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El mundo|Domingo, 23 de marzo de 2008

“En la cama, me confesó que era asesina profesional”

El es inglés y viajaba por Colombia comenzando una carrera de fotógrafo de conflictos y guerras. Ella era joven, atractiva y amistosa. Fueron amantes en una zona dominada por los paramilitares, en Putumayo. Ella le confesó su secreto: era una de las asesinas profesionales de las Autodefensas y también una freelance que mataba por dinero, con más de veinte muertos en su haber.

Por Jason Howe *
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Hay un momento en toda relación en que llegan las confidencias. Generalmente son sobre sexo, sobre novios pasados –con algunos olvidos convenientes– y ese tipo de cosa. A veces, el secreto confesado puede hasta cambiar la relación: la honestidad tiene su precio. ¿Y qué pasa si el secreto de tu novia es mucho más oscuro y siniestro que una lista de novios?

Sentado desnudo en el borde de la cama de un hotel barato y caluroso en el medio de una zona de guerra, productora de drogas, en Colombia, prendí un cigarrillo y me puse a escuchar a la chica a la que acababa de hacerle el amor confesando algo inimaginable.

Yo llevaba unos meses en Colombia, aprendiendo a ser un fotógrafo de prensa. No es que iba a cursos universitarios o hacía retratos en un estudio. Lo que hacía era jugarme en las notas. Estaba en un país con pocos momentos de paz. Por unos cuarenta años, el grupo rebelde marxista FARC –Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia– le había hecho la guerra al gobierno financiándose con secuestros extorsivos e impuestos al tráfico de cocaína. Los escuadrones de la muerte de derecha, conocidos como las Autodefensas, habían aparecido en respuesta a los secuestros de terratenientes y barones de la droga. Bajo el paraguas de las Autodefensas Unidas de Colombia, estas milicias privadas, estos paras, recibían apoyo secreto del gobierno y los militares para su guerra sucia contra las FARC.

Esta guerra a tres bandas se había cobrado ya más de 200.000 vidas y más de tres millones de personas habían tenido que abandonar sus hogares, amenazados o víctimas de la violencia. Sería una grosera injusticia pensar el conflicto como una guerra por la droga. Sus raíces se hunden en las diferencias económicas y sociales que permean el país, con una enorme clase baja que vive en la pobreza y una ínfima clase alta que tiene el 90 por ciento de la tierra, la industria y los negocios. Mi ambición era conocer y fotografiar a miembros de cada grupo, tratando de explicar el conflicto.

Empecé viajando por zonas del país con una fuerte presencia de las FARC y, tras muchos intentos, convencí a los rebeldes para que me dejaran entrar a uno de sus campamentos. Después de pasar varios días con ellos, documentar su vida cotidiana y hasta ver un combate con tropas del gobierno, era momento de encontrar a sus enemigos, los paras. Viajé a Putumayo, uno de los centros del narcotráfico y escenario de interminables escaramuzas entre paras y guerrilleros, en el sur colombiano y cerca de la frontera con Ecuador. Me tomó un par de días de ómnibus llegar a Puerto Asís, la capital.

En el camino me puse a hablar con otro pasajero, una hermosa chica colombiana llamada Marylin que me dijo que volvía de un viaje de compras a la gran ciudad. Le expliqué por qué visitaba el lugar y Marylin me dijo que tenía amigos en el ejército y los paras, por lo que podría ayudarme. Me invitó a quedarme con su familia, que tenía una tienda y bar junto a la ruta, en las afueras del pueblo. Marylin era muy atractiva.

Pasé varias semanas con su familia, recorriendo el campo, fotografiando los campos de coca y tratando de hacer contacto con los paras. Marylin y yo pasábamos largas tardes juntos en su red, tomados de la mano y besándonos a veces, pero nada más. Eventualmente se me acabó el tiempo y el dinero, y tuve que volver a Gran Bretaña. Al despedirnos le prometí que trataría de volver y Marylin me dijo que ahora yo era “parte de la familia”.

A los seis meses estaba de vuelta, dispuesto a llegar al fondo del conflicto, aprender lo más posible y tal vez escribir un libro. Viajé a Puerto Así a quedarme con Marylin y su familia, pero me esperaba una sorpresa: ella se había unido a las Autodefensas y había entrado en combate en el cercano pueblo de El Tigre. Una amiga que combatía a su lado había caído, muerta, junto a otros 25 paras y al menos 15 guerrilleros. Todos los pobladores de El Tigre habían huido.

