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El mundo|Domingo, 15 de febrero de 2009
Crisis y cambio en la economía de EE.UU.

El Citi estatizado

Por Ernesto Semán
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Opinión

El Profesor miraba por la ventana hacia la avenida soleada, resignado ante el hundimiento. “Estados Unidos está en su hora final”, decía. “Cuando los negros y los putos empiezan a reclamar derechos como tales y se declaran iguales a nosotros, puede pasar cualquier cosa... Se mueven todas las jerarquías, nadie respeta siquiera la idea de alguien superior y entonces no hay orden social que se mantenga.”

El Profesor no hablaba (del todo) en serio. En parte era un sarcasmo sobre sus colegas, sobre las dificultades que tiene su profesión para dar cuenta del cambio social. Pero en parte también era un elogio oblicuo a la política, al enorme caudal transformador que tiene una vez que instala ciertas ideas sobre sociedades cuya organización parece inconmovible y, de repente, empieza a tambalear.

No hablaba de Obama. El Profesor decía esto en el invierno de 2002, en Buenos Aires, cuando Palermo parecía La Habana pero sin onda, tenía más linyeras que iPods, la calle era una inmundicia y las medialunas del café de Santa Fe y Oro parecían de yeso. Era imposible sustraerse al clima de socavación. Las cosas, muchos años después, ocurren de un modo distinto, aunque no del todo distinto. Negro, por ejemplo, también es Royan Phillip, Personal Banker del Citibank. Anteayer, el viernes a la tarde, Royan estaba paradito en la sucursal de la calle 55, en Manhattan, mirando a través de las paredes vidriadas cómo el viento se llevaba por la Sexta Avenida paraguas, bolsas, ropa, basura, carritos de supermercados y otra incontable cantidad del mobiliario urbano con rumbo irremediable al Central Park. Tres muertos por el viento, sólo en Nueva York. Adentro al menos no hay viento, y Royan acomoda en la mesita, sobre un mantel azul con los dobleces bien marcados, un surtido de tacitas de café, minitermos, remeras, buzos y gorritas con el logo del banco. “¿Las regalan?” Antes de responder, Royan mira a su compañera de trabajo y cierra los ojos como quien está por repetir por enésima vez la misma frase: “Sí, pero no a todo el mundo. Queremos que más gente se beneficie con los servicios del Citi, y si un miembro (sic) acerca a otro para que abra una cuenta, los dos se llevan uno de estos souvenirs. ¿Usted tiene a alguien?”.

“No, no. Sólo quería ser el primero en tener una gorrita del banco estatal más grande del mundo.”

Phillip no se rió ni un poquito.

Desde la puerta se ve, al otro lado de la avenida, la sucursal del Bank of America. Conociendo la ofensiva del Citi, mejor ni cruzar, arriesgarse a ser degollado por algún paraguas volador para encontrarse con un empleado disfrazado de Oso Yogui que ofrezca un café gratis por cada norteamericano que se anime a abrir una cuenta corriente. Si todo lo que el Citibank tiene para ofrecer ante la crisis financiera más grande desde la Gran Depresión es una estrategia de cooptación como la de un local de la UCR en Caballito en 1988, la cosa no está bien. Claro que “Los Chicos de Wall Street”, obnubilados por su propia luz, exclaman: “No, el Citibank se mueve en todos los niveles, y los esfuerzos de Royan en la base no son relevantes para entender esto. Lo que hay que ver son los números del mercado y a los tipos que están al teléfono con Geithner y con Obama todo el día”. Es una respuesta a prueba de todo, incluso a prueba de evidencia en contrario. Pero si las instituciones aún tienen cierta capacidad para permear horizontalmente rasgos de su cultura, no es imposible rastrear en la precariedad artesanal de Royan la ineptitud de los que usan el teléfono rojo. Y eso sin empezar a hablar de los intereses. Es algo tan simple que hasta un economista podría entenderlo.

