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Economía|Domingo, 5 de febrero de 2006
LA ESTRATEGIA OFICIAL PARA ENFRENTAR A LOS GANADEROS

Del otro lado del mostrador

“¿Cuándo ganaron más guita que ahora?”, se preguntan en el Gobierno y acusan de “ideológicas” las resistencias de los empresarios de la carne a llegar a un acuerdo. Mientras tanto, no les atienden el teléfono, como parte de una negociación dura que descarta frenar el crecimiento como “estrategia antiinflacionaria”, tal como reclama el establishment.

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Fotomontaje Alejandro Elias
OPINION
Por Mario Wainfeld


“No los atiendas. No les levantes el teléfono.” Las directivas son cualquier cosa menos ambiguas. Todos los ministros han escuchado alguna vez, más de una vez, la primera frase de esta nota de labios de Néstor Kirchner. Generalmente, comentan, se emite en alta voz. Administrador severo del poder político que acumuló, el Presidente sabe que un despacho oficial cerrado es (en estos tiempos, que no en otros) un problema más grave para el grupo de interés que llama que para el funcionario que le rehúsa oreja y audiencias.

En los días que corren, Felisa Miceli está aplicando esa receta a los dirigentes “del campo” más chúcaros. ¿Les levantará esa veda alguna vez? Sin duda, después de hacerles sentir el rigor del silencio. ¿Será para la Pascua o para Trinidad? Seguramente antes, pero la sorpresa se reserva aun para reabrir las conversaciones. El poder, amén de una ciudadela con acceso limitado, es sorpresa y enigma.

El Gobierno mira con decepción a los dirigentes que tacharon sus firmas. “Son ideológicos, en el peor sentido de la palabra”, dice un ministro importante y alineado con el pensamiento presidencial. La palabra “ideológico” tiene acá la acepción que suele darle cierta derecha, la de anteojera que limita la comprensión de la realidad. Acaso el diagnóstico contenga algo evocativo de uno de los puntos más sugestivos de la ensayística de Arturo Jauretche, aquel que se interesaba en (y fustigaba a) quienes no sabían entender sus propias conveniencias. Ese medio pelo que no funcionaba como burguesía porque privilegiaba sus prejuicios a sus intereses tangibles. “Felisa Miceli exigió al dirigente Mario Llambías que le explicara en qué lo perjudicaban las retenciones. El tipo dijo que era un tema conceptual. Los temas conceptuales se discuten en las academias, no en negociaciones”, ejemplifica un negociador del Gobierno.

¿Medio pelo alienado que no capta bien su propia realidad? A muchos dirigentes “del campo” que son (o aparentan ser, o ansían aparentar ser) una elite social les dolería la comparación. Pero en la Rosada y en Economía creen que les calza a medida. “¿Cuándo tuvieron el kilo en Liniers a 80 centavos de dólar en los últimos cincuenta años?”, se pone específico un funcionario del ramo y luego incursiona en un tono más generalista y coloquial: “¿Cuándo ganaron más guita que ahora, cuándo tuvieron tantas 4x4?”

Por si fuera poco, los empresarios ganaderos están divididos. “Sólo los unifica pedir al Estado. Felisa les dijo ‘ustedes deben venir y decir qué aportan, después el Estado hará su parte. Pero ustedes vienen y sólo saben reclamar’. La división hace que las reuniones prodiguen fuego cruzado entre los propios privados. Están peleados todos contra todos”, fulminan desde el otro lado de la mesa.

Lado que, valga acotar, aporta su cuota de facciosidad. El secretario de Agricultura, Miguel Campos, y el subsecretario, Javier de Urquiza, son como perro y gato. Más allá de la encantadora correspondencia entre su apellido y su cargo, en el Gobierno piensan que Campos no es el hombre correcto en el lugar adecuado. No sólo ha manejado mal estas tratativas, no sólo traslada su interna con de Urquiza a las negociaciones, también tiene un carácter irascible, escaso espíritu de equipo y poco rigor técnico, piensan casi todos en el gabinete. Pero al hombre le ha salido un guardaespaldas inesperado, es la Sociedad Rural que pide su cabeza generando la previsible reacción negativa del Presidente. Así las cosas, Campos tiene un rato de sobrevivida. Su eyección es un hecho, el tiempo en que ocurra un arcano. ¿Será para las Pascuas o para Trinidad? Algún día será.

