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El mundo|Sábado, 10 de mayo de 2008
Caos y anarquía en Beirut y al menos quince muertos en tres días

Líbano al borde de la guerra civil

Con Hezbolá en el control de Beirut oeste y los medios prooccidentales cerrados en los barrios que controla la milicia chiíta ante la pasiva mirada del ejército, los libaneses evitan salir de sus casas y no pueden abandonar el país.

Por Maruja Torres *
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Un miliciano chiíta patrulla frente a un estudio de televisión en llamas, en Beirut oeste.

Desde Beirut

Hezbolá tomó Beirut oeste, la mitad de la ciudad poblada por musulmanes, en un santiamén. Cerró medios de comunicación afines al gobierno prooccidental de Fuad Siniora, léase los financiados por el multimillonario Saad Hariri, e impuso su orden. Eso sí, el partido-milicia chiíta tuvo exquisito cuidado con el ejército, la única institución en la que todas las sectas libanesas se mantienen todavía unidas y que trata por todos los medios de mantener su neutralidad en la contienda fratricida. Los barrios cristianos de la capital quedaron al margen de la batallas y no fue fruto del azar. Hezbolá forjó una alianza con el mayor partido cristiano, el dirigido por el ex general maronita Michel Aoun. Esta unión les permite presentarse como una confesión que no se enfrenta a todas las demás.

En el tercer día de esta guerra, que ya lleva 15 muertos y más de 60 heridos, madame Sylvie abandonó por primera vez su domicilio, cercano al puerto que ha sido cerrado para dejar aún más aislada la capital. Beirut ya no tiene aeropuerto ni caminos que la comuniquen con el resto del país, ni hacia Damasco. Ella, Sylvie, tiene 70 años, es cristiana, de padre libanés y madre siria; vive al lado del cuartel general de la Falange de los Gemayel (milicia cristiana, creada en 1936 a imagen de la del fascista español José Antonio Primo de Rivera), y está sola en la vida.

Sentada enfrente de mí en uno de los pocos cafés todavía abiertos, ante una pipa de agua y una cerveza, la señora Sylvie, a quien yo cometo la imprudencia de catalogar como enemiga de Hezbolá sólo porque es cristiana, me desengaña enseguida y me cuenta que quiere que ganen los militantes del Partido de Dios, que ella es prosiria, que el cuartel de los falangistas está vacío porque todos han huido a las montañas, y que desde hace años vive con los 10 mil dólares de indemnización que la compañía para la que trabajó durante tres décadas le dio al jubilarse.

El apartamento en donde habita es un inmenso caserón de los muchos vacíos de Gemmayzeh (zona Caramel: Sylvie es como la vieja que mendiga cartas de amor), un barrio lleno de viejas, algunas delirantes, otras, como Sylvie, sensatas. Apenas tiene muebles. Paga 100 dólares al año, una miseria, pero el dueño, que se enriqueció traficando con chatarra durante la guerra y también después, con la reconstrucción controlada por Hariri padre y los saudíes, es un buen hombre.

–¿Tiene usted miedo? –me pregunta.

–No exactamente.

–Está bien, Beirut, ¿no es cierto? Incluso para una vieja sola como yo.

A estas horas, Hamra, en el Beirut que vuelve a ser Oeste –y nosotras estamos en lo que vuelve a ser Este–, está llena de milicianos que corren de una esquina a otra, disparando; de humo y de balas. No tantas, sin embargo, como habrían podido matar. Esta es una tragedia controlada, y Sylvie, que ha visto muchas, se muestra de acuerdo conmigo. La tragedia de la coalición en el gobierno es que están demasiado acostumbrados sus miembros al bla, bla, bla de la diplomacia, a recibir a Kouchner, a Condoleezza y a Moratinos, y a menear el culillo ante Occidente.

Hezbolá, por ejemplo. Se veía venir que los fieles a Hasan Nasralá, entrenados hasta los dientes y menos entretenidos por los placeres mundanos que sus rivales, podrían mear el territorio cuando se les antojara. Es lo que han hecho ayer. Los otros se reúnen, lanzan comunicados, apoyan a un gobierno inexistente que Occidente haría bien en cachear, sin fiarse de anteriores encuentros.

Huele a pólvora en Beirut, y a caucho quemado. En cualquier parte de la ciudad hay un momento en que huyen los pájaros y las flores se avergüenzan y se vuelven contra la pared. Sin embargo:

–Es una oportunidad única para que empecemos a construir un país serio –dice Sylvie, la apátrida y, sin embargo, más patriótica que nadie–. Me voy, gracias por la cerveza.

–Sé que no la volveré a ver.

Los supermercados de Beirut se han llenado de ancianos desalentados que toman café en la cantina, ellas operadas y cargadas de brillantes, ellos arrugados y reventando de paciencia, mientras sus criadas filipinas o etíopes –a 100 dólares al mes, lo mismo que a Sylvie le cuesta su piso un año– les cargan el carrito con comidas en puré y agua mineral.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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