El hermano de Marylin trabajaba ahora en una plantación de coca y llevaba siempre una pistola, que guardaba de noche bajo la almohada. Esto no era demasiado llamativo en un país quebrado por todas las violencias posibles, en el que la suerte, buena o mala, marcaba en qué bando terminaba uno. Pasaron meses, viajé por todo el país por mi proyecto, logré que me prestaran atención, hasta gané un premio internacional y me ofrecieron ir a Irak a documentar la guerra. Pero después de seis meses entre coches bomba y morteros en Bagdad, sólo pensaba en volver a Colombia.

A un año de nuestro primer encuentro, llegué de vuelta a la casa de Marylin en un vetusto taxi. Me senté a tomar una cerveza helada con su padre mientras esperábamos que volviera “de hacer un mandado”. Luego nos fuimos a caminar de la mano con su hijita de cuatro años, Natalie, y nos bañamos en el río. Pude sentir que había un cambio en ella, pero no supe bien qué era.

Le pregunté si las cosas habían cambiado entre nosotros, si mejor no me quedaba en un hotel. Ella me dijo que sí, que sería más fácil para encontrarnos. Esa misma noche vino a comer conmigo, compartimos una botella de vino y comencé a pensar que un año de paciencia por fin tendría resultados. Marylin se quedó esa noche, en el calor ecuatoriano del hotel en el que no andaba el aire acondicionado. Al amanecer, oyendo los primeros autos y los primeros vendedores ambulantes, Marylin me dijo que tenía algo que decirme.

Fue entonces que me disparó una confesión que me excitó y confundió. Me dijo que en los meses en que estuve en Irak había cambiado de posición en las Autodefensas, se había unido a la milicia urbana y pasado a ser una asesina. Su trabajo era eliminar informantes y traidores. Hasta ahora, me contó, había matado a diez personas en la zona. Prendí un cigarrillo y aspiré fuerte, mientras ella me miraba entre el humo para ver cómo reaccionaba. Curiosamente, inesperadamente, no sentí horror. Los meses que había pasado en Colombia e Irak me habían cambiado. No es que fuera menos sensible a la muerte o el sufrimiento, pero ciertamente era más difícil escandalizarme. La diferencia entre víctima y victimario, rebelde y refugiado, me parecía mucho más un tema de perspectiva.

Siempre me gustó estar con gente que hace cosas, rebeldes y soldados que creían en lo que hacían. Me dejaban frío las reinas de belleza ricas y bien vestidas de los clubes finos de Bogotá. Aunque más tarde me sentiría muy distinto, mi primera reacción a lo que me decía Marylin fue una aceptación que casi tocaba la aprobación. Supongo que si iba a tener una amante en una zona de guerra, ella era de lo más cool.

Al principio, sus visitas a mi hotel, siempre con una pistola, no me ponían nervioso. Creo que no había registrado las consecuencias de lo que Marylin me había contado. Era joven y vivía una gran aventura en la que seguramente ya había llegado al máximo grado de inmersión en este conflicto. La mujer con la que acababa de empezar a hacer el amor regularmente era una asesina por encargo que dejaba en mi mesa de luz su pistola. Yo la veía sacarse el arma del cinturón, quitarse la ropa y entrar en mi cama, y no podía relacionar a esta mujer con los cadáveres que veía en la morgue, con la cabeza rota a escopetazos a quemarropa, como ella me había contado que lo hacía. Yo andaba propulsado por el calor tropical, ron fuerte, cocaína de primera y los brazos de una chica núbil de 22 años, por lo que se me mezclaban la realidad y las fantasías. Era como vivir en una película de Tarantino.

Una mañana, Marylin me contó que la noche anterior había convencido a un amigo de que la ayudara a decapitar y desmembrar a una mujer. Esta vez no era una informante: una amiga la había contratado para que liquidara a una amante de su novio. Me contó tan en detalle lo que había hecho, lo hizo tan fríamente, que finalmente caí en la realidad. Mis sentimientos hacia ella comenzaron a cambiar, el romanticismo empezó a apagarse. Ella ya no me parecía una parte legítima de una guerra civil sino que había pasado a ser una asesina freelance, matando por dinero, ni más ni menos.

