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Economía|Domingo, 28 de marzo de 2010
OPINION

¿Impuesto inflacionario o monopólico?

Por Raúl Dellatorre
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El argumento no es nuevo, pero es recurrente. La inflación vuelve a ser uno de los principales temas de preocupación de la población, dicen los tradicionales formadores y manipuladores de la opinión pública. Y el responsable, dicen además, es el Gobierno, que niega el problema a través del Indec y alimenta el fenómeno a través del aumento del gasto público. Doble condena, entonces, para el Gobierno. Este, enredado en la madeja que le extienden a sus pies, tropieza en una discusión semántica en qué se debe entender por inflación y qué diferencia existe entre este concepto y “tensión de precios”. Hasta Moyano queda enredado, cuando se le piden “aclaraciones” por haber dicho que el aumento del precio de los alimentos es innegable y que ello también se verá reflejado en la puja salarial en paritarias. Las “fuerzas combinadas” de la oposición y los grupos de poder económico ganaron otra batalla: le volvieron a instalar un problema socialmente sensible al Gobierno mientras que, de los responsables de definir precios en los mercados masivos (grupos concentrados de la industria, productores e importadores de insumos básicos para las principales cadenas productivas, grandes cadenas de hipermercados), integrantes de esas mismas fuerzas, ni se habla.

“Si la economía sigue creciendo y el empleo baja, este año nos van a instalar la inflación como problema”, anunciaba ante este periodista a fines de 2005 un alto funcionario del gobierno nacional. No se equivocó. Ese año terminó con tensiones con la industria frigorífica y la decisión oficial de suspender las exportaciones hasta que se revirtiera el aumento en los precios de los cortes populares para el mercado interno. En medio de esas tensiones, el gobierno de Néstor Kirchner tuvo que recurrir al primer cambio de ministro de Economía de su gestión. Entró Felisa Miceli por Roberto Lavagna, apuntándole a una política de desarticulación de los grupos monopólicos dominantes en áreas estratégicas, “por acuerdo o por confrontación”, aseguraban sus allegados. Pero no pudo.

Su diagnóstico no era errado, pero la política del Gobierno en la materia (que la ministra no manejó) siguió limitada a los acuerdos sectoriales de precios para listas limitadas de productos, siempre de alcance limitado. Esta política de “dos realidades” derivó en la posterior crisis de medición del índice de precios, que en 2007 se convirtió en un trauma. En su afán por lograr una redistribución del ingreso, el Gobierno apostó a las políticas de ingresos (convenios salariales, salario mínimo, empleo, mejoras de jubilaciones y perfeccionamiento de planes sociales para sectores vulnerables), que resultaron altamente efectivas. Pero no resolvió el problema estructural de la fuerte concentración económica, que afecta como ningún otro la distribución del ingreso.

Estos grupos concentrados, entonces, siguieron ejerciendo “el libre juego”, pero no el de la oferta y la demanda, sino el de la apropiación monopólica del ingreso. A favor de ellos, un consumo en expansión favoreció aún más su propósito, aunque no dependieron exclusivamente de ese impulso.

Aquella prevención de un alto funcionario a fines de 2005, además, acertó en advertir que “el fantasma de la inflación” sería una herramienta permanente de los grupos de presión (políticos y económicos) para embarrar el terreno. Quienes pretenden, todavía, definir las cuestiones principales de la economía como cuestiones técnicas y no políticas, se empeñan en demostrar que la inflación argentina es y ha sido producto de políticas monetarias y de gasto público imprudente. La realidad es otra, no sólo porque la historia económica los desmienta. La inflación es resultado de una puja distributiva y los precios son el mecanismo de apropiación de los grupos monopólicos: apropiación de los ingresos que obtienen los sectores populares con su trabajo, pero que deben transferir a los grupos dominantes cuando pagan por un producto un sobreprecio que nada tiene que ver con un aumento de costos.

El discurso dominante no habla de estas formas de control de la economía. Culpa al Gobierno, al que hace responsable y hasta beneficiario de la inflación, porque le serviría para “financiar el déficit, porque en vez de bajar el gasto aumenta los ingresos al subir los precios de las operaciones sobre las que cobra impuesto”. Ese discurso dominante también enarbola verdades a medias, como que “la inflación es el impuesto más injusto, porque castiga el consumo de los más vulnerables”. Puede ser cierto en cuanto al castigado, pero tratar a la inflación como “un impuesto” es ocultar groseramente a qué bolsillo o caja va a parar un aumento de precios en la economía.

Podría exhibirse, incluso, otro ejemplo todavía más injusto derivado de la inflación. Supóngase una industria básica, por ejemplo el acero, dominada y controlada por una sola empresa, que abusándose de su posición monopólica decide un fuerte aumento sobre el valor de chapas, perfiles, tubos y laminados que entrega al mercado interno. Ese sobreprecio se trasladará al precio final de automóviles, camiones, maquinaria agrícola, máquinas industriales, cocinas, heladeras, lavarropas, hornos de microondas, instalaciones para la construcción y cualquier otro elemento que utilice hierro en su elaboración. Por cada artículo de los mencionados que se compre, se estará pagando un sobreprecio (¿mil pesos por auto, doscientos por heladera?) que iría directamente a beneficiar a la empresa monopólica que produce el insumo. Un impuesto extraordinario en beneficio de un grupo monopólico. ¿No es injusto?

El ejemplo no es muy ajeno a la realidad. Es más, es la forma más típica de inflación en estructuras económicas fuertemente concentradas, como la argentina. El control que el Estado no ejerza, lo ejercerán los grupos monopólicos. Valdría tenerlo en cuenta, para desarticular ciertos discursos y reorientar la discusión. La inflación se resuelve actuando sobre los responsables, no haciendo lo que éstos dicen que se haga.

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