimos cuatro años. El valor del metro cuadrado puede llegar a 1700 dólares. Pero nada se compara a un proyecto ostentoso y polémico: la edificación de dos torres de 31 pisos frente a la plaza San José.

Esas torres quedarán asociadas para siempre con la soja, protagonista excluyente de esta etapa para el campo. Su altura prácticamente duplicará al resto de los edificios, en una ciudad predominantemente baja y extendida de 110 mil habitantes. En las afueras, en tanto, avanzan iniciativas para construir dos nuevos barrios privados.

A pocas cuadras de plaza San José, el estacionamiento del bingo ofrece otras imágenes de pujanza. Dos valets acomodan camionetas 4x4, dos Audi, dos BMW y otros vehículos nuevos en la noche del Jueves Santo. Las ventas de cero kilómetro en Pergamino son record, lo mismo que en el resto del país. En el hotel Americano aseguran que el nivel de ocupación es inmejorable, gracias a los viajantes de comercio y a los representantes de empresas proveedoras de insumos para el campo. La financiera Efectivo Sí también llegó a la ciudad en el último tiempo, para dar préstamos al consumo. “Cuando al campo le va bien, a todos nos va bien”, explica Cristina D’Alessandro, canillita en peatonal San Nicolás.

El nivel de ocupación comercial supera el 95 por ciento. En nueve cuadras de la avenida Julio A. Roca, la principal de Pergamino, llena de negocios, sólo tres locales están para alquilar. Además de las grandes cadenas de electrodomésticos existen otros tres locales importantes. En el shopping están presentes marcas instaladas en los grandes centros de venta de Capital Federal y el conurbano bonaerense. El costo del alquiler va de 4000 a 10.000 pesos, lo mismo que en peatonal San Nicolás.

En el piquete

El último jueves, en el piquete de Pergamino había básicamente productores de entre 40 y 300 hectáreas. Explotaciones pequeñas que a Teresa Caldentein, por ejemplo, dueña de 60 hectáreas junto a su esposo y sus dos hijos adolescentes, y de otras 70 hectáreas en sociedad con sus tres hermanos, le alcanzan para vivir en Pergamino como una familia de clase media. “Por qué no puedo progresar, por qué no me puedo comprar una 4x4”, arremete. El día anterior Teresa pasó por una de las seis concesionarias de la ciudad para pagar cash su propia camioneta. “Vendimos una antigua propiedad de mi familia y gastamos todos los ahorros de años”, detalla. Teresa, que además es empleada estatal, cuenta que su esposo se mueve en un Volkswagen Gol 2006 y en su casa tiene banda ancha y aire acondicionado. “Nunca nos endeudamos, preferimos vivir con lo nuestro”, relata. “Con el campo nos va bien, pero no podemos crecer. Tenemos un tractor Fiat 780 del ’76 y una sembradora de hace 20 años. No nos alcanza ni para alquilar más tierras ni para comprar maquinaria”, describe.

No se ven en el piquete grandes terratenientes. La gente que está allí podría ser perfectamente la que en diciembre de 2001 encabezó el cacerolazo en cualquier barrio de clase media porteño. Las decisiones se toman en asamblea, reina un ambiente de cooperación y existe una convicción inquebrantable contra cualquier argumento de que el reclamo es justo. Uno de los referentes es Jorge Solmi, director nacional de Federación Agraria. Varios afiliados a la entidad participan de la protesta, lo mismo que asociados de Agricultores Federados Argentinos (AFA). Pero no menos de la mitad de los presentes son autoconvocados.

“En Pergamino en 2001 no hubo cacerolazo. La única manifestación importante que yo recuerdo es la que hicimos cuando invitaron a acompañar desde acá la marcha que hizo Blumberg al Congreso. Fuimos todos con velas a la plaza Merced. Fue impresionante”, rememora Alejandra, abogada de la ciudad, que confiesa que se le cae la cara de vergüenza por estar cortando una ruta. “Es la única forma de que el Gobierno nos escuche”, justifica. “Yo amo el derecho, pero no veo otra salida”, refuerza.

