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El mundo|Martes, 5 de mayo de 2009
La semana próxima, Joseph Ratzinger visitará durante cinco días la ciudad de la Natividad

El Papa no verá el lado oscuro de Belén

Unos dos mil y pico de palestinos viven un martirio para entrar a trabajar en Jerusalén. Para cuando el Sumo Pontífice llegue a las 8 de la mañana a Tierra Santa ya habrá pasado una escena cotidiana de la que no se habla.

Por Donald Macintyre *
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Comenzaron los preparativos para la visita del Papa a Jerusalén, que incluye un teatro cerca del muro de separación.

A las 5.45, pocos minutos antes del amanecer, es la hora pico de embotellamiento en el puesto de control a la entrada de Belén. Hay escaramuzas cuando el humor de los hombres, muchos de los cuales están aquí desde las 3 de la mañana, comienza a perderse mientras compiten por entrar en el callejón y hacer cola para pasar por una serie de puestos de seguridad israelíes con sus documentos de identidad, sus permisos de trabajo y las huellas biométricas de las palmas.

La calma recién vuelve cuando Mohammed Abed de 48 años, parado en la cola que serpentea a lo largo del muro de ocho metros de cemento, se enoja. Apretujado por la multitud contra un hombre mayor que está jadeando y claramente pálido, Abed advierte con voz autoritaria: “La gente está entrando sin hacer la cola”. Esta es la primera etapa de un viaje que terminará –en una hora si todo va bien, pero en hasta tres horas si hay problemas– con los hombres palestinos en Jerusalén que encaran un día de trabajo en un edificio israelí y ganan entre 45 y 60 dólares por día.

Aunque entrará en la ciudad de la Natividad a través de este mismo puesto de control de Gilo, durante su viaje de cinco días a Tierra Santa la semana que viene, ésta es una escena que el papa Benedicto XVI no verá. Para cuando él llegue a las 8 de la mañana, los miles de trabajadores se habrán ido hace rato; los vendedores de comida habrán cargado sus carretillas, junto con las cafeteras, el pan de sésamo y latas de atún –un dólar más barato que en Israel– que los hombres compran a veces para almorzar.

Sin embargo, si llegara unas pocas horas antes y viera a estos dos mil y pico de hombres pasando por este brete entre las 5 y las 6.30 (cada día de semana que el ejército no ordena una clausura por seguridad), el Papa podría aprender mucho sobre la vida diaria en Cisjordania. La corrida del amanecer en Gilo testifica la continua debilidad de la economía palestina y las privaciones que los hombres consecuentemente soportan para proveer a sus familias.

“Es una lucha –dice Azed Attallah, de 45 años–, no veo a mis hijos. Están dormidos cuando me voy y dormidos cuando regreso.” Muchos de estos hombres provienen del distrito de Belén, pero muchos otros vienen del sur de Cisjordania, apilados en taxis a la madrugada. Attallah, por ejemplo, viene de Yatta y gasta alrededor de 46 dólares por semana en transporte para ir y volver del puesto de control: otros vienen de tan lejos como Ramadin, un pueblo a 70 kilómetros. Comienzan a llegar a las 3 de la mañana –algunos con hojas de cartón para dormir– para asegurarse poder pasar y llegar a tiempo al trabajo. Para poder calificar para obtener un permiso tienen que ser mayores de 30 años, casados y con por lo menos un hijo. Una vez que cruzan el puesto de control, esperan que llegue un contratista, un empleador israelí o simplemente toman el ómnibus o varios ómnibus hasta el trabajo.

La desesperación por no faltar al trabajo invariablemente insta a varios hombres a adelantarse en la cola corriendo por las dos “sendas” paralelas –una para los trabajadores que regresan y otra “humanitaria” para las mujeres, niños, ancianos y enfermos–, saltar el cerco a través del angosto hueco bajo el techo y caer entre la densa multitud. Mientras uno de esos paracaidistas cae, otro trabajador explica su urgencia señalando su celular que muestra una llamada de un contratista israelí preguntando dónde está.

A Attallah le gustaría mucho ver cómo el presidente palestino Mahmud Abbas u otros líderes se unen a la cola y comprueban cómo son las condiciones. “Mientras exista un muro no habrá soluciones económicas”, dijo. Pero más allá, añade: “No tengo tiempo para la política. Simplemente trato de vivir”. Mohammed Abed, también de Yatta, dice: “No tenemos alternativa. La solución es dar trabajo en Cisjordania”.

Relativamente hablando, estos hombres son afortunados. En primer lugar se les permite trabajar en Israel, lo que ninguno de Gaza y muchos otros de Cisjordania pueden hacer, salvo que lo hagan ilegalmente y eso es cada vez más difícil con la barrera. El desempleo en Cisjordania es del 18 por ciento y los jornales son de 18 a 21 dólares por día.

En ocasión de la última visita papal, en 2000, había alrededor de 140.000 cisjordanos trabajando en Jerusalén. Pero desde el comienzo de la segunda intifada sólo 26.000 tienen permisos. Timothy Williamos, de la agencia de refugiados de la ONU, Unrwa –que monitorea los puestos de control como Gilo porque el 35 por ciento de los que pasan son refugiados–, dice que ese acceso, o la falta de él, es la causa fundamental del sufrimiento humanitario. “Si hay un puesto de control pero no se tiene permiso, o un permiso sin un puesto de control cerca, entonces uno está limitado en los movimientos”, explica.

Pero aun entre aquellos que se pueden mover, hay un profundo resentimiento por las largas y atestadas esperas diarias en el puesto de control de Gilo. Rawan Khartoush de 20 años, maestra de escuela primaria de Belén que trabaja en una escuela de la iglesia cristiano-musulmana en Jerusalén, puede, porque es mujer, usar la “senda humanitaria”. Pero dice de las condiciones de los hombres: “Son humillantes. Los palestinos están gobernados por una luz verde y una luz roja. Pueden estar ahí tres horas y después les dicen que vuelvan”.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Celita Doyhambéhère.

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