Exportar o comer

Argentina, desde siempre, exporta lo que su población come, algo que ocurre en muy contados países. Y, otro rasgo autóctono que despierta perplejidad aun en países limítrofes, los precios de exportación impregnan el mercado interno. Un recurrente conflicto enfrenta a los exportadores y a los sectores populares en un subibaja que explica parte de la historia nacional. La perdurable crisis se acentúa en momento de expansión del consumo local, como el actual. Un horizonte verosímil, bien puntualizado por el economista Carlos Leyba en la revista Debate, es que la demanda interna y externa de carne crezcan mucho en los próximos tiempos. La respuesta imaginable en un país capitalista “de manual” sería un aumento exponencial de la producción. Tercer dato folclórico a tener en cuenta, acá las cosas no funcionan así. De los laberintos no se sale por arriba, sino remarcando.

El Gobierno está convencido de que la solución sería más inversión, más productividad, exportaciones con mayor valor agregado. Claro que eso exige acuerdos a largo plazo, sensatez, empresarios schumpeterianos. Pero, siempre hay un pero... adivinen cuál es la cuarta característica de la cultura productiva criolla.

Empujado por el día a día, el Gobierno tiene la mayoría de sus fichas puestas en laudar en la pulseada entre los argentinos que quieren mejorar su alta (en términos internacionales) ración de carne anual y los extranjeros que quieren probar la mejor carne del mundo. En esa pugna, inmerso hasta el caracú en la coyuntura que es su ecosistema, el oficialismo está convencido de que su deber primero es intervenir en pro del mercado local, desalentando incluso las exportaciones. La angurria de los ganaderos, explican en Economía, los hace caer en un facilismo perjudicial, ya que “venden su propio capital”.

El Gobierno describe a sus antagonistas como obcecados y los diagnostica débiles. “No son muy representativos, por abajo sus bases los critican. No tienen lazos estables con fuerzas políticas. Son caprichosos, prebendarios, y eso les juega en contra. Tienen que acomodarse a los nuevos tiempos, podrían ganar mucho”, resumen mientras no les atienden el teléfono.

Bilardismo

¿Vale la pena comprometer al propio Presidente en la discusión cotidiana por los precios, involucrarlo en un partido que nunca se puede ganar? Página/12 traslada la duda a un ministro bien afín y bien cercano al Presidente. Previsiblemente, el contertulio cree que sí vale la pena.

“Con empatar nos conformamos”, bromea (o no tanto) el funcionario. Un empate sería, claro, el mismo índice de aumentos de precios al consumidor que en 2005. Bien leído, el gobierno aceptaría (como quien, aunque no lo verbalice, se conforma con ser derrotado 2-1 por la Libertadores en el Morumbí) un porcentual algo mayor que no fuera exorbitante.

El bilardismo aparente no trasunta un espíritu defensivo sino la elección del partido que se quiere jugar, que es el hacerse cargo de los riesgos del crecimiento chino y de la velocidad que eso comporta. Ni Economía ni la Rosada imaginan la perspectiva de hacer “lo otro”. Lo otro es subir la tasa de interés. “La receta ortodoxa”, fulmina Kirchner para quien “ortodoxia” (en este caso) es mala palabra.