A su lado, Rafael Sunde, propietario de 300 hectáreas, postula que a los pequeños productores siempre les toca “armar lío” para hacerse oír. Asegura que recién ahora está terminado de pagar las deudas de los ’90. En 1999 tomó un crédito para comprar una cosechadora que en este momento le resulta muy útil pero que lo hizo sufrir. Página/12 conversó con no menos de 30 personas. De manera unánime dijeron que de 2002 para acá no tuvieron chances de dar un salto importante en equipamiento, más allá de la adquisición de tractores o camionetas. “Una 4x4 es una herramienta de trabajo”, aclara Ricardo, que se mueve en una. “Comprar una tolva, tractores y todo el equipo para cosechar puede costar 500 mil dólares. Nadie tiene ese dinero”, dice Sunde.

Cuando cae la noche

La tarde se va en el piquete de Pergamino. Una vieja cosechadora y neumáticos incendiados interrumpen el paso de los vehículos. Tres chicas de 14 y 15 años con jeans y zapatillas se encargan de abrir el paso ante la orden de un hombre alto y gordo de unos 40 años, que habilita la circulación de un carril por vez cada 15 o 20 minutos. Mientras tanto, las abuelas de las chicas conversan tranquilas en banquetas de lona a un costado de la ruta 8. Las piqueteras, como se dicen divertidas, están en eso cuando se ve aparecer por un extremo de la ruta, pasando autos, camiones y colectivos parados, una pequeña procesión de no más de quince personas con una imagen de la Virgen de Luján. Los manifestantes se sienten reconfortados y estallan en un aplauso. Pero la alegría dura poco.

“¡Vamos a quemar el tren! ¡Hay que quemar el tren!”, grita desesperado media hora más tarde un joven fornido. Acaba de bajar de una camioneta Mercedes Benz blanca bastante baqueteada, que las chicas dejaron pasar.

En cuestión de minutos el centenar de personas que permanece en el piquete a esa hora comprende la urgencia de la situación. “Es Buratovich, cargó un tren con 1800 toneladas de soja para mandar a Rosario”, explica Marcela a una señora mayor de saquito negro, que lanza una maldición. Según dice Marcela, Buratovich es un gran productor de la zona de Arrecifes, a 48 kilómetros de Pergamino, que esa misma tarde estuvo con ellos en el corte y “ahora resulta que quiere carnerear la lucha”, mandando granos pese a la prohibición expresa del lockout rural. “Hay que impedirlo.” La gente se mueve rápido. Un grupo de productores y peones carga la camioneta con una pila de neumáticos viejos y la Mercedes Benz parte rauda, seguida por una caravana de coches, para poner las cosas en orden.

El piquete queda con su dotación reducida a la mitad, con mayoría de mujeres. El gendarme que estuvo allí desde temprano les da una mano. Se acerca a las tres adolescentes para inhibir cualquier intento de conductores desbordados de pasar por la fuerza. Aun así se produce un incidente que no llega a mayores, pero que por momentos carga a todos de tensión. “Acá hay gente armada”, comenta preocupado un señor canoso que llega a los 70, de gorra verde y camisa celeste con el cocodrilo de Lacoste. “Ayer fueron a increpar a uno que tiene 3500 hectáreas y los sacaron a los tiros”, revela, mientras el dueño de un Peugeot 405 bordó transpira y baja la mirada frente a los insultos de la aglomeración que rodeó su auto cuando quiso pasar más rápido de lo debido. “No ves que acá hay chicos”, le reprochan. “No rompan el auto, no le hagan nada”, ordena el gendarme.

