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El mundo|Lunes, 4 de agosto de 2008
El arresto de Karadzic trajo al presente la tragedia en la ex Yugoslavia

La memoria del horror en Bosnia

En julio de 1995, quien escribe estas líneas grababa los testimonios de los miles que sobrevivieron a las matanzas de civiles que dirigió Radovan Karadzic contra los enclaves de Srebrenica y Zeppa.

Por Vicente Romero
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Karadzic está siendo juzgado en el Tribunal Internacional de La Haya por crímenes de guerra.

Desde Madrid

La detención y extradición de Radovan Karadzic no sólo ha reavivado el dolor y los deseos de justicia entre los supervivientes de la limpieza étnica que dirigió en Bosnia, sino que también ha servido para que quienes fuimos testigos del horror recuperemos la memoria de unas atrocidades largamente impunes. Así, las noticias de estos días en Belgrado y La Haya me han obligado a recuperar de los archivos las imágenes filmadas por el equipo de TVE que, en julio de 1995, informábamos de la tragedia de la antigua Yugoslavia. Y he vuelto a ver y escuchar los dramáticos testimonios de los fugitivos que habían escapado a las matanzas de civiles que siguieron a la ofensiva chetnik contra los enclaves de Srebrenica y Zeppa, calificados de zonas seguras bajo protección de los cascos azules. En el norte de Bosnia se cruzaban los caminos inciertos que, a través de las montañas, recorrían miles de familias despojadas de sus tierras y que habían dejado atrás los cadáveres de todos los varones jóvenes. Y Radio Sarajevo hablaba de 25.000 desplazados por los combates y las operaciones de exterminio. Muchos de ellos fueron a parar a las pistas del aeropuerto de Tuzla, donde la ONU improvisó un campo de refugiados. Recuerdo un largo paseo al anochecer entre sus tiendas de campaña, escuchando los gemidos y lamentos que brotaban de todas sin excepción, en una interminable sinfonía de llantos imposibles de contener. Antes, durante varias horas, habíamos grabado entrevistas con muchos de ellos.

“¿Qué puedo esperar del futuro?”, se preguntaba una mujer que nos contó cómo los milicianos serbios la metieron junto a toda su familia en un autobús y lo arrojaron por un barranco. Ella fue la única que escapó de la muerte y ya no sabía para qué vivir. Más de 3000 personas compartían la misma angustia en Tuzla. Gente que había escapado con lo puesto, en medio de un sangriento desorden. Entre sollozos, un campesino nos mostró a los nueve miembros de su familia que había arrastrado durante diez días a través de los bosques, alimentándose de hierbas y raíces. “Los chetniks se llevaron a mis tres hermanos y sé que no volveré a verlos vivos”, decía.

Los hombres se dirigían a nosotros con vehemencia. Exigían que los periodistas presionáramos contra la pasividad europea ante el genocidio que se estaba cometiendo. Hablaban con desprecio y dureza sobre las tropas de Naciones Unidas: “Son unos cobardes que sólo valen para vigilarnos, no para defendernos”. Un anciano campesino juraba que el propio general Mladic lo había zarandeado, diciéndole que perdiera toda esperanza. Y una mujer suplicaba que se hiciera algo para salvar a su marido y sus hijos prisioneros de las fuerzas de Karadzic, gritando inútilmente mientras una oronda funcionaria internacional holandesa fumaba en su cara con gesto displicente.

Pero fueron dos niñas quienes dejaron una impresión más honda en mi ánimo, entre aquella interminable galería de desdichados personajes. Una fue Senida Mikanovitch, que había quedado sola en el mundo a la edad de doce años. Una bomba segó la vida de su madre y los soldados de Mladic se llevaron a su padre. Los cascos azules la encontraron y la pusieron al cuidado de otra refugiada, madre de cinco hijos, que acababa de perder a su esposo. Senida, con sus ojos azules teñidos de rojo y la amargura pintada en su semblante ingenuo, aún tuvo fuerzas para sonreír a nuestra cámara. La otra fue Mayra, una cría de apenas dos meses a la que su madre rechazaba. La mujer –desdentada, prematuramente envejecida por la pobreza– se negaba a alimentarla desde que, pocos días antes, había visto morir a su marido y otro hijo de dos años. Trastornada por el sufrimiento, repetía que ya no era capaz de dar amor a nadie, ni siquiera de seguir viviendo.

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