La suba de las tasas no impactaría tanto en el muy contraído mercado de crédito cuanto en el desplazamiento de capitales al sector financiero. Las consecuencias son de libro, menos circulante, apreciación del peso. Tal devenir es intolerable para el Gobierno que sigue jugado al “dólar competitivo”. “Este modelo es dólar alto, con retenciones. ¿Prefieren el uno a uno?”, picaneó Miceli a los empresarios de la carne. Para adentro, la pregunta no es ni retórica. El Gobierno no interferirá su marca con lomos de burro. Lo conocido tiene contrapartidas pero el saldo da positivo, interpretan. Intentar ralentarlo un poquito abre escenarios imprevisibles. “Muchos de nosotros pensamos que sería un error intentar encauzar el crecimiento, moderarlo un poco para manejarlo mejor. Pero ninguno de nosotros está tan convencido de eso como el Presidente”. Un secretario de Estado, de fluido diálogo con Kirchner, resume bien el cuadro de situación.

La puntillista brega por mantener templados los precios no es sencilla en la Argentina. “La cultura de nuestros consumidores nos juega en contra –reconocen en Economía–. En tiempos de auge, el mercado convalida cualquier aumento de precios. Nos quejamos por cómo remarcan los hoteles o los restaurantes pero después se llenan igual.” Hay que hacerle sentir el aliento del Gobierno a los que remarcan, hay que desinflar las expectativas, concuerda el oficialismo, y en eso la hiperpresencia y hasta la sobreactuación del Presidente tienen una gran funcionalidad.

Claro que el crecimiento “chino” se asienta sobre un enorme desorden, pero la consigna parece ser relax and enjoy. Algunas situaciones se reconocen irritantes: la nafta subsidiada que premia a sectores no tan desprotegidos, el boleto de colectivo subsidiado que impide la capitalización de los transportistas. Por no hablar del irrisorio costo del gas domiciliario para sectores altos y medios que el propio Julio De Vido reconoce como “insolidario” en diálogo con gente de su confianza. Casi todos, aun los enragés del Gobierno, juzgan que es hora de reparar desfasajes tan injustos. Pero intentarlo impactaría algo sobre la inflación. Además, otra vez, el más remiso es el Presidente. ¿Se modificarán para Pascua o para Trinidad? No haga apuestas arriesgadas, amigo lector.

El Gobierno recibió con buena onda, ya que no alborozado, la marca inflacionaria de enero, inferior a la de 2005, manejable. Algo similar espera que sean las paritarias que arrancan en marzo. Si hay un acumulado anual de menos del 15 por ciento –suponen cerca de Kirchner–, no existen motivos para aumentos salariales descomunales para el sector formal de los trabajadores. Habrá que ver cómo reaccionan los trabajadores y las conducciones sindicales, en un momento histórico en el que se ha atenuado la asimetría en la relación de fuerzas con las patronales. Es un interrogante abierto, pero recién para el otoño. En el imaginario nativo, falta mucho.

Para abril o para mayo

Quizá Kirchner produzca más “medidas” que “políticas”, quizá su gestión peque de excesivo tacticismo y renguee por tener escasa planificación. Pero cumple reconocer que sus medidas se orientan a un norte común, que es el de la satisfacción inmediata de los intereses de “la gente”. Las sobreactuadas relaciones con las corporaciones del campo se inscriben en esa lógica. La decisión de no domesticar el crecimiento, también.

Cunde la moda de hablar de populismos. Sin pretender ahondar el debate, viene a cuento subrayar que si algo los identifica es la voluntad de ligar el consenso con la satisfacción inmediata y tangible de los intereses populares. El diferimiento del bienestar a futuro no integra el credo populista. El consumo es una variable muy poco negociable. Kirchner es, en este sentido, un populista cabal. Formateado a fin del siglo XX, modifica la tradición con obsesiones de época inimaginables medio siglo atrás: la obsesión por los equilibrios presupuestarios y el superávit.

El “modelo” elegido por el Gobierno es bastante sencillo, se apoya en un trípode que orienta sus políticas: la paridad cambiaria, el superávit y la obra pública como fundante política de Estado keynesiano. Lo demás, ya se dijo, es casi pura táctica. Desconfiado, como buen hombre oriundo de zona de montaña, Kirchner recela de las novedades y de los cambios. A la velocidad que eligió, o que le impusieron las circunstancias, seguirá andando. Si choca, algo para nada imposible, no será por haber tascado el freno, que le suscita muchas más prevenciones que el acelerador a fondo.

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