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El mundo|Jueves, 6 de noviembre de 2008
Lo que se espera de Obama y lo que puede llegar a ocurrir en Estados Unidos

Alegría, entusiasmo y expectativas de cambio

La fiesta fue inesperada y raramente vista, con miles en la calle. La transición ya empezó y la presión por el nuevo modelo económico es feroz. Inclusión social, crecimiento, Estado chico o plan masivo de obra pública.

Por Ernesto Semán
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Barack y Michelle Obama, Jill y Joe Biden, centro de presiones, sueños y temores de un país.

Desde Nueva York

Eran las 22:59:50 y la cuenta se escuchaba a los gritos en toda la ciudad. “Nueve, ocho, siete...”, salía de los bares repletos de Brooklyn, los departamentos superpoblados de Harlem, la gente plantada frente a las pantallas de Times Square. “Seis, cinco, cuatro...”, la energía de la multitud de voces superpuestas ponían al conteo en la reencontrada sensación del rezo laico. “Tres, dos, uno, ¡¡¡cero!!!” En ese momento la televisión dio el cierre de las mesas de la costa oeste y confirmó que Barack Obama acababa de ser elegido presidente de los Estados Unidos. Si la elección del martes fue sobre todo una catarsis nacional, su momento más admirable llegó con el llanto desconsolado de millones de personas que en ese momento salieron a las calles, cortaron las esquinas de los barrios negros y se abrazaron durante horas en la noche húmeda de Nueva York.

Después, la mañana siguiente, la de ayer, fue igual a las otras. O no tanto, porque en una ciudad donde la convivencia y la tensión racial van de la mano, la elección de Obama –que en Nueva York superó el 80 por ciento de los votos, llegando al 88 por ciento en el Bronx– dejará su huella. Pero ayer los subtes se poblaron desde las cinco de la mañana como siempre, depositando en Manhattan la masa de negros e hispanos que mueven la ciudad desde sus entrañas. El mundo del trabajo, su oprobio y su aventura no desaparecen con una elección presidencial, y si alguien saludó de mejor ánimo a los miles y miles que portaban prendedores con la figura del presidente electo, también descubrió que dos siglos de barreras y prevenciones tampoco desaparecen de la noche a la mañana, aun si horas antes recibieron su golpe más contundente. Contando que para un norteamericano menor de cuarenta años, lo del martes puede haber sido su primera experiencia de una acción colectiva de tan largo alcance como la de reemplazar al presidente, las chances de inteligir todo lo que sucede se reducen a la observación.

La mañana fue igual que siempre para todo el mundo, menos para Obama, claro, que se fue a la cama como presidente electo de la mayor potencia del mundo y se despertó con 72 días por delante para poner en marcha su gobierno. Las oportunidades son breves, los espacios de creatividad cuando los márgenes de acción son mayores, duran horas y toda la genialidad política termina reduciéndose a saber aprovechar ese breve instante en el que el poder es algo más que el gerenciamiento de un cargo. Sobran los ejemplos: en 1961, cuando Kennedy emergió de la crisis de los misiles con la Unión Soviética como el hombre que había salvado al planeta de la guerra nuclear, un asesor le propuso mediar en un conflicto más en América latina. “En este momento medís un metro más que el resto de la humanidad”, le dijo a un escéptico presidente: “No te ilusiones, eso dura el tiempo que tardo en medirme”. Un cuarto de siglo después, Jimmy Carter no podía creer que a apenas una semana de haber protagonizado los acuerdos de Camp David –por aquel entonces uno de los éxitos mas rotundos de la diplomacia norteamericana– sus niveles de popularidad fueran los más bajos de un primer año presidencial.

El actual presidente electo ni siquiera tiene un logro mayor que el de haber ganado la elección. La ola que lo llevó a la victoria va a aplacarse previsiblemente. Más aún, con John McCain y George W. Bush en su mínima expresión, la elección del martes terminó por ser un plebiscito sobre Obama, que contó con el viento de cola de una crisis económica descomunal, una crisis financiera que aterroriza a cualquiera y una crisis política profunda en el movimiento neoconservador. Y aún así, más de 56 millones de personas, de distintas formas, votaron contra Obama. Traducir la catarsis en una agenda de política pública de un país como Estados Unidos sin perder la magia de un liderazgo nuevo es parte de su trabajo.

A su favor, Obama tiene una enorme mayoría parlamentaria que podría permitirle llevar adelante algunas reformas de emergencia y estructurales. Entre las primeras, la reconversión progresiva de las incentivos impositivos para retrotraerlos, al menos, a los niveles de los años ’90. Entre las segundas, el cambio en el seguro médico para avanzar a una versión bastante parecida a la de la cobertura universal.

Como en Argentina o cualquier otro lugar, el empuje inicial y las primeras designaciones terminan teniendo un impacto duradero en el resto de la gestión. Hasta anoche, Rahm Emanuel era el único nombramiento confirmado. El diputado de Illinois será jefe de Gabinete y su nombramiento lo devuelve al edificio que habitó durante los años de Clinton. Pero obviamente, la atención de todos, expertos y legos, está en saber quiénes tendrán en sus manos la economía, algo que quizás sea la primera indicación de la orientación del futuro gobierno. Las presiones públicas y privadas en ese terreno exceden lo imaginable, y en su mayor parte expresan formas de pensamiento económico tan distintas que ofrecen una idea de la amplitud ideológica de la coalición triunfante: es un derivado directo del enorme espacio que dejó vacante la administración de Bush, reclinada en un extremo ortodoxo de la política y la economía. El desafío del presidente electo es administrar esa coalición y pilotear esa faceta un tanto desangelada de la política, y al mismo tiempo perpetuar el entusiasmo popular inédito.

Obama tiene que gobernar una economía de 14 billones de dólares. Sobre ella tiene un control relativo, y sobre ese control hay una expectativa descomunal. El arco de voces que suponen que su primer paso debe ser un programa de inversión masiva en infraestructura es más amplio que nunca, y entre sus impulsores están los economistas más aferrados a la idea de promover la dinámica del mercado, Jeffrey Sachs incluido. Si, como anuncia Obama, la reforma impositiva llevará la recaudación y la distribución de la carga a los niveles de los ’90, al final del camino Estados Unidos tendrá el “Estado chico” que de formas muy distintas se consolidó durante los gobiernos de Reagan y Clinton. El plan de infraestructura tiene la obvia reverberancia del New Deal de los años ’30, pero el país de hoy es bastante distinto. Más como reacción ideológica que como medida de gobierno, la figura de Franklin D. Roosevelt merodea la llegada de Obama al poder como una forma de recomponer la economía norteamericana, para hacer de la expansión del consumo y el ensanchamiento de las clases medias una plataforma sustentable.

No es el único espacio en el que se medirá la dimensión política de Obama. Los millones que salieron a las calles el martes lloraban por mucho más que el PBI. Pero si, por fin, ese novedoso y moderado movimiento de masas llegó para quedarse, las demandas por mayores niveles de inclusión se harán sentir justamente sobre las espaldas de quien hasta hoy las impulsó.

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