Aunque todavía la encontraba sexualmente atractiva y quería estar con ella, algo me rebotaba en la cabeza. Eran pensamientos que a otros se les hubieran ocurrido mucho antes pero que al fin se filtraban en mi cerebro. En los últimos meses, la había fotografiado nadando en el río con su hija y leyéndole un cuento antes de dormir. Ultimamente, las imágenes que tomaba de ella se concentraban casi exclusivamente en su otra cara: la estaba reduciendo a una nota, un tema. Le pregunté si estaba lista para dejarme entrevistarla. Se puso una máscara de esquí y, pistola en mano, me dejó hacer un video del reportaje. Comencé preguntando sobre cómo entró a los paramilitares y sobre cómo la convencieron de matar por primera vez. Ella empezó dudando, pero fue ganando velocidad a medida que contaba su historia.

“Cuando maté por primera vez me asusté, tuve miedo. Maté para ver si podía hacerlo. Pero es obligatorio matar, si uno no mata, lo matan. El primero fue muy difícil porque estaba de rodillas, rogando, llorando y pidiendo que no lo mataran por sus hijos. Por eso fue tan difícil. Pero si no lo mataba, otro de los paras me mataba a mí. Después de hacerlo una se queda temblando, no se puede comer ni dormir, ni hablar con nadie. Me encerré en mí misma. Pero con el tiempo una se olvida. Mis superiores me decían que la segunda vez iba a ser más fácil. Pero una sigue temblando.”

“La segunda vez resultó un poco más fácil. Es como dicen por aquí, si matas una vez, matas muchas veces. Hay que ir perdiendo el miedo. Ahora sigo matando y no siento nada, todo es normal. Antes me mandaban a matar, era una obligación. Pero desde que dejé la organización lo hago por dinero y nada más.”

Marylin y Jason al comienzo de su relación, en Puerto Asís.
Imagen: Jason Howe

“Maté a uno de mis amigos porque si no iban a matarme a mí. Mis amigos me contaron que trabajaban para el otro bando, por lo que eran ellos o yo. Confirmé con las Autodefensas que efectivamente eran guerrilleros y pedí permiso para matarlos. Fue muy doloroso. Fui a su velorio y su entierro. Fue muy difícil ver a su madre llorando, sabiendo que yo era responsable por ese dolor. Pero eran ellos o yo y en las Autodefensas te enseñan que primero hay que cuidarse uno. Hasta ahora, maté a 23 personas.”

Fue tremendamente triste escuchar a esta mujer joven e inteligente, tan cercana, hablar así. Marylin era una víctima de circunstancias extremas. Su aburrimiento y su búsqueda de algo que la excitara la había llevado a los paras, que le habían hecho perder todo respeto por la vida humana. Pero sus excusas, o la falta de ellas, me habían sacudido y le dije que ella representaba todo lo que estaba mal en su país. Desde mi lugar privilegiado y externo de observador no podía identificarme con ella, sólo enojarme y juzgarla. No me había funcionado eso de reducirla a una nota, no podía tomar distancia de ella. Por un lado era un deleite todo lo que me había pasado en los últimos meses, por otro había que pagar el precio de llegar al fondo. Había visto y escuchado cosas que me hacían entender a Colombia como nunca antes, pero también me daba cuenta de que yo estaba dañado.

Volvía a Irak y luego pasé a la guerra de Afganistán. Por un año nos mandamos mails con Marylin. Ella me preguntaba dónde andaba y me pedía que no la olvidara. Me contó que lo que yo le había dicho después de la entrevista en video la había sacudido, que nunca nadie le había hablado así, preguntándole por qué hacía lo que hacía. Me dijo que quería empezar de nuevo, pero que las Autodefensas no dejaban a nadie salir del negocio. Al menos con vida.

Después de un largo silencio, comencé a temer que le hubiera pasado algo. Decidí volver a Puerto Asís a verla. Me tomó un tiempo juntar el coraje de ir a su casa y ver si su familia todavía vivía ahí. Me preguntaba si había realmente comenzado una nueva vida en otro lugar o si, más probable, su vida pasada por fin la había alcanzado. Como yo sabía en qué horrores había andado Marylin, estaba preparado para recibir malas noticias. Lo que no me esperaba era qué confuso iba a ser recibirlas. Su familia se sorprendió, como siempre, de verme de golpe en su puerta. Mis temores se confirmaron al ver a su padre que, con los ojos llenos de lágrimas, me dijo que Marylin estaba muerta. Tenía veinticinco años y dos meses cuando fue secuestrada de su casa y lapidada. Sus captores le habían aplastado la cabeza con una piedra y la habían baleado.