De Menem a Cristina

A un costado de la ruta está estacionado un trailer que sirve de refugio para chicos de 3 o 4 años –hay dos que, rebeldes, se escapan e insisten en trepar una lomita– y gente mayor. De punta a punta del vehículo se extiende un toldo, que de pronto se cae. “Es la maldición que nos echan desde los autos” varados, se culpa María del Huerto, nutricionista, rubia, remera rosa y anteojos negros. María admite que la situación actual de los pequeños productores no resiste comparación con la que vivieron durante la convertibilidad. “Un señor ciego que era dueño de 140 hectáreas no tenía plata ni para pagarle a la señora que lo atendía”, acota Rosa, a su lado. “Si el Banco Nación hubiera ejecutado las hipotecas después de la devaluación, ay Dios, lo que hubiera sido esto”, resume.

La devaluación, el dólar a tres pesos y la estampida de los precios internacionales de los granos cambiaron radicalmente el panorama. Los productores endeudados con la banca oficial consiguieron la refinanciación de los préstamos, además de su pesificación. “Lo mejor lo vivimos en 2006 y 2007”, reconoce Alberto. “Dijimos, por fin se nos dio con la suba de la soja. Y ahora viene Cristina y nos confisca. Le pido por favor que busque en el diccionario lo que quiere decir confiscación”, exclama. “Si la confiscación al menos la viéramos reflejada en obras. Los caminos rurales son un desastre, podés dejar el carter en un bache”, describe Teresa, que más tarde mostrará el pésimo estado del tramo que une las rutas 8 y 188.

Teresa se niega a vender sus tierras. El valor de la hectárea en Pergamino va de 10.000 a 12.000 dólares, hasta seis veces más que durante la convertibilidad. “Si vendiera las 73 hectáreas, me haría de unos 750 mil dólares. Con eso podría comprar 10 departamentos en Capital Federal, que me dejarían una renta de 10.000 pesos mensuales. A veces le digo a mi marido que lo pensemos, pero nosotros somos de acá. Esta es mi vida. Por qué me voy a ir”, reflexiona.

Un problema del que se quejan los pequeños productores es de la falta de tierras para arrendar. Todos quisieran acceder a mayores extensiones, para elevar su producción. No pueden hacerlo porque los pools de siembra, que dominan de 1000 hectáreas en adelante, fijan un valor para el alquiler que a ellos les resulta inalcanzable. “Pagan hasta 26 quintales de soja por hectárea, cuando nosotros podríamos afrontar 14”, indica Jorge. La alternativa, en su caso, sería ceder sus tierras en arrendamiento. Por el alquiler de 60 hectáreas, el propietario del campo puede hacerse de 120.000 pesos anuales. “Si le das el campo a un pool de siembra, te lo devuelven hecho cartón. Le ponen nada más que soja, sin rotación de cultivos, para sacar la máxima rentabilidad”, sostiene Rosalía.

La Rural

“Yo no tengo nada que ver con la Sociedad Rural”, ataca un productor de unos 50 años en medio de una ronda. El enojo de los piqueteros con los grandes productores es evidente. A Buratovich, finalmente, lo obligaron a frenar el tren, sin quemarlo, luego de dos horas de amenazas. Dirigentes que siguen en el piquete discuten por celular con sus pares de Sociedad Rural, que se niegan a hacerse presentes en la ruta. Su propuesta es que en lugar de bloquear el paso de los vehículos, se aliente un apagón en la ciudad. Desde los autos, la respuesta al corte es pacífica. Incluso los camiones se detienen y estacionan a un costado de la ruta sin oponer resistencia. “Yo trabajé 24 años en el campo hasta que me fundieron. Ahora soy colectivero. No aflojen, muchachos”, grita el conductor de una Trafic cuando le abren paso. Otro automovilista, dueño de una ferretería industrial, se queja en cambio ante Página/12 porque los productores “pagan muy mal a los peones rurales, evaden impuestos y lloran siempre. No importa lo que pase, siempre van a llorar”.

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