Los millones a los que les ha tocado la suerte de vivir a caballo de dos siglos podrán apreciar cuánto se parece la Nueva York de hoy a la Moscú de –digamos– 1985, al menos en la enorme visibilidad de la ficción, esa incómoda sensación de que todo un orden social se mueve “como si” las cosas anduvieran, pero cada vez con menos capacidad de producir verosimilitud. Claro que las cosas no van a terminar igual, ni la Unión Soviética tenía que terminar como terminó la Unión Soviética. Ese no es el punto, el punto es ese regusto amargo que produce la sensación de que algo se está yendo irremediablemente al diablo. Quizás a ese lento desbande del andamiaje social se refería El Profesor.

El presidente Barack Obama hace lo que cree que puede para que esta crisis también sea su oportunidad. Sin signos de agotamiento, aparece en la cadena ABC para dar una de sus mejores entrevistas. Habla en Florida desde Fort Myers, el pueblo con el índice más alto de casas hipotecadas de todo Estados Unidos. El país se paraliza. A esta altura, tres semanas dentro de su mandato, con 600 mil desempleados más en enero, la economía cayendo como jet, y dos millones de apariciones televisivas, ya nadie habla de que Obama es negro. Podría ser chino y cantar como Zitarrosa, que a nadie le importaría un rábano, aunque en el fondo esto sea tan falso como creer que fue elegido por ser negro. En el acto público, habla para una multitud que lo idolatra, un fenómeno que no parece disminuir en las calles de Estados Unidos, aun cuando la gestión le vaya trepanando su popularidad. En el reportaje, Obama habla de cómo Japón y Suecia salieron de sus marasmos financieros. “Japón nunca reconoció la magnitud de sus dificultades y pasó años emparchando los problemas de su sistema financiero. El gobierno siguió inyectando dinero durante años pero sin lograr que Japón viera ningún tipo de crecimiento... Suecia, por otro lado, tomó los bancos, los nacionalizó, se deshizo de su cartera más problemática, volvió a vender los bancos y en unos años estaban funcionando de nuevo. Parece un buen modelo, pero he aquí el problema: Suecia tiene como cinco bancos, nosotros tenemos miles, y la escala de la economía estadounidense es tan grande que no sería viable.” Obama no dice que en Suecia la nacionalización (que corrió por cuenta de los conservadores tras años de negligencia socialdemócrata) también llegó tras una burbuja inmobiliaria, que la clave del éxito fue la rapidez con la que actuó el gobierno, y que el conjunto de la operación le salió a Suecia un 4 por ciento de su producto bruto, un porcentaje menor que el que Estados Unidos ya gastó para no resolver su crisis. Y aunque la diferencia de escala es obvia, tampoco aclara que la idea que se maneja para Estados Unidos no es colocar a Obama como CEO de nueve mil bancos, sino poner al Estado al frente de la reconversión de algunos de los grandes cuyo hundimiento está casi garantizado, y cuyo salvataje podría revertir el círculo de contracción. Que el Citibank y el Bank of America están entre los primeros en esa lista es un lugar común.

Pero por la forma en que habla Obama, sus razones para no haber avanzado en la nacionalización parecen ir por otro lado. “Obviamente, Suecia tiene una cultura diferente en cuanto a cómo se relaciona el gobierno con los mercados, así que lo que hemos tratado de hacer es aplicar algo del rigor que será necesario, pero reconociendo un capital privado grande que en última instancia va a ser la clave para que el crédito fluya de nuevo.” Contando que el rol del capital privado “en última instancia” no se va a producir si el gobierno no interviene en primera instancia, lo de Obama es casi un pedido para que Estados Unidos mire con cariño a Suecia, mientras se somete a la imposibilidad cultural en la cual está inscripto.

Ese corset cultural está atado a la creencia de que la economía norteamericana es la más competitiva, y que sus miembros podrán consumir como tales una vez que el crédito se reactive. Obama no mintió en su discurso inaugural cuando dijo que “la productividad de los trabajadores norteamericanos es tanta como antes de la crisis”. Lo que no aclaró es que esa productividad está en baja, y que la trampa es que su aumento está atado al deterioro en la calidad de vida. En el supermercado de Nueva York, una caja de una libra de arándanos sale tres dólares, y la de media libra sale cinco. La de tres dólares viene de Chile, la de cinco de California. El tratado de libre comercio le ha permitido a la economía chilena ingresar con fuerza en nichos del mercado estadounidense. Como indican los manuales, las ventajas tecnológicas de Estados Unidos tienden a cero con su universalización, la productividad de la tierra está más atada a ésta que nunca, y la diferencia termina siendo el costo de la mano de obra. Estados Unidos podría ganar la batalla por la competitividad, ¿pero quién quiere pagar el costo de vivir como en Chile para figurar primero en el libro Guinness? El “Modelo chileno” tendrá sus virtudes y sus fanáticos, pero por algún motivo los inmigrantes siguen más entusiasmados con cruzar Tijuana que Arica. Para los argentinos convencidos de que el impacto de la crisis no será directo, vale el dato de que el 70 por ciento de la exportación de arándanos argentinos en el 2008 fue a Estados Unidos, así que habrá que ver dónde meterlos en el 2009.