Al día siguiente, su hija de seis años se despertó como huérfana. Sus padres habían perdido al tercer hijo y su hermano estaba tan quebrado que no paraba de llorar y no podía caminar ni hablar. Marylin no fue muerta por alguien del lugar, en venganza por alguno de sus “trabajos” como asesina. La asesinó su propio grupo en una lapidación simbólica que es el castigo para los sapos, como llaman los colombianos a los informantes. Su último novio había sido un soldado, algo conveniente para ambos mientras paras y militares trabajaron juntos en la guerra por el control de los campos de coca del Putumayo, pero suficiente como para que alguien muera cuando esa relación se quebró.

La muerte de Marylin fue algo muy especial para mí, por nuestra intimidad. Fuimos amigos y amantes. Nuestras vidas nunca tuvieron mucho en común, excepto el abrazo de hierro de la guerra civil colombiana. Me costaba hablar, no sabía realmente qué estaba sintiendo. ¿Sentía pena de esa mujer que había tomado tantas vidas y caído por la misma justicia callejera que ella ejercía? ¿Estaba otra vez conversando con ella sobre cómo cambiar su vida después de hablar conmigo? ¿Me preguntaba si no tendría que haber hecho más por ella? ¿Tenía pena de sus padres y su hermosa hijita, que algún día podía descubrir por qué la mataron y entender los horrores que pasaban mientras ella era una beba? ¿Me acordaba cómo era besarla antes de saber que era una sicaria? ¿Me imaginaba o trataba de no imaginarme cómo quedó con la cara destrozada por la roca? En realidad, pensaba, sentía e imaginaba todo eso. Y a la vez sabía que el dolor de su familia era el mismo que ella les había causado a otras muchas familias.

De vuelta en el hotel me quedé fumando y viendo el ventilador dar vueltas, pensando en mis guerras, mi novia muerta y mi situación actual. A la mañana siguiente, bien temprano, fuimos con la madre y la hija de Marylin, ambas de punta en blanco y con flores, a visitarla al cementerio. Su ataúd estaba en un nicho de cemento, justo encima del de su hermana, también muerta en la guerra. Hace mucho que los muertos superaron la capacidad del cementerio. A su lado había otra tumba, mucho más pequeña, de otra hermana muerta a los tres meses por causas naturales. No quería ni imaginar lo que sentía la madre de Marylin abrazada a su nieta y viendo las tumbas de tres de sus hijas. Mi idea de entrar por el Putumayo para fotografiar a los paras ya no parecía tan interesante. Marylin siempre me había indicado por dónde seguir y me había advertido dónde parar. Quería aprender más sobre su vida y su muerte, pero no quería que me mataran por preguntar a quien no correspondía.

Esa noche, comiendo entre bocinazos y motores, una vecina me contó más de lo que le había pasado a Marylin. Tomando sopa, me contó que Marylin había estado con las Autodefensas mucho más tiempo de lo que me había confesado y que en el pueblo todos asumían que había participado en la masacre de 26 personas en El Tigre. Varios de los muertos en esa masacre habían sido decapitados y destripados antes de que los tiraran al río. Esa misma noche saqué pasaje en el primer avión.

Mientras veía Puerto Asís empequeñecerse hasta desaparecer, el avión quedó envuelto en una nube. En mi iPod una voz cantaba que “esta ciudad nos vuelve locos y hay que irse”. Escribo esto a quince mil kilómetros de distancia en un hotel gélido de Kabul, donde cubro otra guerra interminable y me pregunto qué otra cosa podría haber hecho. ¿Marylin fue asesinada porque realmente era una informante o porque quería empezar otra vida, como me decía en sus mails? Quiero creer que fue por eso, quiero creer que logró cambiar, que no era la dura, fría y cruel asesina que me reveló. ¿A quién quiero engañar?

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.



El autor

Jason P. Howe es un notable corresponsal de guerra y el autor de Colombia: Between the Lines, Colombia: entre las líneas. La increíble historia de su romance con Marylin fue publicada en el diario británico The Independent, junto a un ensayo fotográfico sobre su vida y su muerte. La historia de Jason y Marylin fue comprada por Hollywood y está en etapa de preproducción para una película de alto presupuesto.

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