La otra opción, en lugar de abrir, es proteger, como suele ocurrir en tiempos de recesión. Hace dos domingos fue la final de la Superbowl. Es, entre otras cosas, el día de mayor consumo de guacamole en los Estados Unidos. Como la competencia viene de México, que tiene su comercio bilateral supuestamente liberado, los productores norteamericanos diseñaron una red de barreras pseudosanitarias. Para ingresar en febrero, la palta mexicana tiene que entrar por avión y sólo a través de ciertos lugares de la costa este con bajas temperaturas, pasar varios días y después someterse a una aprobación condicional. El resultado es la casi total eliminación de la competencia mexicana, y el precio de 1,60 dólar por palta, en un supermercado de Brooklyn. Lo que no alcanza a cubrir la producción californiana lo provee la palta de Florida, cuyo gusto y consistencia es lo más parecido al telgopor, y el conjunto del andamiaje deja afuera la competencia sin por eso mejorar la calidad de vida de los inmigrantes ilegales que trabajan el cultivo.

Así las cosas, las opciones parecen estar entre comer mal, comer caro, o comer mal y caro. Y eso sin siquiera empezar a hablar de China y la industria, donde estos ejemplos módicos se multiplican exponencialmente. Incrementar la productividad a costa de destrozar la sociedad o incrementar el consumo a costa de endeudar la economía no parece ser el destino excepcional sobre el que se apoya la mitología nacional. Quizás éste sea el tiempo de China, que cargue con la responsabilidad del mundo en sus espaldas y que el mundo se espante con la expansión globalizadora del chop suey.

Lo de Obama, entonces, es una carrera contra el tiempo para adaptar a los Estados Unidos a su nuevo status del modo menos traumático y, eventualmente, con algunos beneficios. Si quiere evitar una catástrofe, es más que probable que termine nacionalizando los bancos, y no va a haber un ala izquierda del Partido Demócrata cantando “Qué lindo, qué lindo, qué lindo que va a ser/cuando cerremo’ el Citi/y pongamos un burdel”, así que (afortunadamente) tampoco tendrá que echar ni a estúpidos ni a imberbes del Washington Mall, con Rahm Emanuel arreglándole el sobretodo mientras le susurra brujerías a Michelle. Pero suponer que sin que pase nada de eso no hay transformación ni crisis es creer que el formato argentino de cambio tiene algún alcance explicativo universal. Para bien o para mal, saben que el país está cambiando. Los pocos que no lo entienden, mayormente afuera del país, se dividen entre los que suponen que hay una vaga noción llamada Gran Capital que hace perder el interés de lo que pasa con la vida y muerte de generaciones enteras y los que, como el columnista Joaquín Morales Solá, adoptan la política exterior como un elemento disciplinador de la política interna. Como aquel en Buenos Aires que no soportaba a Bob Dylan porque alguien le había dicho que León Gieco era “el Dylan argentino” y entonces ahora, cada vez que sonaba Dylan, no podía dejar de escuchar a algo así como al “Gieco estadounidense.” Cuando Morales Solá escucha la frase “presidente de los Estados Unidos”, no escucha Obama, Bush o Clinton, sino un aliado local en su mirada específica de la Argentina. Mucho más que una mala traducción, es la producción activa de un sentido.

Pero fronteras adentro, todos saben que, negro o no, Obama está transformando a los Estados Unidos por y a pesar de él. Y que en esa transformación no está en juego la desaparición de Estados Unidos, como insinuaba El Profesor, sino qué espacios tendrá cada uno en el país que quede.

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